– Cualquier cosa que yo diga, ispettore capo, carece de valor porque lo sé de oídas y mi hermano, como sacerdote, tampoco puede hablar; Marsciano es quien conoce toda la verdad.
Roscani se reclinó en el asiento y extrajo un cigarrillo aplastado de la chaqueta.
– Así que le pedimos al cardenal que declare formalmente lo que antes dijo en confesión y todo solucionado.
– Quizá… -respondió Harry-. Su situación ha cambiado mucho desde entonces.
– ¿Habla usted en su nombre? Afirma que hablará con nosotros, que nos dará nombres y pruebas.
– No, no hablo en su nombre, sólo digo que él sabe la verdad y nosotros no, y jamás la sabremos a no ser que lo saquemos de allí y le demos la oportunidad.
Roscani se recostó en el asiento. Tenía el traje arrugado y necesitaba afeitarse. Aunque todavía era joven, parecía cansado y mucho mayor que la primera vez que se encontraron.
– El Gruppo Cardinale vigila todo el país -murmuró-. Su fotografía aparece tanto en los periódicos como por televisión. ¿Cómo ha logrado viajar desde Roma al lago de Como y regresar después?
– Disfrazado como ahora, de sacerdote. En su país sienten un gran respeto por los miembros del clero, sobre todo si son católicos.
– Lo han ayudado.
– Algunas personas han sido muy amables, sí.
Roscani posó la vista sobre el paquete de cigarrillos que tenía en la mano y lo estrujó poco a poco.
– Deje que le cuente algo, señor Addison: todas las pruebas lo señalan a usted y a su hermano. Imaginemos que le creo, ¿quién más supone que lo haría? -señaló al frente-: ¿Scala? ¿Castelletti? ¿Un tribunal italiano? ¿El pueblo del Vaticano?
Harry no desvió la mirada del policía porque sabía que si lo hacía pensaría que mentía.
– Ahora deje que yo le cuente algo, Roscani, algo que sólo yo sé porque me hallaba allí… La tarde que mataron a Pio, Farel me llamó al hotel y uno de sus hombres me llevó al campo, cerca del lugar de la explosión. Cuando llegué, Pio estaba allí. Unos chicos habían encontrado una pistola chamuscada. Farel quería que yo la viera e insinuó que había pertenecido a mi hermano; lo que intentaba era presionarme para que le revelara el paradero de Daniel, pero en ese momento yo ni siquiera sabía si seguía con vida.
– ¿Dónde está la pistola? -inquirió Roscani.
– ¿No la tiene usted? -preguntó Harry sorprendido.
– No.
– Estaba en una bolsa en el maletero del coche de Pio.
Roscani guardó silencio, mirándolo inexpresivo, pero su mente trabajaba a toda máquina. Harry Addison decía la verdad, ¿cómo habría conocido si no la existencia de la pistola? Además, su sorpresa al descubrir que el arma no obraba en poder de la policía había parecido genuina; todo cuanto había explicado coincidía con lo que había averiguado en el curso de la investigación, desde la pistola desaparecida hasta las intrigas del Vaticano.
Por fin comprendía por qué tantas personas habían protegido al padre Daniel y habían mentido por éclass="underline" se lo había pedido el cardenal Marsciano.
La influencia de Marsciano era inaudita. Hijo de un granjero de la Toscana, muy arraigado a la tierra, era un hombre del pueblo querido y admirado como sacerdote mucho antes de alcanzar el puesto que en ese momento desempeñaba dentro de la Iglesia. A un hombre de su talla le bastaba con pedir ayuda para que se la prestaran sin exigir explicaciones a cambio.
Por otro lado Palestrina, el maquiavélico artífice de la operación -implicado de alguna manera en los envenenamientos de China-, era una figura de gran calibre en el mundo de la diplomacia y disponía de los contactos necesarios para contratar a un terrorista como Thomas Kind.
El cardenal Marsciano controlaba las finanzas de la Santa Sede, y ésta era la clase de respaldo financiero que necesitaría Palestrina para realizar cualquier proyecto ambicioso.
Harry observó a Roscani ponderar lo que le había contado y preguntarse si debía creerle o no; sabía que necesitaría ofrecerle más información para convencerlo y ganarse su apoyo.
