Adrianna se despertó al oír un ruido y levantó la vista. Eaton había salido del coche y se alisaba las arrugas de la americana de verano beige. Después, se acercó por la acera al coche de Scala. Adrianna lo observó esquivar el haz de una farola sin apartar por un momento los ojos del bloque de apartamentos al final de la calle y, acto seguido, desaparecer envuelto por la oscuridad. La periodista miró la luz naranja del reloj del salpicadero y se preguntó cuánto tiempo había dormido.
Eaton regresó y se sentó a su lado.
– ¿Sigue allí Scala? -le preguntó ella.
– Está sentado en el coche, fumando.
– ¿No se ven luces en los apartamentos?
– No. -Eaton la miró-. Vuelve a dormirte, ya te avisaré cuando ocurra algo.
Adrianna sonrió.
– ¿Sabes? Alguna vez creí que te quería, James Eaton…
– Amabas el trabajo, no al hombre… -respondió Eaton mientras mantenía los ojos clavados en el edificio.
– Al hombre también, durante un tiempo.
Adrianna se envolvió en la chaqueta tejana que llevaba y, por un rato, observó a Eaton vigilar el edificio. Luego sucumbió al sueño.
– James Hawley, un hidrobiólogo de Estados Unidos -respondió Li Wen en chino. Tenía la boca seca y el cuerpo empapado en sudor-. Vive… en Walnut Creek, California, él me dio las fórmulas. Yo… no sabía qué eran, pensaba que… se trataba de un sistema nuevo para determinar la toxicidad del agua…
El hombre de uniforme militar, sentado al otro lado de la mesa de madera, era el mismo que le había ordenado que confesara seis horas antes en Wuxi; el mismo que lo había esposado y acompañado en el avión militar hasta Pekín y que lo había llevado a ese edificio de hormigón situado en algún lugar de la base aérea donde habían aterrizado.
– No existe ningún James Hawley en Walnut Creek, California -replicó el oficial.
– Sí que existe, tiene que existir. Las fórmulas no son mías, me las dio él.
– Le repito que no hay ningún James Hawley, lo hemos comprobado.
De pronto Li Wen cayó en la cuenta de que había actuado como un iluso; si algo salía mal, él sería el único que pagaría los platos rotos.
– Confiese.
Li Wen levantó la vista despacio y contempló la cámara de vídeo situada detrás del hombre, con la luz roja encendida, grabando todo el interrogatorio. Detrás de la cámara distinguió los rostros de media docena de soldados uniformados que pertenecían a la policía militar o, peor aún, al Ministerio de Seguridad del Estado, como su interrogador.
Al final, Li Wen asintió y habló directamente a la cámara. Comenzó por describir cómo introdujo en las vías de suministro de agua las «bolitas» compuestas de una sustancia letal imposible de detectar por los sistemas de control, el alcohol policíclico no saturado, y explicó en términos científicos la fórmula, su objetivo y el número de personas que podía matar.
Al finalizar, se secó con la mano el sudor que le cubría la frente mientras dos soldados daban un paso hacia delante. En cuestión de segundos, lo obligaron a ponerse en pie y lo condujeron a través de una puerta a un pasillo de hormigón mal iluminado. Apenas habían recorrido diez metros cuando un hombre salió de una puerta lateral. Los soldados quedaron paralizados por la sorpresa. El hombre, que llevaba una pistola con silenciador, se acercó. Li Wen abrió mucho los ojos, incrédulo. Era Chen Yin. Éste apretó el gatillo y disparó a quemarropa.
Li Wen se vio proyectado hacia atrás, retorció el cuerpo y la sangre salpicó la pared detrás de él.
Chen Yin miró a los soldados, sonrió y comenzó a alejarse, pero su sonrisa se tornó en expresión de horror cuando el primer soldado le apuntó con una metralleta. Chen Yin retrocedió unos pasos.
– ¡No! -gritó-. ¡Ustedes no lo entien…!
