Escondió el disfraz entre los arbustos y tomó un puñado de tierra para frotárselo por la parte delantera de la camisa y los pantalones. Después se alejó del muro, aguardó a que un Fiat negro pasara por la carretera y cruzó con la esperanza de que si alguien lo veía pensara que era un jardinero.
Con paso decidido, cruzó por el césped y tomó el camino de la fuente del Sacramento. Una vez orientado, subió por la escalinata de la derecha y desde arriba observó los alrededores sin divisar a nadie. Enfrente se encontraba el árbol con los tiestos que había designado Danny. A medida que se acercaba a su objetivo, Harry comenzó a ponerse nervioso; cobró conciencia de su propia respiración, sintió la presión de la Calicó automática en la pistolera, bajo la camisa, y se le aceleró el pulso.
Cuando llegó al árbol, miró de nuevo en torno a sí, se arrodilló en el suelo y extendió la mano. Al notar el tacto del nailon en los dedos, suspiró aliviado, pues esto significaba que Danny y Elena estaban allí y que el paquete voluminoso que, en el último minuto, había decidido no llevar consigo por miedo a despertar las sospechas de los vigilantes de la plaza de San Pedro, había llegado a su destino.
Harry se puso en pie y, tras recorrer los jardines con la vista, se ocultó detrás del árbol para sacarse los faldones de la camisa de los pantalones, colocarse el cinturón y acomodar la pistola en la correa. Luego, metió de nuevo la camisa en el pantalón, dejándola suelta en la cintura para disimular el bulto. Una vez completada la operación, Harry se alejó del árbol y descendió por las escaleras. No había tardado más de treinta segundos.
Marsciano oyó el cruel sonido de la llave al girar en la cerradura y, segundos después, Thomas Kind entró en la estancia mientras Anton Pilger lo observaba desde el pasillo con los brazos cruzados.
– Buon giorno, Eminencia -saludó-. Si me lo permite.
Marsciano permaneció inmóvil mientras Kind revisaba la habitación y el cuarto de baño, abría la puerta del balcón y pasaba al exterior. Con las manos sobre la barandilla, oteó los jardines y alzó la vista hacia la pared de ladrillo que conducía al tejado.
Satisfecho, regresó al interior de la habitación, cerró las puertas de cristal y miró a Marsciano con fijeza por unos instantes.
– Gracias, Eminencia -dijo.
Acto seguido cruzó la estancia, salió al pasillo y cerró la puerta tras de sí. Marsciano sintió un escalofrío al oír que la llave giraba en la cerradura.
El cardenal se alejó de la puerta y se preguntó por qué el asesino lo había visitado tres veces en menos de veinticuatro horas para seguir siempre el mismo procedimiento.
CIENTO CUARENTA Y SEIS
– Cuando llegue a la puerta, tuerza a la derecha -le indicó Danny a Elena mientras atravesaban el Salón de los Papas, la última estancia de los aposentos de los Borgia.
Elena jamás había visto al padre Daniel tan inquieto ni ansioso. Cuando la obligó a dar media vuelta en el pasillo percibió un tono apremiante en su voz que delataba algo más que el simple nerviosismo provocado por la situación; era miedo.
Entraron, torcieron a la derecha y avanzaron por un largo pasillo donde se encontraba un ascensor en el lado izquierdo.
– ¡Párese aquí! -ordenó Danny.
Elena se detuvo y pulsó el botón del ascensor.
– ¿Qué sucede, padre? Ha ocurrido algo, ¿verdad?
Por unos instantes Danny contempló a los visitantes que iban y venían de una galería a otra.
– Eaton y Adrianna Hall están en el museo, buscándonos. No debemos permitir que nos encuentren.
En ese momento se abrió la puerta del ascensor. Elena comenzó a empujar la silla de Danny cuando de pronto oyeron una voz familiar a sus espaldas.
– Pasaremos primero, si no les importa.
