La luz del sol obligó a Hércules a entrecerrar los ojos mientras seguía con la vista el camino de la estación que debían tomar después. Enfrente, detrás de los arbustos donde se ocultaba el segundo grupo de hombres de negro, avistó el helipuerto y, al otro lado, a la derecha, tras los árboles, se hallaba la torre de Radio Vaticano. Miró el reloj.
Danny y Elena entraron en los museos del Vaticano por la puerta principal junto a las otras tres personas en silla de ruedas y sus acompañantes que habían viajado en el mismo autobús: un matrimonio de jubilados estadounidenses -la mujer, regordeta y sonriente, empujaba la silla de su marido, quien llevaba una gorra de béisbol de los Dodgers de Los Ángeles y no quitaba ojo ni a Danny ni a su gorra de los Yankees de Nueva York, lo que significaba que, o había reconocido al sacerdote o bien estaba harto de museos y deseaba hablar de béisbol-; un padre y su hijo, al parecer franceses -el niño tenía unos doce años y llevaba aparatos ortopédicos en las piernas-; y, por último, dos mujeres, con seguridad inglesas, una de mediana edad y la otra de cabello blanco. La más joven empujaba la silla de la mayor, que debía de ser su madre, aunque, por el trato que ésta propinaba a la primera, resultaba difícil determinarlo a ciencia cierta.
Pasaron de uno en uno por la taquilla, donde les indicaron que esperasen el ascensor que los llevaría a la segunda planta.
– Ponte ahí, más cerca de la puerta -espetó la mujer de pelo blanco a su hija-. ¿Por qué te has puesto ese vestido si sabes que no me gusta nada?
Elena se acomodó sobre el hombro la correa de la bolsa al tiempo que miraba la de Danny. Eran unas bolsas negras de nailon muy comunes pero, en lugar de una cámara fotográfica y carretes, contenían cigarrillos, cerillas, las bolsas de plástico rellenas de cilindros empapados en ron y aceite de oliva y las cuatro botellas de cerveza, dos en cada bolsa, repletas del mismo líquido incendiario y con una mecha.
En ese momento se oyó un tintín, se encendió una luz y se abrieron las puertas del ascensor. Danny y los demás aguardaron a que se vaciara antes de apretujarse en su interior mientras la mujer de pelo blanco se ponía a la cabeza.
– Si no les importa, pasaremos primero.
Como resultado, Danny y Elena entraron los últimos y las puertas se cerraron a sus espaldas. Si se hubieran hallado más adelante y hubiesen mirado al frente como el resto, quizá Danny habría divisado a Eaton, acompañado de Adrianna, en el momento en que aquél se volvió desde la taquilla y los vislumbró en el ascensor segundos antes de que se cerraran las puertas.
CIENTO CUARENTA Y TRES
Con paso tranquilo, Harry avanzaba por el interior de la basílica detrás de un grupo de turistas canadienses que se detuvo ante la Piedad de Miguel Ángel, la expresiva escultura de la Virgen con el cuerpo de Cristo. Unos instantes después se alejó de los canadienses y se encaminó al centro de la nave, donde contempló con aire distraído el interior de la cúpula y el baldaquín de Bernini sobre el altar.
Después, siguiendo las instrucciones de Danny, continuó la visita solo. Cruzó hasta el lateral derecho de la iglesia, pasando por delante de los confesionarios de madera, y admiró por unos instantes las esculturas de santa Petronila y san Miguel arcángel antes de llegar al monumento del papa Clemente XIII junto al que encontró un saliente en la pared del que colgaba un tapiz decorativo.
Tras asegurarse de que nadie lo observaba, apartó el tapiz y entró en un pasillo estrecho con una puerta al fondo que se abría a una pequeña escalera que conducía a una segunda puerta que daba al exterior. Una vez fuera, Harry tuvo que entornar los ojos a causa de la intensa luz del sol que iluminaba los jardines del Vaticano.
Elena abrió la puerta de salida de emergencia y la sujetó con el pie mientras pegaba un trozo de cinta adhesiva en el picaporte para evitar que se cerrara por completo.