Dio media vuelta y corrió hacia la puerta. Oyó un sonido semejante al de una taladradora. Los primeros disparos lo hicieron girar, y el último le voló la parte superior del cráneo por encima del ojo derecho. Al igual que Li Wen, ya estaba muerto cuando cayó al suelo.
CIENTO TREINTA Y SEIS
Harry se afeitaba en el cuarto de baño. Era una decisión peligrosa, pues dejaría expuesto el rostro que conocía la población a través de los anuncios del Gruppo Cardinale en televisión y los periódicos, pero no tenía alternativa. Según Danny, ningún jardinero del Vaticano llevaba barba.
Hércules estaba sentado a la mesa de la cocina, pendiente del vapor que ascendía de la taza de café que sostenía entre las manos. Elena, sentada enfrente, guardaba silencio, como él, ante la taza de café intacta.
El enano había salido del cuarto de baño quince minutos antes. Suponía un lujo tan inusitado para él que había pasado media hora disfrutando de la bañera. También se había afeitado, como Harry, con lo que tendrían una cosa más en común. No sólo eran cruzados valientes y osados dispuestos a marchar sobre territorio extranjero, sino que además estaban recién afeitados. No era mucho, pero, a falta de uniforme, contribuía a la sensación de hermandad.
Scala vio salir a los dos hombres por la puerta principal. Lo único que diferenciaba a Harry Addison de cualquier sacerdote que se dirigiera a la misa del alba era el rollo de cuerda que llevaba al hombro y el enano que lo acompañaba balanceándose sobre las muletas con movimientos fuertes y ágiles, como los de un gimnasta.
Los siguió con la mirada mientras abandonaban Via Niccolò V, cruzaban hasta Viale Vaticano y torcían a la izquierda en medio de la oscuridad, en dirección al Oeste, a lo largo de la muralla del Vaticano hacia la torre de San Giovanni. Eran las cinco menos veinte de la mañana.
Sentado al volante del Ford con unos prismáticos de visión nocturna en la mano, Eaton los observó partir, desconcertado tanto por la cuerda como por la presencia del enano.
– Harry y un enano.
Adrianna estaba despierta y alerta. Había vislumbrado las dos figuras por un segundo cuando pasaron por debajo de una farola antes de desaparecer envueltas en sombras.
– Pero el padre Daniel no está, y Scala no se ha movido. -Eaton guardó los prismáticos.
– ¿Para qué quieren la cuerda? No creerás que…
– ¿Van a rescatar a Marsciano? -Eaton terminó la frase por Adrianna-. Con el consentimiento de la policía…
– No lo entiendo.
– Yo tampoco.
CIENTO TREINTA Y SIETE
Una camioneta cargada de leña pasó por delante. Después, la calle se sumió de nuevo en la oscuridad, y Harry y Hércules salieron de su escondrijo junto al muro del Vaticano.
– ¿Sabe para qué es esa leña, señor Addison? -susurró Hércules-. Para pizza, para los hornos de pizza de toda la ciudad. -El enano guiñó un ojo. Acto seguido, entregó las muletas a Harry y se volvió a la pared-. Aúpeme.
Harry echó un vistazo a la calle antes de sujetar a Hércules por la cintura y levantarlo hacia la cornisa situada a media altura del muro. El enano extendió los brazos, se asió al saliente y subió en un instante.
– Primero las muletas, luego la cuerda.
Harry le pasó las muletas y le lanzó la cuerda. Hércules la agarró, soltó unos cuantos metros, se enrolló un trozo alrededor del hombro y lanzó el cabo libre a Harry.
Éste tiró de la cuerda hasta sentirla tensa. Hércules sonrió y le hizo una señal para que ascendiera. Diez segundos más tarde Harry había subido por la pared y se encontraba en la cornisa junto a él.
– Mis piernas no valen nada, señor Harry, pero el resto de mi cuerpo es como el granito, ¿eh?