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– Bien.

A continuación repitieron el proceso con los otros dos contenedores.

A sus espaldas, la llama consumió el primer cigarrillo hasta llegar a la caja de cerillas y, entonces, en un suspiro, prendió fuego al cilindro de tela y al contenido del receptáculo.

– Entremos -gritó Danny por encima del estruendo de las sirenas y alarmas.

Elena empujó la silla a la puerta más próxima, por donde centenares de personas seguían huyendo del espeso humo.

En ese momento avistaron en el tejado a media docena de vigili del fuoco -bomberos del Vaticano- que corrían buscando las llamas, lo cual significaba que no habían encontrado todavía el origen del humo. De repente, uno de los bomberos se detuvo en medio del tejado y señaló un punto del patio mientras gritaba algo, el resto miró en la misma dirección, y Danny y Elena supieron que habían descubierto los contenedores en llamas.

Se hallaban en el umbral.

– Scusi, scusi -gritó Elena empujando la silla y, como por milagro, la gente se apartó para dejarla pasar. Una vez en el interior, avanzaron por un pasillo siguiendo a una miríada de personas que corrían hacia el mismo lugar. El padre Daniel extrajo el móvil del bolsillo de la camisa y marcó un número.

– Harry, ¿dónde estás?

– En la cima de la colina. El número dos está ardiendo.

Harry cruzaba con paso veloz una plantación de coníferas hacia el rincón nororiental de los jardines, intentando no pensar que el plan estaba funcionando y que sólo eran tres. Danny había recalcado una y otra vez que el éxito de toda operación de guerrilla dependía de la organización, el factor sorpresa y la determinación individual y, hasta el momento, había acertado.

A sus espaldas, a unos cincuenta metros de distancia, distinguía las torres de Radio Vaticano. A unos cincuenta metros colina abajo divisó una columna de humo detrás del seto que acababa de dejar y, más lejos, las fumaradas del primer incendio que ascendían con lentitud.

– No hay viento, Danny -dijo Harry por el teléfono-. El humo no se dispersará.

– Ve hacia las válvulas de cierre.

– De acuerdo.

Harry atravesó uno de los setos de protección y encontró las tuberías que se ramificaban desde el suelo, donde se encontraban las válvulas de control de lo que parecía ser el cierre del suministro de agua. Sin embargo, según Danny, no lo era; sólo se trataba de una llave de cierre secundaria antigua que casi nunca se utilizaba y, a menos que los técnicos de mantenimiento llevaran mucho tiempo trabajando allí, lo más probable es que desconocieran su existencia. Aun así, si cerraba esa válvula, cortaría el suministro de agua al Vaticano a partir de ese punto, lo que afectaría a todas las construcciones inferiores, incluida la basílica de San Pedro, el palacio del Vaticano y los edificios administrativos.

– Ya estoy aquí. Son dos válvulas idénticas, una frente a la otra.

Elena inclinó la silla hacia atrás para bajar por las escaleras y adentrarse todavía más en el humo.

– ¿Muy oxidadas? -Danny tosió.

– No lo sé. -La voz de Harry crepitaba al otro lado de la línea.

Elena se detuvo al pie de las escaleras, abrió su bolsa y extrajo dos pañuelos húmedos, cubrió con uno la nariz y la boca de Danny y se lo ató por detrás de la cabeza. A continuación, se colocó el otro y siguió empujando la silla hasta la galería de esculturas Chiaramonti, donde los bustos de Cicerón y de Heracles con su hijo, la estatua de Tiberio y la cabeza colosal de Augusto, desaparecieron envueltas por la cortina de humo y la multitud desesperada que corría en ambas direcciones de la estrecha galería en busca de la salida.

– Harry. -Danny se encorvó sobre el teléfono.

– La primera ya está, la segunda…

– ¡Corta el agua ya!

– En cuanto pueda, Danny.

Harry hizo una mueca al aplicar todas sus fuerzas para cerrar la segunda llave oxidada, pero ésta cedió con tanta rapidez que le despellejó los nudillos, y el teléfono cayó al suelo a unos cuatro metros de distancia.

