– Tengo la impresión de que está disfrutando -respondió Harry con una media sonrisa.
– Vamos en busca de la verdad, y no existe propósito más honorable, ¿no le parece? -Hércules clavó los ojos en Harry; traslucían el dolor de toda una vida. Acto seguido alzó la vista.
– Tendrá que auparme de nuevo, señor Harry. Esta vez será más difícil. Apoye la espalda contra la pared y mantenga el equilibrio, si no, nos caeremos los dos.
Harry se reclinó sobre la pared y fijó los talones en la estrecha cornisa del muro.
– ¡Ahora! -musitó.
Acto seguido, notó las manos de Hércules sobre los hombros, al impulsarse hacia arriba. Después la cuerda le rozó el torso, y los pies insensibles del enano le golpearon el rostro pero, un segundo más tarde, ya no sintió su peso. Harry miró arriba: Hércules estaba arrodillado en lo alto de la muralla.
– Muletas -pidió.
– ¿Qué le parece? -Harry se las entregó.
Con las muletas colgadas del brazo, Hércules oteó los jardines del Vaticano. La torre se encontraba a unos treinta metros de distancia. El enano dio media vuelta y le hizo una señal de aprobación.
– Buena suerte.
– Nos vemos dentro -Hércules guiñó un ojo.
Harry lo vio atar la cuerda en un saliente de la pared, sujetar las muletas con un brazo y desaparecer al otro lado.
Por un segundo, Harry titubeó pero, tras echar un vistazo a la calle, saltó. Al caer al suelo, rodó una vez y se puso en pie. Se limpió la chaqueta, inclinó la boina negra sobre el rostro y anduvo aprisa por Viale Vaticano, el mismo camino por donde había venido. Llevaba la Calicó de Scala en el cinturón y el móvil de Adrianna en el bolsillo. Ante él, el contorno negro de los edificios se recortaba contra el cielo cada vez más claro.
CIENTO TREINTA Y OCHO
Vestido con el traje negro y la camisa blanca de la guardia de Farel, y con el cabello negro, muy corto, Thomas Kind se apoyó en la barandilla de la galería exterior de la cúpula de San Pedro y posó los ojos sobre la ciudad de Roma. Hacía dos horas que le habían comunicado que la situación en Pekín estaba bajo control y que los contratos que había suscrito respecto a Li Wen y Chen Yin se habían cumplido.
El primero había muerto en manos de un confiado Chen Yin quien, a su vez, había sido aniquilado de manera rápida pero costosa por un soldado contratado a través de un contacto de la policía secreta de Corea del Norte con enlaces en el Ministerio de Seguridad del Estado chino. Habían trasladado a Li Wen a una base área militar para interrogarlo. Después de pagar a un confidente para que dejara una puerta abierta, Chen Yin se introdujo en el edificio y cumplió su cometido, pero cuando dio media vuelta, creyendo que lo dejarían marcharse tranquilo, entró en escena el segundo sicario que completó el trabajo.
El único cabo suelto que quedaba era el padre Daniel y sus acompañantes. Por órdenes de Palestrina y con la bendición de Farel, Thomas Kind había pasado la mayor parte del día anterior con cinco miembros de la Vigilanza escogidos en persona por el policía del Vaticano. Aunque por fuera lucían las mismas insignias que los miembros de la Guardia Suiza y todos eran católicos y de nacionalidad helvética, cualquier parecido entre unos y otros acababa allí. Mientras que el resto de los guardias eran miembros ejemplares del Ejército suizo, los expedientes de los cinco escogidos incluían las palabras «experiencia militar». Todos habían sido reclutados por Farel, quien los empleaba como escolta personal o de Palestrina. Tres de ellos habían pertenecido a la Legión Extranjera francesa y habían sido expulsados con deshonor antes de cumplirse los cinco años de contrato. Los otros dos habían tenido una infancia conflictiva y habían ingresado varias veces en prisión antes de alistarse en el Ejército suizo, de donde los expulsaron por delito de agresión y, en el caso concreto de Anton Pilger, por intento de homicidio. Los cinco se habían incorporado al cuerpo de la Vigilanza en los últimos siete meses, lo que hacía pensar a Kind que Palestrina ya había previsto esta clase de problemas. Con independencia del motivo de Palestrina, Kind había aprobado a los seleccionados y, después de entregarles fotografías de los hermanos Addison, les explicó el plan.
