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El Santo Padre se equivocaba; el presagio no representaba la sombra de la muerte de Palestrina, sino una dolencia física y espiritual propia de un hombre de avanzada edad.

CIENTO CUARENTA Y OCHO

10.15 h

Roscani se mordisqueaba los nudillos mientras observaba atento la locomotora que se aproximaba. La máquina era vieja y estaba cubierta de una capa de grasa que tapaba casi toda la pintura verde.

– Ha llegado pronto -comentó Scala desde el asiento posterior.

– Qué más da, lo importante es que ha llegado -respondió Castelletti incorporándose en el asiento delantero.

El Alfa Romeo azul de Roscani estaba aparcado al borde de la carretera entre el ramal que cruzaba las puertas del Vaticano y la Stazione San Pietro. Al pasar la locomotora por su lado, oyeron chirriar las ruedas cuando el conductor frenó y aminoró la marcha hasta detenerse. En ese momento un guardafrenos saltó a la vía y caminó hasta el ramal donde accionó el interruptor manual y tiró de una barra que lo conectaba con las agujas. Momentos más tarde hizo señas al conductor, y la máquina comenzó a avanzar, exhalando una nube de humo marrón por el escape. Al llegar al lugar indicado, el guardafrenos le indicó que se detuviera, colocó las agujas en la posición inicial y subió a la locomotora.

Scala se inclinó hacia delante.

– Si entran ahora, joderán el plan.

Castelletti sacudió la cabeza.

– No te preocupes. Esto es el Vaticano; esperarán hasta que sea la hora de abrir las puertas para entrar a las once en punto.

Ningún ferroviario italiano se arriesgará a cabrear al Papa por llegar demasiado tarde o demasiado temprano.

Roscani miró a Castelletti de soslayo y posó de nuevo la vista sobre la máquina. Cada vez se sentía más intranquilo por lo que había hecho; quizá su deseo de justicia había sido demasiado fuerte y lo había persuadido de que los Addison le ayudarían a hacerla, pero cuanto más pensaba en ello, más consciente era de que todos estaban locos, sobre todo él, por autorizar la operación. Por mucho que los Addison creyeran que estaban preparados, se equivocaban; no estaban listos para enfrentarse a los hombres de Farel ni mucho menos a Thomas Kind en persona. Pero ya era demasiado tarde para pensar en ello, pues la operación ya estaba en marcha.

10. 17 h

Danny estaba en el suelo, con las piernas torcidas debajo del cuerpo. Ante sí tenía un papel de periódico sobre el que colocó el último de los ocho cilindros de tela empapados en ron y aceite, dispuestos en fila con una separación de veinte centímetros entre cada uno justo delante de la toma de aire del sistema de ventilación central de los museos del Vaticano.

«Oorah! -gritó Danny para sí-. Oorah!» ¡Preparado para matar! Era el antiguo grito de batalla de los celtas adoptado por los marines, un grito estimulante y escalofriante a la vez que provenía del fondo del alma.

Hasta el momento sólo habían preparado el terreno, a partir de ese momento comenzaba la acción, y su mente funcionaba como la de un guerrero.

«Oorah!», repitió para sí al acabar. Se volvió a Elena, que permanecía de pie detrás de él con un cubo metálico en las manos lleno de una docena de trapos empapados en agua.

– ¿Lista?

Elena asintió con la cabeza.

– Bien.

Danny echó un vistazo al reloj, encendió una cerilla y la acercó a los cilindros de tela. Éstos prendieron de inmediato despidiendo una nube de humo marrón e hicieron arder los periódicos. Danny echó más papel de diario arrugado al fuego y, en cuestión de segundos, había creado una impresionante hoguera.

– ¡Ahora! -gritó.

Elena se acercó corriendo, y entre los dos sacaron los trapos mojados del cubo y los extendieron, uno a uno, encima de las llamas.

