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Carole insistió en pasar la noche del jueves con él.

—Ya no somos marido y mujer —le recordó Paul—. Estamos divorciados.

—¿Desde cuándo eres tan convencional? Vivimos juntos antes de casarnos, lo mismo podemos vivir juntos después de haber estado casados. A lo mejor estamos inventando un nuevo pecado, Paul. Relaciones postmatrimoniales.

—Esa no es la cuestión. La cuestión es que llegaste a odiarme por mis problemas financieros y que me dejaste. Si intentas volver ahora conmigo, vas contra tu propia decisión lógica y deliberada del pasado enero.

—Para mí, aún faltan cuatro meses para ese enero que dices —rebatió ella—. No te odio. Te quiero. Te he querido siempre y siempre te querré. No consigo imaginar cómo llegué a separarme de ti, pero, en cualquier caso, no recuerdo el divorcio, ni lo recuerdas tú entonces, ¿por qué no podemos seguir a partir del punto en que se borró todo de nuestra memoria?

—Entre otras cosas, porque da la casualidad de que ahora eres la esposa de Pete Castine.

—Eso me suena completamente irreal. Como algo que hubieras soñado.

—Freddy Munson me lo dijo. Y es verdad.

—Si volviera ahora con Pete —dijo Carole—, me sentiría en pecado. ¿Quieres que me meta en la cama con Pete simplemente porque se supone que me he casado con él? No le quiero. Te quiero a ti. ¿No puedo quedarme aquí?

—¿Pero y si Pete…?

—¡Si Pete, si Pete, si Pete…! En mi conciencia, sigo siendo la señora de Paul Mueller, y en tu conciencia también. Así que al diablo con Pete, y con lo que Freddy Munson te haya dicho y con todo lo demás. Esta discusión es estúpida. Dejémosla. Si quieres que me vaya, dímelo ahora bien claro. De otro modo, me quedo.

No podía decirle que se fuera.

Sólo tenía la litera pequeña, pero se las arreglaron para compartirla. Era incómoda; sin embargo, resultó divertido. Paul llegó a sentirse como si de nuevo tuviera veinte años. Por la mañana, tomaron juntos una buena ducha y, luego, Carole salió a comprar algunas cosas para el desayuno, ya que les habían cortado el servicio y él no podía pedir el desayuno apretando un botón. Ante la puerta, un robot le habló en el momento en que Carole salía:

—Se ha solicitado ya el decreto de servicio personal, señor Mueller. Ahora está pendiente de juicio.

—No te conozco —dijo Mueller—. ¡Lárgate!

Hoy, se dijo, iría a buscar a Freddy Munson y, como fuera, conseguiría de él algún dinero. Compraría los instrumentos que necesitaba y empezaría a trabajar otra vez. Que el mundo exterior enloqueciera; mientras él pudiera trabajar, todo iría bien. Si no lograba encontrar a Freddy, tal vez el crédito de Carole le permitiera hacer las compras. Estaba legalmente divorciada de él, y sus problemas de crédito no la afectarían. Siendo la señora de Peter Castine, sin duda dispondría de un par de los grandes para pagar a Metchnikoff. Probablemente los bancos estarían cerrados hoy por la crisis de amnesia, pensó Mueller, pero sin duda Metchnikoff no le pediría a Carole el pago en efectivo. Cerró los ojos e imaginó lo agradable que sería crear cosas de nuevo.

Hacía una hora que se había ido Carole. Cuando regresó con la bolsa de la compra, Pete Castine iba con ella.

—Me siguió —explicó Carole—. Se niega a dejarme en paz.

Castine era un hombre delgado, de aspecto controlado, muy atlético, unos años mayor que Mueller —posiblemente había cumplido ya los cincuenta—, pero de aire juvenil. Dijo serenamente:

—Estaba seguro de que Carole había venido aquí. Es muy comprensible, Paul. Pasó aquí toda la noche, supongo.

—¿Importa eso? —preguntó Mueller.

—Hasta cierto punto. Prefiero que haya pasado la noche con su anterior marido que con cualquier otro.

—Estuvo aquí toda la noche, sí —confesó Mueller cansadamente.

—Me gustaría que volviera a casa ahora conmigo. Es mi esposa, después de todo.

—Ella no lo recuerda. Ni yo tampoco.