Satisfecha, salió y soltó la puerta. Después de echar un vistazo al segundo piso del edificio, donde había dejado a Danny junto al servicio de caballeros más próximo a la entrada de la capilla Sixtina, Elena se alejó del museo.
Se acomodó la correa de la bolsa sobre el hombro y atravesó con paso ligero un pequeño patio hasta llegar al punto donde convergían varios senderos, prados y setos decorativos. Se trataba de una de las entradas a los jardines del Vaticano. Ante ella, a la derecha, se hallaba la escalinata doble que conducía a la fuente del Sacramento.
Elena se acercó a los escalones con rapidez y cautela. Si alguien la detenía por el camino diría que se había equivocado de puerta al salir y que estaba perdida.
Ascendió por la escalinata y se acercó a la zona de la fuente, giró a la derecha y divisó varios tiestos al pie de una conífera. Miró en torno a sí con expresión azorada, como si de verdad se hubiese perdido, y, al comprobar que no había nadie, extrajo una riñonera negra de nailon de la bolsa de la cámara y la escondió detrás de los tiestos. Segundos después se puso en pie, miró de nuevo alrededor y volvió a entrar en el edificio por la salida de emergencia. Arrancó la cinta adhesiva del picaporte, cerró la puerta y subió por las escaleras al segundo piso.
CIENTO CUARENTA Y CUATRO
Danny abrió la puerta de la cabina del servicio de caballeros y echó un vistazo al exterior. Había dos hombres de pie, delante de los urinarios, mientras que un tercero se limpiaba los dientes con un palillo delante del espejo. Danny salió de la cabina, se acercó en la silla hasta la puerta del aseo e intentó abrirla. No pudo, había una persona al otro lado que intentaba entrar al mismo tiempo. Danny miró atrás, pero nadie se había percatado de la situación.
– ¡Eh! -gritó una voz al otro lado de la puerta.
Danny se apartó pero, por si acaso, agarró la bolsa de la cámara, dispuesto a arrojarla en caso de necesidad.
La puerta se abrió de golpe y entró el estadounidense con la gorra de los Dodgers. El hombre se detuvo en medio del umbral. Se hallaban frente a frente, silla con silla.
– ¿De verdad es usted hincha de los Yankees? -preguntó con la vista clavada en la gorra de Danny y una sonrisa maliciosa-. Si es así, está loco.
Danny observó la gente que iba y venía por el pasillo detrás del hombre. ¿Dónde estaba Elena? No disponían de mucho tiempo, Harry debía de encontrarse ya en los jardines buscando la riñonera.
– Me gusta el béisbol y colecciono gorras. -Danny reculó-. Entre, y después saldré yo.
– ¿Qué equipos le gustan? -preguntó el hombre sin moverse-. ¡Venga! Dígamelo, ¿qué liga le gusta? ¿La americana o la nacional?
De pronto Elena apareció por detrás del fan de los Dodgers.
Danny lo miró y se encogió de hombros.
– Ya que estamos en el Vaticano, creo que debería escoger a los Padres… Perdone, tengo que irme.
El hombre le dirigió una amplia sonrisa.
– Claro, amigo, pase -dijo mientras entraba y permitía que Danny saliera.
Elena empezó a empujar la silla por el pasillo. De pronto, Danny frenó las ruedas con las manos.
– Pare -ordenó.
Eaton y Adrianna Hall estaban en el otro extremo del corredor y avanzaban con rapidez, alerta, como si buscaran a alguien.
Danny miró a Elena por encima del hombro.
– Dé la vuelta, vamos por el otro lado.
CIENTO CUARENTA Y CINCO
Si hubiera dispuesto de una cabina telefónica, Harry se habría sentido como Superman, pero lo único que había allí era un muro de escasa altura ante unos matorrales, situado al otro lado de la estrecha carretera por la que había venido. Se ocultó detrás de la maleza para desprenderse de la boina y la sotana negras y quedarse en pantalones y camisa de trabajo.