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Todo se resumía, pensó Munson, en el índice de probabilidades. ¿Descubriría alguien las discrepancias en las cuentas antes de que hallara el modo de escapar a la Luna, o su salida llegaría demasiado tarde? Llevado a ese límite, la cuestión se convertiría en una apuesta interesante, en vez de ser generadora de pánico. Dedicaría el fin de semana a encontrar un medio de salir de San Francisco y, si fallaba, trataría de mostrarse estoico y enfrentarse a lo que le esperaba.

Ya más sereno, recordó que había prometido unos cuantos miles de dólares a Paul Mueller para ayudarle a equipar su estudio de nuevo. Se entristeció al descubrir que se le había ido de la memoria. Le gustaba ayudar. E incluso ahora, ¿qué significaban para él dos o tres de los grandes? Disponía de mucho activo recuperable. Lo mismo daba que le prestara un poco de dinero a Paul, antes de que los abogados cayeran sobre él.

Sin embargo, había un problema. Contaba con menos de cien dólares en efectivo —¿quién se molestaba en llevar dinero encima?— y no podía ordenar por teléfono una transferencia de fondos a la cuenta de Mueller porque Paul ya no tenía una cuenta con la computadora, ni siquiera teléfono. Tampoco había modo de conseguir tanto dinero en efectivo a esta hora de la tarde, especialmente estando la ciudad paralizada. Y se aproximaba el fin de semana. Por fin, Munson tuvo una idea. ¿Y si se iba de compras con Mueller mañana y cargaba sencillamente en su propia cuenta lo que necesitara el escultor? Estupendo. Tomó el teléfono para arreglar la cita, recordó que Mueller no lo tenía y decidió decírselo en persona. Ahora mismo. De todos modos, le vendría bien tomar el aire.

Casi esperaba hallar robots policía ante su puerta, aguardando para detenerle. Pero, por supuesto, nadie le buscaba aún. Salió al garaje. Era una noche espléndida, fría, estrellada, con un poquito de niebla por el este. Las luces de Berkeley brillaban entre la niebla. Las calles estaban vacías. Por lo visto, en momentos de crisis la gente se quedaba en casa. Fue rápidamente a la de Mueller. Cuatro robots aguardaban ante ella. Munson los miró de reojo, con la mirada cansada del hombre que sabe que el alguacil le perseguirá también en poco tiempo. Mueller en cambio, cuando salió a abrirle, no hizo el menor caso de ellos.

—Lamento haber faltado a mi cita contigo —dijo Munson—. El dinero que te prometí.

—No importa, Freddy. Pete Castine estuvo aquí esta mañana y me prestó los tres grandes. Ya tengo el estudio dispuesto de nuevo. Entra y mira.

—¿Pete Castine? —preguntó Munson, entrando.

—Una buena inversión para él. Gana dinero si cuenta con obras mías para vender, ¿no? Por su propio interés, me ayudará a empezar de nuevo. Carole y yo hemos estado arreglando las cosas todo el día.

—¿Carole? —preguntó Munson.

Mueller le hizo pasar al estudio. Todo el equipo de un escultor sónico estaba esparcido por el suelo: una parrilla de soldar, una campana de vacío, un gran tanque de mezclas, algunos lingotes y alambres, etc. Carole metía las cajas vacías en la unidad de eliminación de desperdicios que había en la pared. Alzando la vista, sonrió algo insegura y se pasó la mano por los largos cabellos oscuros.

—Hola, Freddy.

—¿Otra vez somos todos buenos amigos? —preguntó éste desconcertado.

—Nadie recuerda que hayamos sido enemigos —contestó ella. Se echó a reír—. ¿No es maravilloso que hayas perdido la memoria?

—Maravilloso —repitió Munson tristemente.

El comandante Braskett dijo:

—¿Puedo ofrecerles un poco de agua?

Tim Bryce sonrió. Lisa Bryce sonrió. Ted Kamakura sonrió. Incluso el alcalde Chase, aquella pobre mente en blanco, sonrió. El comandante Braskett comprendió esas sonrisas. Incluso ahora, después de tres días de contacto íntimo bajo tensión constante, seguían creyéndole un chiflado.

Había hecho que le enviaran de su casa la provisión semanal de agua embotellada al puesto de mando, aquí, en el hospital. Todo el mundo insistía en decirle que ya era seguro beber el agua del municipio, que ya habían desaparecido por completo de la misma las drogas de la memoria. No comprendían que su aversión a beber agua del grifo se remontaba a un tiempo en el que aún no se conocían las drogas de la memoria. Había otros muchos productos químicos en el sistema, después de todo.

