Robert Silverberg
El día en que desapareció el pasado
El día en que un loco antisocial echó una droga productora de amnesia en el sistema de abastecimiento del agua de San Francisco fue uno de los días más cálidos que la ciudad había disfrutado en mucho tiempo. La nube cargada de humedad que lo había cubierto todo durante tres semanas se alejó al fin ese miércoles por la bahía, en dirección a Berkeley, y salió un sol radiante que ofreció a la vieja ciudad el día más caluroso del año 2003. Subió la temperatura a casi treinta grados, e incluso los anticuados, los que aún no habían aprendido a leer el termómetro centígrado, advirtieron que hacía calor. Los aparatos de aire acondicionado zumbaban desde Golden Gate hasta el Embarcadero. La Compañía de Gas y Electricidad del Pacífico observó la mayor carga por hora en la historia entre las dos y las tres de la tarde. Los parques estaban abarrotados. La gente bebía mucha agua, algunos más que otros. Hacia la caída del sol, los que más habían bebido empezaban ya a olvidar cosas. A la mañana siguiente, todos en la ciudad tenían problemas, con sólo algunas excepciones. Realmente, había sido un día ideal para cometer aquel crimen monstruoso.
La víspera del día en que desapareció el pasado, Paul Mueller pensaba seriamente en abandonar el Estado y refugiarse en uno de los santuarios de los deudores. Reno, tal vez. O Caracas. No todo había sido culpa suya, pero andaba ya por el millón en números rojos, y los acreedores se estaban volviendo incontrolables. Habían llegado al extremo de enviar a sus robots cobradores de recibos para acosarle personalmente, y eso cada tres horas.
—¿Señor Mueller? Tengo el deber de notificarle que su cuenta con los Recreadores de la Era Moderna, S.A., presenta un saldo acreedor de 8.005,97 dólares. Hemos acudido a su representante financiero y descubierto su estado de insolvencia. Por lo tanto, a menos que efectúe un pago de 395,61 dólares el día 11 del corriente mes, nos veremos en la obligación de iniciar el proceso de confiscación contra su persona. En consecuencia, le aconsejo…
—… la suma de 11.554,97 dólares, pagadera el 9 de agosto de 2002, no ha sido recibida todavía por Luna Tours, Lim. Conforme a las Leyes del Crédito de 1995, hemos solicitado una orden de embargo contra usted y contamos con recibir un decreto de servicio personal, caso de no obtener el pago de…
—… los intereses de su cuenta en descubierto siguen creciendo, como se especifica en su contrato, a razón del cuatro por ciento mensual…
—… el pago acumulado que se presenta ahora requiere el abono inmediato de…
Mueller ya estaba acostumbrado a la rutina. Los robots no podían telefonearle —la Compañía Telefónica del Pacífico le había cortado la línea hacía meses—. Por eso venían a su casa, muy corteses, máquinas de rostro de póquer, con los emblemas de sus respectivas compañías. Sus voces suaves y susurrantes le decían exactamente hasta qué punto ascendían sus deudas en ese momento, cómo se acumulaban los recargos y lo que planeaban hacer con él a menos que cancelara sus deudas de inmediato. Si intentaba escapar de ellos, se limitaban a seguirle por las calles como servidores infatigables, proclamando su vergüenza ante toda la ciudad. Por eso no intentaba rehuirles. Pero pronto empezarían a materializarse sus amenazas.
Podían hacerle cosas horribles. El decreto de servicio personal, por ejemplo, le convertiría en un esclavo. Sería un empleado de su acreedor, con un sueldo estipulado por el tribunal. Cada centavo que ganara se dedicaría a liquidar su deuda, mientras el acreedor le proveería de un mínimo de comida, vivienda y ropas. Podía verse obligado durante dos o tres años a realizar trabajos manuales, que ni siquiera un robot querría hacer, sólo para satisfacer esa deuda. Los procesos de confiscación personal eran incluso peores. Según la ley, podía muy bien acabar como el servidor de uno de los ejecutivos de una compañía acreedora, limpiando zapatos y doblando camisas. También podían conseguir un entredicho por tiempo indefinido. En ese caso, él y sus descendientes, si los tenía, pagarían un porcentaje de sus ingresos anuales a lo largo de siglos y siglos hasta que la deuda, y el interés compuesto de la misma, quedara al fin satisfecha. Había aún otros medios para entendérselas con los infractores.
