¡Clic!
El corresponsal continuó hablando en silencio. Marsciano dejó el mando a un lado. Palestrina había ganado, pero aun así continuaría con sus planes para el tercer lago. ¿Por qué?
Después de ver lo ocurrido hasta la fecha y consciente de lo que faltaba por ocurrir, cerró los ojos y deseó que el padre Daniel hubiera muerto en la explosión para que no hubiera conocido el horror causado por la debilidad de Marsciano y su pasividad ante Palestrina; deseó que hubiera muerto en lugar de que lo mataran los esbirros de Farel cuando acudiera en su busca.
Marsciano desvió la mirada de las imágenes crueles de la televisión y miró en torno a sí. Los primeros rayos de sol de la tarde atravesaron la puerta de cristal. En los últimos días, aparte del sueño y la oración, la puerta había representado su único consuelo, pues desde ella gozaba de una vista privilegiada de los bucólicos y bellos jardines del Vaticano.
El cardenal se acercó al ventanal, descorrió las cortinas y contempló el claroscuro que proyectaba la luz al filtrarse entre las copas de los árboles. En un instante se apartaría de la ventana para arrodillarse al lado de la cama y rogar a Dios, tal como había hecho en los últimos días, que le perdonara por el terror que había ayudado a causar.
Pensando en sus oraciones, Marsciano se disponía a dar media vuelta cuando de repente la belleza del paisaje se desvaneció ante sus ojos al contemplar una imagen familiar que había visto cientos de veces pero que jamás le había inspirado la repulsión que sentía en ese instante.
Dos hombres paseaban por el sendero de grava en dirección a la torre; uno era enorme y vestía de negro, el de más edad y menor estatura iba de blanco. El primero era Palestrina, mientras que el otro, el hombre de blanco, era el Santo Padre, Giacomo Pecci, el papa León XIV.
Durante el paseo, Palestrina conversaba animado y gesticulaba con energía, como si el mundo fuera un lugar feliz. Mientras tanto, el Papa caminaba a su lado, embelesado por su carisma. Confiaba por completo en su subordinado y, por esto mismo, era incapaz de ver la verdad.
Cuando se acercaron a la torre, Marsciano sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Por primera vez, y con profundo espanto, descubrió quién era en realidad ese scugnizzo -término que empleaba Palestrina para referirse a sí mismo-, ese golfillo de las calles de Nápoles.
Más que el político respetado y estimado; más que el segundo hombre más poderoso de la Iglesia católica; más que un ser corrupto, loco y paranoico, artífice de una de las masacres más atroces de la historia de la humanidad, el gigante sonriente de mejillas sonrosadas que paseaba por los jardines del Edén en compañía del Santo Padre no era otro que la oscuridad absoluta, la viva encarnación del demonio.
CIENTO VEINTINUEVE
– ¡Señor Harry! -exclamó Hércules cuando Harry abrió la puerta del piano 3 a. Sorprendido, el enano entró en el apartamento con las muletas seguido de Roscani, Scala y Castelletti.
Este último cerró la puerta y permaneció allí mientras Scala inspeccionaba el apartamento.
– La cuerda que pidió está fuera, en el pasillo.
Harry asintió y miró a un Hércules boquiabierto y aturdido, apoyado en sus muletas junto a Castelletti.
– Siéntense, por favor… Éste es mi hermano, el padre Daniel, y ésta es la hermana Elena -les presentó al sacerdote en la silla de ruedas y a la atractiva mujer sentada a su lado como si fueran unos invitados que se hubiesen presentado a cenar.
Hércules siguió a Harry por la estancia, perplejo y sin la menor idea de qué estaba sucediendo. Lo único que sabía es que lo habían sacado de la prisión central diciéndole que lo trasladarían a otra cárcel y que, quince minutos más tarde, estaba sentado en el asiento posterior de un Alfa Romeo azul oscuro junto al jefe de policía del Gruppo Cardinale.