– ¡Mierda!

Con los pañuelos en la cara parecían forajidos del Oeste. Elena apartó la silla de Danny para ceder el paso a media docena de turistas japoneses que corrían de la mano, asfixiándose y llorando a causa del humo.

En ese momento Elena vio por una ventana a un grupo de hombres armados con fusiles, vestidos con camisa azul y boina, que corrían por el patio.

– Padre -advirtió Elena alarmada.

– La Guardia Suiza -dijo Danny tras echar un vistazo y se volvió hacia el teléfono mientras Elena empujaba la silla.

– Harry.

– Harry…

– ¿Qué?

Harry estaba agachado intentando recoger el teléfono que había caído al suelo y chupándose la sangre de los nudillos.

– ¿Qué ocurre?

– Ya he cortado la puta agua, ¿de acuerdo?

Al llegar al final de la galería, Danny levantó la mano, y Elena detuvo la silla. Delante había una verja cerrada que conducía a la Gallería Lapidaria, y, a primera vista, no había gente en su interior.

Era la primera vez que estaban solos, la multitud se movía en la dirección opuesta.

– Voy al número tres, ¿habéis salido ya? -preguntó Harry.

– Faltan dos paradas.

– Corred, por Dios.

– Fuera está la Guardia Suiza.

– Olvídate de las dos últimas paradas.

– Entonces tendrás a Farel y a los guardias encima.

– Pues deja de hablar y hazlo.

– Harry. -Danny miró atrás; por la ventana veía a los guardias con máscaras antigás y a los bomberos con bombonas de aire y hachas-. Eaton está aquí, con Adrianna Hall.

– ¿Cómo demonios…?

– No lo sé.

– ¡Mierda! ¡Danny, olvídate de Eaton y sal pitando de allí!

CIENTO CINCUENTA

– Es una maniobra de distracción.

Thomas Kind se encontraba en el camino situado al pie de la torre mientras observaba el humo que ascendía de los museos y hablaba por radio. Desde allí oía las sirenas de los vehículos de urgencias procedentes de diferentes puntos de la ciudad.

– ¿Qué va a hacer? -preguntó Farel por radio.

– Mis planes no han cambiado, y los suyos tampoco deben variar. -Kind apagó de golpe la radio y regresó a la torre.

Agazapado en el muro, Hércules ató el último nudo del lazo al tiempo que observaba a Thomas Kind regresar a la torre hablando por radio. Más abajo, los hombres de Farel continuaban apostados detrás del seto. Hércules esperó a que Thomas Kind desapareciera. Entonces, con las muletas atadas a un trozo de cuerda y colgadas del hombro, avanzó por el muro y, tras titubear por un segundo, lanzó la soga por encima del tejado.

El lazo se prendió de un saliente de hierro pero se soltó. Al verlo caer, Hércules miró en torno a sí: vio a lo lejos el humo de los edificios del Vaticano y, en la colina, detrás de los árboles, más humo.

De pie en el muro, lanzó de nuevo la cuerda y volvió a fallar. Soltó una maldición y lo intentó otra vez. Al quinto intento la cuerda quedó sujeta, y, tras comprobar que aguantaría su peso, el enano comenzó a ascender por el lateral de la torre con las muletas a la espalda. Momentos más tarde escaló el techo de tejas rojas y blancas y se perdió de vista.

CIENTO CINCUENTA Y UNO

– ¡Mierda! -Eaton tosió tapándose la boca con un pañuelo y, con ojos llorosos, buscó desde la ventana superior de la galería de los Tapices una silla de ruedas en el patio en medio de la multitud. Ya había localizado y descartado a dos minusválidos, pero no tenía idea de dónde se encontraban el padre Daniel y la enfermera.

A pesar del humo, la tos, los ojos lacrimosos y el pánico, nada impedía a Adrianna seguir hablando por el teléfono móvil. Tenía dos unidades móviles fuera, una en la basílica de San Pedro y la otra a la entrada de los museos del Vaticano; había dos más en camino y pronto llegaría un helicóptero de la costa adriática que cubría unas maniobras navales del ejército.