—Lo sé —dijo Castine amablemente—. En cuanto a mí, he olvidado todo lo que me sucedió antes de los veintidós años. No podría decirte ni el nombre de pila de mi padre. Sin embargo, y como realidad objetiva, Carole es mi esposa. Vuestro divorcio fue un asunto bastante desagradable y creo que ella no debería seguir aquí.

—¿Por qué me dices a mí todo eso? —pregunto Mueller—. Si quieres que tu esposa vuelva a casa contigo, pídeselo a ella.

—Ya lo he hecho. Y dice que no se irá de aquí a menos que tú se lo ordenes.

—Es cierto —intervino Carole—. Yo sí sé de quién creo ser esposa. Si Paul me echa, volveré contigo. Pero no por otra razón.

Mueller se encogió de hombros.

—Sería un idiota si la echara de aquí, Pete. La necesito y la quiero. Y fuera lo que fuese lo que sucedió, ya no tiene ninguna realidad para nosotros. Sé que resulta dura para ti, pero no puedo evitarlo. Supongo que no tendrás problemas para conseguir la anulación en cuanto los tribunales promulguen ley para casos como éste.

Castine guardó silencio unos momentos. Al fin, dijo:

—¿Cómo va tu trabajo, Paul?

—Parece que no hice nada en todo un año.

—Exacto.

—Estoy planeando comenzar de nuevo. Podría decirse que Carole me ha inspirado.

—Espléndido —asintió Castine, sin ninguna entonación especial—. Confío en que esta pequeña confusión sobre nuestra… esposa compartida no interfiera en las armoniosas relaciones artista-marchan te de que solíamos disfrutar.

—En absoluto —dijo Mueller—. Seguirás disponiendo de toda mi producción. ¿Por qué diablos habría de mostrarme resentido por lo que hiciste? Carole era libre cuando te casaste con ella. Sólo hay un problema.

—¿Cuál?

—Estoy arruinado. No tengo instrumentos, no puedo trabajar sin instrumentos y carezco de medios para comprarlos.

—¿Cuánto necesitas?

—Dos y medio de los grandes.

—¿Dónde está tu control de datos? —preguntó Castine—. Te haré una transferencia de crédito.

—La compañía telefónica lo desconectó hace mucho tiempo.

—Permíteme entonces que te firme un cheque. Digamos tres mil. Como adelanto sobre futuras ventas. —Castine rebuscó un rato antes de localizar un cheque en blanco—. E! primero que escribo en unos cinco años quizá. Resulta raro, una vez te has acostumbrado a hacerlo todo por teléfono. Aquí tienes, y buena suerte. A los dos. —Les saludó con una seca y amarga inclinación de cabeza—. Espero que seáis felices juntos. Y llámame cuando hayas terminado alguna pieza, Paul. Enviaré el camión. Supongo que, para entonces, te habrán conectado el teléfono.

Y abandonó el apartamento.

—Olvidar es una bendición —dijo Nate Haldersen—. La remisión por el olvido, lo llamo yo. Lo que ha sucedido en San Francisco esta semana no significa necesariamente un desastre. Para algunos de nosotros, ha sido lo mejor del mundo.

Le escuchaban al menos cincuenta personas, sentadas a sus pies. Se hallaba en el quiosco de la banda, en el parque, frente al Museo De Young. Caía ya la noche. Finalizaba el viernes, el segundo día completo tras la crisis de la memoria. Haldersen había dormido en el parque la noche anterior y planeaba dormir allí de nuevo aquella noche. Después de escapar del hospital, se había enterado de que su apartamento había sido clausurado hacía mucho tiempo y almacenados sus muebles. No le importaba. Viviría de la tierra y robaría su comida. La llama de la profecía ardía en él.

—Dejadme que os cuente lo que me ocurrió —gritó—. Hace tres días estaba en un hospital para enfermos mentales. Alguno sonreirá, quizá, y me dirá que debería volver allí de nuevo. ¡No! No lo comprendéis. Era incapaz de enfrentarme al mundo. Dondequiera que fuese, veía familias felices, padres e hijos, y eso me hacía enfermar de envidia y odio. No podía vivir en sociedad. ¿Por qué? ¿Por qué? Porque mi esposa y mis hijos murieron en el desastre aéreo de 1991, por eso. Y perdí el avión porque estaba cometiendo adulterio aquel día. Por mi pecado murieron ellos. ¡Y seguí viviendo en un tormento interminable! Ahora todo se ha borrado de mi mente. He pecado, he sufrido… ¡Al fin me siento redimido gracias a este misericordioso olvido!