Alzó el vaso en un airoso brindis y les guiñó un ojo. Tim Bryce dijo:

—Comandante, nos gustaría que se dirigiera de nuevo a la ciudad a las diez y media de esta mañana. Aquí tiene el texto.

Braskett repasó la página. Se refería principalmente a la anulación de la orden de hervir el agua antes de bebería.

—Quieren que me dirija a todos los medios y diga a la gente de San Francisco que ya pueden beber con toda tranquilidad agua del grifo, ¿no? —preguntó—. Resulta algo violento para mí. Hasta un portavoz de pacotilla tiene derecho a cierto grado de integridad personal.

Bryce pareció ligeramente desconcertado. Luego, se echó a reír y retiró el texto.

—Tiene toda la razón, comandante. No le pediré que haga este anuncio en vista de… sus creencias particulares. Cambiemos el plan. Usted abre el espacio presentándome y yo me encargo de hablarles del agua. ¿Le parece bien?

El comandante Braskett apreció el tacto con que el otro cedía ante su obsesión.

—Estoy a su servicio, doctor —dijo con gravedad.

Bryce terminó de hablar. Las luces de la cámara se apagaron. Se dirigió a Lisa:

—¿Qué te parece si almorzamos? O desayunamos, o lo que sea que nos toque comer ahora.

—Todo está dispuesto, Tim. Cuando quieras.

Comieron juntos en la Sala de Holografía, que se había convertido en la cocina del puesto de mando. Enormes cámaras y tanques con fluido para grabar les rodeaban. Los otros les dejaron solos. Estas breves comidas compartidas eran los únicos momentos de soledad de que Lisa y él habían disfrutado en las cincuenta y dos horas desde que Tim se despertara para encontrarla dormida a su lado.

Miró al otro lado de la mesa, maravillado ante aquella rubia tan hermosa que, según todos afirmaban, era su mujer. ¡Qué lindos los suaves ojos castaños contra aquel fondo de pelo dorado! ¡Qué perfecta la línea de sus labios, la curva de sus orejas! Bryce sabía que nadie haría objeciones si él y Lisa se encerraban en una de las habitaciones privadas durante algunas horas. Al fin y al cabo, no era tan indispensable y tenía que recordar muchas cosas sobre su esposa. Por desgracia se sentía incapaz de dejar su puesto. No había salido del hospital, ni siquiera de este piso, durante toda la crisis. Se mantenía en pie, tomándose tan sólo media hora de sueño cada seis horas. Tal vez fuera una ilusión nacida de la falta de sueño y el exceso de datos, pero había llegado a creer que la supervivencia de la ciudad dependía de él. Había dedicado su vida a cuidar mentes individuales enfermas; ahora debía atender a toda una ciudad.

—¿Cansado? —preguntó Lisa.

—Creo que ya he superado lo que se llama cansancio. Tengo la mente tan clara que no hay una sola sombra en mi cerebro. Me siento casi en el nirvana.

—Yo creo que lo peor ya ha pasado, la ciudad se está tranquilizando.

—Sin embargo, la situación sigue siendo grave. ¿Has visto las cifras de suicidios?

—¿Muchos?

—Algo horrible. Lo habitual en San Francisco es de doscientos veinte casos al año. Llevamos casi quinientos en los dos días y medio últimos. Y se trata únicamente de los casos que se declaran, los cuerpos que se descubren, etcétera. Probablemente habrá que duplicar la cifra. Se informó de treinta suicidios el miércoles por la noche, de unos doscientos el jueves, lo mismo el viernes, y unos cincuenta esta mañana. Al menos, parece que el ritmo decrece.

—¿Pero por qué, Tim?

—Algunos reaccionan mal ante cualquier pérdida. Especialmente la pérdida de parte de su memoria. Se sienten furiosos, agobiados, aterrados… y acuden a la píldora de escape. Además, en estos tiempos el suicidio es demasiado fácil. En la antigüedad la gente reaccionaba ante la frustración rompiendo unos cuantos objetos que tuviera a mano. Ahora siguen una ruta más mortal. Desde luego, hay casos especiales. Un hombre llamado Montini, al que pescaron en la bahía. Era un mnemotécnico profesional, que actuaba en los clubes nocturnos con su memoria perfecta. Apenas puedo culparle porque se derrumbara de ese modo. Y supongo que había muchos otros que llevaban todo su negocio en la cabeza: jugadores, operadores, corredores, poetas, músicos. Tal vez decidieron terminar del todo antes que tratar de reunir los pedazos.