Al volverse, vieron a la mujer de pelo blanco con su hija. Era la segunda vez que se encontraban frente a frente con una de las personas del autobús. Danny se preguntó si no se trataría de una maldición.
– No, esta vez no, señora. Lo siento. -Danny la fulminó con la mirada mientras Elena introducía la silla en el ascensor.
– Esto es imperdonable -protestó la mujer-. No subiré en el mismo ascensor que usted, señor.
– Gracias.
Danny se inclinó hacia adelante, pulsó el botón y la puerta se cerró delante de las narices de la mujer. Mientras descendían, Danny sacó del bolsillo el juego de llaves que el padre Bardoni le había entregado en Lugano, introdujo una en el panel de botones del ascensor y la hizo girar.
Elena observó que, en lugar de parar en la planta baja, el ascensor proseguía su descenso. Cuando por fin se detuvo, la puerta se abrió a un pasillo de servicio mal iluminado. Danny extrajo la llave del panel y pulsó el botón de bloqueo.
– Bien, ahora a la izquierda y después a la derecha.
Quince segundos más tarde entraban en la sala de máquinas que contenía el sistema de ventilación del museo.
CIENTO CUARENTA Y SIETE
El suelo de mármol, los pequeños bancos de madera revestidos, el altar semicircular con el crucifijo de bronce y el luminoso techo de vidrio de colores componían la capilla privada del Santo Padre.
¿Cuántas veces había estado Palestrina en esa capilla? Allí había orado a solas con el Papa o, en algunas ocasiones, con invitados selectos: reyes, presidentes o jefes de Estado.
No obstante, ésta era la primera vez que el Santo Padre lo convocaba sin previo aviso para rezar a solas con él. Cuando entró en la capilla, el Papa estaba sentado ante el altar en su silla de bronce, con la cabeza inclinada, concentrado en la oración.
– ¿Qué sucede? -inquirió Palestrina.
– Hoy no es un buen día, Eminencia -respondió el Papa con voz apenas audible-. Me he levantado con un mal presentimiento que me oprime el corazón y me causa desasosiego y temor. Ignoro a qué se debe; sólo sé que usted forma parte de ello, Eminencia… -El Papa titubeó antes de continuar-. Cuénteme qué sucede…
– No lo sé, Su Santidad. Para mí hoy es un bonito y caluroso día de verano.
– Entonces rece conmigo porque me haya equivocado, por que no sea más que una sensación que acabará por desaparecer… Ruegue por la salvación de las almas…
El Papa se levantó de la silla y ambos hombres se arrodillaron frente al altar. Palestrina inclinó la cabeza mientras el papa León XIV dirigía sus oraciones, convencido de que, cualquiera que fuera el mal presagio que había tenido el Santo Padre, estaba equivocado.
A pesar de la sensación de terror con la que se despertó a primera hora de la madrugada cuando la llamada de Kind lo arrancó de su pesadilla sobre los espíritus malignos, en esos momentos la situación era inmejorable.
Hacía menos de una hora que Pierre Weggen le había comunicado que, a pesar de la revelación de que los lagos habían sido envenenados, según palabras oficiales, por un «ingeniero de tratamiento del agua trastornado», Pekín había autorizado el plan de reconstrucción del sistema de suministro de agua en un intento, por un lado, de reconfortar y reunificar un país conmocionado y todavía temeroso, y por el otro, de mostrar al mundo que el Gobierno central conservaba el mando. Por tanto, a pesar de las contrariedades, el Protocolo Chino de Palestrina seguiría adelante y, tal como le había prometido Thomas Kind, con las muertes de Li Wen y Chen Yin había eliminado el peligro de que la catástrofe de China se relacionara con Roma. Muy pronto, bajo la batuta de Kind, se borraría la última pista. En realidad, ni el padre Daniel ni su hermano eran espíritus de la muerte, sino simples obstáculos que había que eliminar.