El fuego se extinguió casi de inmediato dejando una nube de humo marrón blanquecino que, en lugar de propagarse por la sala de máquinas, fue aspirada por el sistema de ventilación.

Satisfecho, Danny se inclinó hacia atrás y Elena lo ayudó a subir a la silla de ruedas.

Danny alzó la vista y miró a Elena.

– Sigamos -dijo.

CIENTO CUARENTA Y NUEVE

10.25 h

Harry, oculto a la sombra de unos pinos situados al noreste del museo Carriage, aguardaba a que pasara el coche eléctrico del jardinero. Una vez despejado el camino, salió de su escondite y empezó a maldecir y a pelearse con la cremallera atascada de la riñonera que llevaba debajo de la camisa. Cuando por fin logró sacar la bolsa de plástico, extrajo de ella uno de los cilindros aceitosos y la guardó de nuevo en la riñonera. A lo lejos, cerca de la basílica de San Pedro, divisó a dos guardias con camisa blanca que caminaban por un sendero en dirección al Ufficio Centrale di Vigilanza, la comisaría de policía del Vaticano. Harry cayó en la cuenta de que el edificio no se encontraba a más de cien metros de la estación de ferrocarril.

– Dios mío -dijo en voz alta.

Se arrodilló de golpe, reunió un montón de agujas de pino, colocó el cilindro de tela cerca de la parte inferior y acercó un encendedor. Ardió al instante, prendiendo fuego a las agujas secas cercanas. Harry contó hasta cinco y sofocó el fuego con más agujas de pino. Las llamas se convirtieron de inmediato en humo. Luego, cuando se reavivaron, hizo varios montones de hojas mojadas que recogió de debajo de un seto recién regado.

En ese instante oyó el primer aullido de las sirenas procedente de los museos del Vaticano. Harry echó más hojas al fuego hasta obtener una nube de humo espesa, echó un vistazo alrededor y ascendió deprisa por la colina hacia la avenida Central del Bosque.

Elena miraba absorta el ascensor, intentando no pensar en el pánico de los visitantes o en el daño que el humo podía causar a las obras de arte de valor incalculable. «Muy poco o ninguno», la había tranquilizado el padre Daniel. En ese momento las puertas se abrieron al olor del humo y al sonido estridente de las alarmas contra incendios.

– ¡Vamos! -la apremió Danny. Elena comenzó a empujar la silla y pronto se vieron rodeados de un enjambre de turistas desesperados que corrían a las órdenes de unos guardias de camisa blanca.

– Hacia las puertas del fondo -indicó Danny.

– Bien.

Elena sentía la adrenalina correr por sus venas mientras atravesaba la cortina de humo. De pronto, y sin razón aparente, pensó en Harry y en la manera en que la había mirado sin decir nada cuando él y Hércules abandonaban el apartamento en la oscuridad de la madrugada. No fue una mirada de preocupación ni de miedo, sino de amor, una mirada profunda. Elena no sabía describirla, pero había sido sólo para ella y permanecería grabada en su mente para siempre, pasara lo que pasase.

– ¡Por aquí! -dijo Danny de repente.

El tono apremiante de su voz la devolvió a la realidad. Elena siguió sus instrucciones, empujando la silla a través del gentío hasta un patio exterior donde el ulular de las sirenas ahogaba los gritos de las personas que salían en tropel por las puertas. Danny abrió la bolsa de la cámara y sacó tres cilindros de tela y tres cajas de cerillas con unos cigarrillos sin filtro insertados que harían las veces de mecha.

– ¡Allí! -Danny señaló el primero de los tres contenedores de basura, separados entre sí por unos veinte metros.

El humo emanaba de todas las ventanas y puertas abiertas, por todas partes había gente que corría y salía al patio gritando asustada.

Danny tomó las cajas de cerillas con los dedos aceitosos y las introdujo en los cilindros.

– Más despacio -dijo al aproximarse al primer contenedor. Prendió la mecha con una cerilla y, tras mirar en torno a sí, la echó en el contenedor.