Con la información obtenida por Castelletti y Scala en Milán, las piezas comenzaban a encajar. Aldo Cianetti, el diseñador de moda encontrado muerto en la autostrada de Como a Milán había sido visto a bordo del último hidrodeslizador que partía de Bellagio hablando con una mujer que lucía una pamela muy grande -uno de los policías de Bellagio recordaba que la mujer tenía acento y pasaporte estadounidenses- y habían desembarcado juntos en Como.
Los detectives de Milán habían rastreado las calles contiguas al hotel Palace donde se encontró el BMW verde de Cianetti; no muy lejos del lugar se hallaba Milano Céntrale, la estación principal de Milán. Puesto que se calculaba que la muerte se había producido entre las dos y las tres de la mañana, la policía había interrogado a los vendedores de las taquillas de la estación que estaban de servicio entre las dos y las cinco de la mañana y por fin encontraron a una empleada de mediana edad que había vendido un billete a una mujer con una pamela grande antes de las cuatro de la mañana. La mujer se dirigía a Roma.
¿Mujer? No se trataba de una mujer, sino de Thomas Kind.
El helicóptero tocó el suelo con una ligera sacudida, se abrieron las puertas y los tres policías corrieron hacia el avión que los llevaría a Roma.
– Las matriculas SCV 13 son lo que pensábamos -gritó Castelletti mientras corrían-. Estos números bajos se asignan a los coches del Papa o de los cardenales de alto rango, pero no a una persona en concreto. Ahora mismo, SCV 13 está asignado a un Mercedes que no se encuentra en el Vaticano por estar en el taller.
La iglesia, el Vaticano, Roma. Las palabras taladraban la mente de Roscani. Los motores rugieron y el ispettore se sintió empujado hacia atrás en su asiento mientras el avión aceleraba por la pista. Despegaron veinte segundos más tarde, y el tren de aterrizaje se plegó en el interior del fuselaje. Lo que había comenzado como la investigación por el asesinato del cardenal vicario de Roma regresaba al punto inicial, completando un círculo.
Roscani se aflojó el cinturón, tomó el último cigarrillo del paquete arrugado, introdujo el envoltorio vacío en el bolsillo de la chaqueta y se volvió hacia la ventana. El sol se reflejaba aquí y allá en algún elemento del suelo, un lago o un edificio; al parecer el tiempo despejado dominaba en todo el país. Italia era un país antiguo, hermoso y sereno, aunque a menudo azotado por escándalos y maquinaciones en todos los ámbitos de la vida, pero ¿existía algún país en el mundo donde esto no ocurriese? Lo dudaba. Roscani era italiano, y el país que sobrevolaba era el suyo; también era policía, y su deber consistía en procurar que las leyes se cumpliesen y se hiciese justicia.
Apareció en su mente la imagen de Gianni Pio, su amigo, compañero y padrino de sus hijos, mientras lo sacaban del coche, empapado en su propia sangre, con el rostro destrozado por una bala. También vio el cuerpo acribillado del cardenal vicario de Roma y la masa incinerada del autocar de Asís. Recordó asimismo la carnicería de Thomas Kind en Pescara y Bellagio y se preguntó qué significaba la justicia.
Los crímenes se habían cometido en suelo italiano, donde tenía jurisdicción para actuar. Sin embargo, dentro de los muros del Vaticano carecía de autoridad, y una vez que los fugitivos se guarecieran tras ellos, nada podría hacer excepto entregar las pruebas al fiscal del Gruppo Cardinale, Marcello Taglia. En ese momento la justicia ya no le pertenecería, pasaría a manos de los políticos, lo que a la larga significaría el fin del asunto. Tenía grabadas en la memoria las palabras de Taglia sobre la investigación del asesinato del cardenal Parma, cuando habló de la «naturaleza delicada del asunto y de las implicaciones diplomáticas que supondría para Italia y el Vaticano».
En otras palabras, el Vaticano podía cometer un asesinato con toda impunidad.
CIENTO VEINTIUNO
El primer impulso de Harry fue regresar al lugar donde había aparcado el Mercedes y romper la ventanilla para recuperar las llaves y sacar a Danny y Elena del apartamento de Via Niccolò V.
