—Pero los efectos de la droga desaparecen…
—¿De verdad? —preguntó Bryce.
—Tú mismo lo dijiste.
—Quise aparecer optimista en beneficio de los ciudadanos. No tenemos historiales de experimentos con esas drogas en sujetos humanos. ¡Diablos, Lisa! Ni siquiera sabemos la dosis que se ha administrado. Cuando logramos recoger muestra del agua, la mayor parte del sistema de abastecimientos se habían limpiado ya y los monitores automáticos de las estaciones de bombeo de la ciudad habían sido alterados como parte de la conspiración, así que no señalaban nada fuera de lo corriente. No tengo idea en absoluto de si habrá alguna recuperación de memoria digna de mención.
—Pero la hay, Tim. Yo ya he empezado a recordar algunas cosas.
—¿QUÉ?
—¡No me chilles así! Me has asustado.
Él se aferró nervioso al borde de la mesa.
—¿De verdad te estás recuperando?
—Poco a poco. Recuerdo ya algunas cosas. Acerca de nosotros.
—¿Por ejemplo?
—El momento de solicitar la licencia de matrimonio. Me veo completamente desnuda dentro de la máquina diagnosticadora, y una voz me dice por el altavoz que mire directamente al radar. Y recuerdo algo de la ceremonia. Sólo un pequeño grupo de amigos, una ceremonia civil. Luego tomamos el avión a Acapulco.
—¿Cuándo empezaste a recordar? —insistió él.
—Hacia las siete de la mañana, creo.
—¿Hay más?
—Un poco. Nuestra luna de miel. El botones robot que entró de pronto en nuestra noche de bodas. ¿Tú no…?
—¿Si lo recuerdo? No. Nada. Tengo la mente en blanco.
—Pues eso es todo lo que yo recuerdo, aquellos primeros detalles.
—Sí, claro —dijo él—. Los recuerdos más antiguos son los primeros en volver en cualquier tipo de amnesia. Y los más recientes los primeros en irse.
Le temblaban las manos, y no precisamente de fatiga. Una desolación extraña le vencía. Lisa recordaba, él no. ¿Se debía a su juventud o a la química de su cerebro o…?
No podía soportar la idea de que ya no compartieran el olvido. No quería que la amnesia fuera exclusivamente suya. Era humillante que Lisa recordara el matrimonio y él no. «Te muestras ilógico —pensó—. ¡Médico, cúrate a ti mismo!»
—Volvamos allá —dijo.
—No has terminado el…
—Más tarde.
Entró en la sala de mandos. Kamakura tenía un teléfono en cada mano y dictaba datos a una grabadora. Las pantallas recogían escenas de la mañana, un sábado en la ciudad, multitudes en Union Square. Kamakura cortó ambas llamadas y dijo:
—Acabo de recibir un informe interesante del doctor Klein, desde el Hospital Letterman. Dice que están recogiendo los primeros signos de recuperación de memoria esta mañana. Sólo mujeres menores de treinta años.
—Lisa dice que también empieza a recordar —corroboró Bryce.
—Mujeres menores de treinta años —repitió Kamakura—. Sí. Y también va bajando el índice de suicidios. Tal vez empezamos a salir del atolladero.
—¡Magnífico! —comentó Bryce secamente.
Haldersen vivía en una burbuja de tres metros de altura que un discípulo había dispuesto para él en medio del parque de Golden Cate, justo al oeste del Arboretum. Quince burbujas similares habían surgido a su alrededor, dando a la zona el aspecto de un antiguo poblado esquimal formado por iglús de plástico. Los otros ocupantes del campamento eran hombres y mujeres a los que quedaba tan poca memoria que ni siquiera sabían quiénes eran ni en dónde vivían. Había recogido él a una docena de esos seres perdidos el viernes y, a última hora de la tarde del sábado, se les habían unido unos cuantos más. La noticia corría ya por la ciudad: quienes careciesen de domicilio podían ocupar una residencia temporal en el grupo del parque. Lo mismo se había hecho durante el desastre de 1906.
La policía había ido allí algunas veces a comprobarlo. La primera vez, un corpulento teniente había intentado convencer a todo el grupo para que se trasladara al Fletcher Memorial.
—Allí reciben tratamiento la mayoría de las víctimas, compréndanlo. Los médicos les dan algo y luego tratamos de identificarlos y hallar sus parientes más próximos.
—Tal vez sea mejor que estas personas se mantengan apartadas de sus parientes más próximos durante algún tiempo —sugirió Haldersen—. Un poco de meditación en el parque, una exploración de los placeres del olvido…, eso es lo que hacemos aquí.
Él no iría al Hospital Fletcher Memorial a menos que le obligaran. En cuanto a los demás, creía poder hacer más por ellos en el parque que cualquier médico en el hospital.
La segunda vez que acudió la policía, el sábado por la tarde, cuando el grupo era ya mucho mayor, trajo un sistema móvil de comunicación.
—El doctor Bryce, del Fletcher Memorial, quiere hablarle —dijo otro teniente.
Haldersen vio cómo la pantalla cobraba vida.
—Hola, doctor. ¿Preocupado por mí?
—Estoy preocupado por todo el mundo, Nate. ¿Que diablos haces en el parque?
—Fundando una nueva religión, supongo.
—Estás enfermo. Deberías volver aquí.
—No, doctor, no estoy enfermo. He recibido mi terapia y me he curado. Fue un tratamiento maravilloso: olvido selectivo, justo lo que yo pedía. Todo el trauma ha desaparecido.
Bryce pareció fascinado al oírle. Su ceñuda expresión de responsabilidad oficial se desvaneció por un momento, dando paso a un gesto de preocupación profesional.
—Interesante —dijo—. Tenemos aquí personas que sólo han olvidado su nombre, individuos que no recuerdan que están casados y otros que se han olvidado de que saben tocar el violín. Tú eres el primero que ha olvidado un trauma. Sin embargo, deberías volver aquí. No eres buen juez en cuanto a tu disposición para enfrentarte con el mundo exterior.
—¡Pues claro que lo soy! —replicó Haldersen—. Estoy perfectamente y los míos me necesitan.
—¿Los tuyos?
—Los perdidos. Los desarraigados. Los que padecen amnesia total.
—A ésos los queremos en el hospital, Nate. Queremos devolverlos a sus familias.
—¿Y crees que eso es necesariamente una buena obra? Tal vez algunos de ellos disfruten de esa separación temporal de sus familias. Ahora parecen felices, doctor Bryce. He oído decir que hay muchos suicidios, pero no aquí. Estamos practicando la terapia de apoyo mutuo. Buscando el gozo que existe en el olvido. Y en apariencia, funciona.
Bryce miró silenciosamente la pantalla durante largo rato. Al fin, habló con impaciencia.
—De acuerdo, haz lo que quieras por ahora. Sin embargo, me gustaría que dejaras de actuar como una combinación de Jesús y de Freud y abandonaras el parque. Aún sigues enfermo, Nate, y los que están contigo tienen graves problemas. Te hablaré más tarde.
Se interrumpió el contacto, y la policía abandonó el lugar.
Haldersen habló brevemente a los suyos a las cinco. Luego, los envió como misioneros a recoger más víctimas.
—Salvad a cuantos podáis —dijo—. Buscad a los que están completamente desesperados y traedlos al parque antes de que se quiten la vida. Explicadles que perder el pasado no significa perderlo todo.