– No hay nadie -afirmó Scala al entrar en el salón-. La puerta de la cocina da a unas escaleras y tiene cerradura, de modo que si alguien intentara entrar desde el tejado, tendría que romper el cristal y haría mucho ruido.
Roscani asintió con la cabeza y, tras mirar a Danny, se dirigió a Harry.
– Se supone que a Hércules se le ha asignado otra prisión, pero sus papeles se han perdido por el camino… Mañana a esta hora lo quiero de vuelta.
– Es posible que mañana a esta hora nos tenga a todos -respondió Harry-. ¿Qué hay de la pistola?
Roscani titubeó por un segundo, pero acto seguido miró a Scala y asintió. El policía se desabrochó la chaqueta y de la funda de la cintura extrajo una pistola semiautomática que entregó a Harry.
– Una Calicó de nueve milímetros parabellum, recámara de dieciséis balas -explicó en inglés con marcado acento italiano. A continuación sacó un segundo cargador del bolsillo que también entregó a Harry.
– Hemos limado los números de serie -comentó Roscani-. Si lo pillan, asegure no recordar dónde la consiguió. Si cuenta lo sucedido entre estas paredes, lo negaremos todo y su juicio resultará más complicado de lo que jamás podría imaginar.
– Sólo nos hemos visto una vez, ispettore capo -respondió Harry-; el día que me recogió en el aeropuerto. Los demás nunca lo han visto.
Roscani posó la vista primero en Hércules, luego en Elena, en Danny y, por último, en Harry.
– Mañana, el vagón de carga será remolcado hasta una vía muerta entre la Stazione Trastevere y la Stazione Ostiense, donde lo recogerán más tarde. Lo seguiremos durante todo el camino y, cuando se marche la locomotora, entraremos.
»Por lo demás, les aconsejo que eviten a los hombres de Farel a toda costa, son demasiados y están bien comunicados entre sí.
Roscani extrajo una fotografía de trece por dieciocho del bolsillo interior de la chaqueta y se la entregó a Harry.
– Éste era Thomas Kind hace tres años. No sé si le servirá de algo porque suele cambiar de aspecto con la misma frecuencia con que nosotros cambiamos de ropa, pasa de moreno a rubio, de hombre a mujer… Habla media docena de idiomas. Si lo ve, no se pare a pensar, apriete el gatillo y no deje de disparar hasta que esté muerto, luego márchese y deje que Farel se lleve los laureles. -Roscani echó un vistazo alrededor-. Uno de nosotros se quedará esta noche vigilando fuera.
– Pensaba que confiaba en…
– Por si acaso aparece Thomas Kind.
– Gracias -dijo Harry con sinceridad.
Roscani miró de nuevo al resto de los presentes.
– Buona fortuna -les deseó y acto seguido se volvió hacia Scala y Castelletti.
Un segundo más tarde la puerta se cerró a sus espaldas y desaparecieron.
Buona fortuna. Buena suerte.
CIENTO TREINTA
¡Flash!
Li Wen cerró los ojos ante la potente luz estroboscópica e intentó desviar la vista, pero una mano lo empujó hacia adelante.
¡Flash! ¡Flash! ¡Flash!
Ignoraba quiénes eran, dónde estaba o cómo lo habían encontrado en medio de la aterrorizada multitud de Chezhan Lu cuando se dirigía a la estación tras una acalorada discusión con los responsables de la planta depuradora número dos. El agua que había examinado esa mañana al amanecer mostraba una alarmante concentración de la toxina de las algas de color azul verdoso, la misma de Hefei. Pero con su advertencia sólo consiguió que se congregaran en la planta todos los políticos e inspectores de sanidad de la zona, quienes, tras autorizar el cierre de las plantas depuradoras de la ciudad y de los sistemas de suministro del lago Taihu, del Gran Canal y del río Liangxi, se enfrentaban a una situación de emergencia a gran escala.