El único objetivo de los hermanos era liberar al cardenal Marsciano. Por tanto, debían vigilar la torre desde lejos y permitir que los hermanos se acercaran.
Una vez que se hallasen dentro, dispararían contra ellos en el acto, introducirían los cuerpos en el maletero de un coche y los llevarían a una granja de las afueras de Roma, donde los descubrirían uno o dos días después.
Desde su atalaya en la cúpula de la basílica de San Pedro, Thomas Kind oteó la plaza vacía. Una hora más tarde, multitudes de turistas de todo el mundo empezarían a afluir. A Kind le sorprendía lo tranquilo que se sentía desde que había llegado al Vaticano. Quizás esto significaba que su problema tenía un componente espiritual.
Por otro lado, quizás ayudaba la distancia, el hecho de ser el organizador y no el autor de los asesinatos.
Pensó que tal vez mejoraría su salud mental si dejaba de matar y se retiraba de la profesión por completo. La idea lo asustaba, pues significaba admitir que estaba enfermo, que lo seducía el acto de matar, que era un adicto. Sin embargo, como en cualquier enfermedad o adicción, el primer paso hacia la curación consistía en reconocer el problema; puesto que no se hallaba en condición de solicitar ayuda profesional, habría de convertirse en su propio médico y recetarse el tratamiento apropiado.
Thomas Kind recorrió con la vista la ribera del Tíber. El plan que había trazado para los cinco hombres de negro no era excepcional en absoluto, más bien funcional, pero tampoco se trataba de ganar una tercera guerra mundial y, dadas las circunstancias y los efectivos, daría resultado. Bastaba con permanecer alerta y esperar a los hermanos Addison.
Entonces, se habría completado la primera etapa de la curación: dejar que otros ejecutaran las muertes que él había proyectado.
CIENTO TREINTA Y NUEVE
La cocina olía a ron y cerveza, y en su interior se oía el tintineo de cristal. Elena vació en el fregadero el contenido de la última botella de cerveza Moretti. Enjuagó la botella, recogió los otros cuatro envases de Moretti vacíos y los depositó en la mesa donde trabajaba Danny.
En el cuenco grande de cerámica que había ante él, Danny había mezclado cantidades proporcionales de dos ingredientes sencillos: ron de setenta y cinco grados y aceite de oliva. A la derecha, tenía unas tijeras y una caja con bolsas de plástico de medio litro con cierre a presión y, más lejos, las unidades ya completas: diez servilletas de tela cortadas en cuatro piezas empapadas en la mezcla de ron y aceite y enrolladas después en forma de cilindro, colocadas en el interior de las bolsas de plástico y cerradas. En total, había cuarenta cilindros, cuatro en cada una de las diez bolsas.
Al acabar, Danny se secó las manos con una toalla de papel y vertió con cuidado el resto de la mezcla en las cinco botellas de cerveza.
– Corte otra servilleta -pidió a Elena mientras seguía trabajando-. Necesitamos cinco mechas de unos quince centímetros, bien enrolladas.
– De acuerdo. -Elena tomó las tijeras y echó un vistazo al reloj de la cocina.
Roscani se sacó el cigarrillo apagado de la boca y lo aplastó en el cenicero del Alfa. Un segundo más, y habría acabado por encenderlo. El ispettore observó a Castelletti de soslayo, miró por el espejo retrovisor y luego dirigió la vista al frente, hacia la amplia avenida que se extendía ante ellos. Se dirigían al sur por Viale di Trastevere. Roscani estaba intranquilo; no hacía más que pensar en Pio, en cuánto lo echaba de menos y en lo que daría por que se encontrase allí con ellos.
Por primera vez en su vida, Roscani se sentía perdido. Ni siquiera sabía si estaba haciendo lo correcto. Pio le habría hecho ver las cosas desde otra perspectiva, habrían hablado largo y tendido y al final habrían encontrado una solución beneficiosa para todos. Pero Pio no estaba, y debían arreglárselas sin él. Los neumáticos del coche chirriaron al tomar una curva cerrada a la derecha y después otra. A la izquierda se encontraban las vías del tren, y Roscani buscó en vano la locomotora. De pronto doblaron una esquina y ya avanzaban por Via Niccolò V, hacia el Fiat blanco de Scala, aparcado al final de la calle, frente al número 22.