– Está muerto, lo han mutilado -explicó a su hermano por teléfono-. ¿Quién sabe qué les habrá revelado? ¡Podrían estar ya camino del apartamento! -Harry se alejaba de la casa intentando no llamar la atención.
– Harry, haz el favor de volver -le rogó Danny-. El padre Bardoni no les habrá contado nada.
– ¿Cómo diablos lo sabes?
– Lo sé.
En menos de treinta minutos, Harry llegó al edificio, echó un vistazo al vestíbulo y después al ascensor y decidió subir por las escaleras, pensando que resultarían más seguras que la pequeña cabina del ascensor.
Cuando entró en el apartamento, Danny y Elena lo esperaban en el salón. El ambiente era tenso y por un momento, nadie habló, pero entonces Danny señaló la ventana.
– Quiero que eches un vistazo, Harry.
Harry miró a Elena antes de acercarse a la ventana.
– ¿Qué queréis que vea?
– Mira a la izquierda, sigue la línea de la muralla. Al fondo distinguirás una torre de ladrillo; es la torre de San Giovanni, allí está el cardenal Marsciano. Lo mantienen cautivo en la habitación del centro, a media altura del edificio. La única abertura en la pared es una puerta de cristal que da a un balcón pequeño.
La torre se encontraba a unos cuatrocientos metros de distancia. La punta se distinguía con claridad, era una torre alta circular construida con el mismo ladrillo que la muralla.
– Ya sólo quedamos nosotros para hacerlo -murmuró Danny.
Harry se volvió con lentitud.
– Tú, yo y la hermana Elena.
– ¿Para hacer qué?
– Para rescatar al cardenal Marsciano…
Danny había enterrado toda la emoción que había exteriorizado al no contactar con el padre Bardoni. El sacerdote había muerto y debían continuar adelante.
– No, Elena no -Harry sacudió la cabeza.
– Quiero hacerlo, Harry. -Elena le clavó la vista y no cabía duda de que estaba decidida.
– Claro, ¿cómo no ibas a querer? -Harry miró primero a Elena y luego a Danny-. Está tan loca como tú.
– No hay nadie más, Harry… -le dijo Elena.
Harry se volvió hacia Danny.
– ¿Por qué estás tan seguro de que el padre Bardoni no habrá dicho nada? Lo he visto con mis propios ojos, Danny. Si yo hubiera estado en su lugar, les habría contado todo lo que querían saber.
– Debes creerme, Harry.
– No se trata de ti, sino del padre Bardoni, y yo no estaría tan seguro.
Danny observó a su hermano en silencio durante un largo rato y, cuando por fin habló, lo hizo de manera que Harry comprendiera que sus palabras encerraban un significado más profundo.
– Este bloque pertenece al propietario de una de las mayores empresas farmacéuticas de Italia. Bastó que el cardenal Marsciano lo necesitara durante unos días para que se lo ofreciera sin hacer preguntas.
– ¿Qué tiene que ver eso con el padre Bardoni?
– Harry, el cardenal es uno de los hombres más queridos de Italia… Fíjate en quiénes lo han ayudado y a qué riesgo… -Danny titubeó por un segundo-. Me ordené sacerdote porque al salir de los marines me sentía tan perdido y desorientado como al ingresar, pero cuando llegué a Roma, me sentía igual. Fue entonces cuando conocí al cardenal y me ayudó a descubrir una parte de mí mismo que desconocía. Durante todos estos años me ha guiado y animado a encontrar mi propio camino, mis propios principios y convicciones. La Iglesia, Harry, se convirtió en mi familia, el cardenal es como un padre para mí, y el padre Bardoni sentía lo mismo. Por eso sé que jamás habría dicho nada.
La imagen del padre Bardoni en la bañera no resultaba fácil de olvidar, era la de un hombre torturado que se negaba a hablar. Aturdido, Harry se pasó los dedos por el cabello, desvió la mirada y se encontró con los ojos de Elena fijos en él. Eran afables y cariñosos e intentaban decirle que ella comprendía al padre Danny y que sabía que tenía razón.