Imposible recurrir a la bancarrota. El gobierno, tanto el federal como el estatal, había abolido las leyes de la bancarrota en 1995, después de la llamada Epidemia de Créditos de la década de 1980, durante la cual, y por algún tiempo, llegó a estar de moda el acumular las deudas locamente y ponerse después a merced de los tribunales. La cómoda solución de la bancarrota ya no existía. Si eras insolvente, los acreedores te tenían cogido por el cuello. La única vía de escape era la huida a un santuario de deudores, lugar donde las leyes locales prohibían la extradición por deudas. Había una docena de esos santuarios, en los que era posible vivir bien siempre que uno poseyera alguna habilidad especial, de las que se cotizan a alto precio. Claro que se necesitaban fondos, porque en un santuario de deudores todo se hacía sobre la base estricta del pago al contado. Y por adelantado, además, incluso para un simple corte de pelo. Mueller tenía una habilidad que, en su opinión, le permitiría sobrevivir: era un artista, un constructor de esculturas sónicas, trabajo que seguía gozando de gran demanda. Simplemente necesitaba unos cuantos miles de dólares para comprar los instrumentos básicos de su arte —su equipo de esculpir le había sido requisado hacía semanas— y abrir un estudio en uno de los santuarios, lejos del alcance de los robots sabuesos. Confiaba en encontrar a un amigo que le prestara esos miles de dólares. En nombre del arte, por así decirlo. Era una buena causa.
Si se quedaba en el área del santuario durante diez años consecutivos, se vería absuelto de sus deudas y podría volver como hombre libre. Sólo había una pega, y no pequeña. Una vez que un hombre se acogía al santuario, se le prohibía el acceso a todos los canales de crédito a su regreso al mundo exterior. Ni siquiera se le concedería una tarjeta de crédito de la Caja Postal, mucho menos un préstamo bancario. Mueller no estaba seguro de poder vivir de ese modo, pagando al contado el resto de su vida. Sería terriblemente pesado y aburrido. Peor, resultaría algo verdaderamente arcaico.
Tomó nota en su libreta: Llamar a Freddy Munson por la mañana y pedirle tres de los grandes. Comprar el billete a Caracas. Comprar los instrumentos para esculpir.
La suerte estaba echada, a menos que cambiara de opinión por la mañana.
Miró tristemente la fila de resplandecientes edificios, construidos después del terremoto a lo largo de las calles que bajaban en cuesta desde Telegraph Hill hacia el Embarcadero. Brillaban a la luz poco familiar del sol. Un hermoso día para suicidarse en la bahía. ¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición! Pronto cumpliría los cuarenta años. Había venido al mundo el mismo día en que lo dejara el presidente John Kennedy. Nacido en una mala hora, condenado a un negro destino, gruñó Mueller. Fue al grifo y bebió un vaso de agua. Era la única bebida que podía permitirse ahora. Se preguntó cómo se las había arreglado para meterse en semejante lío. ¡Casi un millón de deudas!
Se echó a dormir una siesta.
Cuando se despertó, hacia medianoche, se sintió mejor que no se había sentido en mucho tiempo. Parecía que una nube negra se hubiese alejado de su mente, como se alzara de la ciudad ese día. Mueller se sentía realmente de buen humor. Y no sabía por qué.
En una elegante mansión de Marina Boulevard, el Fabuloso Montini estaba ensayando su acto. El Fabuloso Montini era un mnemotécnico profesional, un hombre bajo y delgado, de sesenta años, que jamás olvidaba nada. Muy tostado por el sol, su pelo oscuro se apartaba de la frente en un ángulo muy marcado. Los ojos negros brillaban de confianza y los finos labios se curvaban despectivamente. Cogió un libro de un estante y lo dejó caer al azar. Era una antigua edición de Shakespeare, en un solo volumen, algo ya familiar en su actuación en el club nocturno. Miró la página, asintió, miró brevemente otra, luego otra, y sonrió con su sonrisita particular. La vida se mostraba amable con el Fabuloso Montini. Ganaba sus buenos 30.000 dólares a la semana cuando estaba de gira, ya que había convertido aquel don en una empresa provechosa. Mañana por la mañana, inauguraba una semana en Las Vegas; luego se iría a Manila, Tokio, Bangkok, El Cairo…, o dar la vuelta al mundo. En doce semanas, obtendría las ganancias de todo un año. Luego, descansaría de nuevo.