– Un sacerdote que trabajaba para el cardenal Marsciano nos visitó en nuestra guarida de Lugano y pidió a mi hermano que regresara a Roma porque el cardenal Palestrina había amenazado con matar a Marsciano si no lo hacía. Nos consiguió un Mercedes con matrículas del Vaticano, además de alojamiento en Roma… Esta mañana fui a su apartamento. Estaba muerto, le habían cercenado la mano izquierda. Me asusté y salí corriendo… Le daré la dirección para que…
»¿Sabe que fue el padre Bardoni quien encontró a mi hermano todavía vivo en el caos del hospital después de la explosión? Lo sacó de allí en su propio coche y lo llevó a casa de un médico amigo suyo de las afueras de Roma. Allí cuidaron de él hasta que lo trasladaron al hospital de Pescara. ¿Lo sabía, ispettore capo? -Harry clavó la mirada en Roscani, dándole tiempo para asimilar lo que acababa de decirle y después, con un tono de voz más suave, afirmó-: Todo lo que le he contado es cierto.
Castelletti acababa de doblar una esquina y se encaminaba de nuevo al Tíber por Viale dell'Oceano Pacifico.
– Señor Addison, ¿sabe quién ha matado al padre Bardoni? -preguntó Roscani.
– Me imagino que el mismo hombre rubio que intentó asesinarnos en la gruta de Bellagio.
– ¿Sabe de quién se trata?
– No…
– ¿Le dice algo el nombre de Thomas Kind?
– ¿Thomas Kind? -Harry sintió un escalofrío.
– Sabe quién es…
– Sí -respondió.
Era como preguntar quién era Charles Manson; Thomas Kind, uno de los más conocidos, violentos y escurridizos fugitivos del mundo, para algunos también era uno de los personajes más románticos de la actualidad. Con «algunos» quería decir Hollywood. En los últimos meses se habían anunciado cuatro proyectos para cine y televisión en los que el personaje central era Thomas Kind. Harry lo sabía porque había negociado dos de ellos; el primero para uno de los protagonistas y el segundo para un director.
– Aunque su hermano no estuviera en una silla de ruedas, se hallaría en una situación muy peligrosa; Kind es un experto en encontrar a las personas a quienes persigue, tal como demostró en Pescara y Bellagio y ahora aquí, en Roma. Le aconsejaría que nos dijera dónde está.
Harry titubeó.
– Si detienen a Danny, será peor. Cuando Farel se entere, matará a Marsciano y ordenará a alguien que asesine a mi hermano, esté donde esté. Quizás a Kind, quizás a otra persona…
– Haremos lo posible para que esto no ocurra -aseveró Roscani.
– ¿Qué significa eso? -Una luz de alarma se encendió en el cerebro de Harry, sentía las manos empapadas y el sudor le cubría el labio superior.
– Significa, señor Addison, que no hay pruebas que certifiquen que usted dice la verdad pero, por otro lado, sí que existen pruebas suficientes para procesarlo tanto a usted como a su hermano por sendos delitos de homicidio.
A Harry le dio un vuelco el corazón. Roscani iba a arrestarlo allí mismo. Debía evitarlo a toda costa.
– ¿Está dispuesto a permitir que muera el testigo principal sin intentar impedirlo?
– Mis manos están atadas, señor Addison, no tengo autoridad para enviar a mis hombres al Vaticano ni para realizar detenciones… -Las palabras de Roscani, al menos, indicaban que creía la historia de Harry-. Nunca lograríamos extraditar a Marsciano, al cardenal Palestrina o a Farel. En Italia el juez es quien debe demostrar la culpabilidad del sospechoso «fuera de toda duda razonable». La labor del detective, mi labor, la de Scala, Castelletti, y del resto de los miembros del Gruppo Cardinale consiste en reunir pruebas para el fiscal, Marcello Taglia… Pero no existen pruebas, señor Addison, y por tanto no hay fundamento y, sin fundamento, ¿cómo pretende acusar al Vaticano? Usted es abogado, seguro que lo entiende.
Roscani no había apartado los ojos de Harry durante todo el discurso, y éste percibió en ellos rabia, frustración y una sensación de fracaso personal. Resultaba claro que había un conflicto interior entre sus sentimientos y su deber como policía.