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Se fueron los discípulos. Y regresaron con aquellos menos afortunados que ellos mismos. Al anochecer, el grupo contaba ya con más la labor bien realizada. Dos minutos bajo la ducha molecular y el sudor desapareció, dejando el dolor de la fatiga del virtuoso. No se había sentido así en muchos años…

Se despertó el domingo pensando en las deudas impagadas.

—Los robots siguen ahí —dijo—. No quieren irse, ¿verdad? Aunque toda la ciudad está en suspenso, nadie les ha dicho que se marchen.

—Ignóralos —le aconsejó Carole.

—Eso es lo que he estado haciendo. Pero no puedo ignorar las deudas. Al fin, habrá que pagar.

—Y trabajas de nuevo, ¿no? Pronto tendrás ingresos.

—¿Sabes cuánto debo? —preguntó Paul—. Casi un millón. Si produjera una pieza a la semana y vendiera cada pieza por veinte de los grandes, tal vez me alcanzaría para pagarlo todo. Pero no puedo trabajar tan deprisa, ni el mercado puede absorber tantos Mueller. Y desde luego, no es cuestión de que Pete los adquiera para futuras ventas.

Observó que el rostro de Carole se nublaba a la mención de Pete Castine. Continuó:

—¿Sabes lo que tendré que hacer? Irme a Caracas, como planeaba antes de que empezara este asunto de la memoria. Trabajaré allí y mandaré mis obras a Pete. Tal vez en dos o tres años haya pagado mis deudas, cien centavos por dólar, y pueda empezar de nuevo aquí. ¿Sabes si es posible? Quiero decir, si te vas a un santuario de los deudores, ¿se te anula el crédito para siempre, aunque pagues lo que debes?

—No lo sé —repuso Carole con aire distraído.

—Lo averiguaré más tarde. Lo importante es que estoy trabajando de nuevo y que tengo que irme a algún lugar donde hacerlo sin verme perseguido. Entonces pagaré a todo el mundo. Vendrás conmigo a Caracas, ¿no?

—Tal vez no tengamos que irnos.

—¿Y cómo…?

—Deberías estar trabajando ya, ¿no?

Se puso a la tarea y, mientras tanto, iba repasando mentalmente la lista de sus acreedores, soñando con el día en que tacharía el último nombre. Cuando tuvo hambre, salió del estudio y encontró a Carole sentada en la sala, con aire tristón. Tenía los ojos rojos e hinchados.

—¿Qué ocurre? —le preguntó—. ¿No quieres ir a Caracas?

—Por favor, Paul…, no hablemos de ello.

—Realmente no tengo alternativa. Quiero decir, a menos que elijamos otro santuario. ¿Sao Paulo? ¿Spalato?

—No es eso, Paul.

—Entonces, ¿qué ocurre?

—Estoy empezando a recordar de nuevo.

—¡Oh! —dijo, sintiendo que se quedaba sin aliento.

—Recuerdo noviembre, diciembre, enero… Las locuras que hacías, los créditos, los problemas financieros. Y las peleas… Unas peleas horribles…

—¡Oh! —repitió.

—Y el divorcio. Lo recuerdo, Paul. Todo empezó a volver anoche, pero parecías tan feliz que no quise decirte nada. Y esta mañana lo veo todo mucho más claro. ¿Tú no recuerdas nada todavía?

—Nada desde octubre.

—Pues yo sí —dijo ella temblando—. Me pegaste, ¿sabes? Me cortaste el labio. Me golpeaste contra la pared, justo ahí. Y luego me lanzaste un jarrón chino. Se rompió.

—¡Oh!

—Recuerdo también lo bien que se portó Pete conmigo. Casi puedo recordar mi matrimonio con él y haber sido su esposa. Paul, estoy asustada. Siento que todo va encajando en su lugar en mi mente, y es como si ésta fuera rompiéndose en pedazos. Paul, estos últimos días fueron tan estupendos… Era como estar de nuevo recién casada contigo. Pero ahora vuelven todos los ratos amargos, el odio, la fealdad. Lo estoy reviviendo todo. Y me siento triste por Pete. Entre los dos le echamos de aquí el viernes. Él se portó como un auténtico caballero. La verdad es que me salvó cuando me estaba hundiendo y que le debo algo por eso.

—¿Qué te propones hacer? —preguntó Paul en voz baja.

—Creo que debería volver con Pete. Soy su esposa. No tengo derecho a estar aquí.

—Pero yo no soy ya el hombre que llegaste a odiar —protestó Mueller—. Soy el antiguo Paul, el del año pasado, y el de antes. El que amabas. Todas esas cosas odiosas han desaparecido de mi mente.

—No de la mía. Ya no.

Ambos guardaron silencio.

—Creo que debería volver con él, Paul.

—Como tú digas.

—Pienso que sí. Te deseo muchísima suerte, pero no puedo quedarme aquí. ¿Te dolerá que me vaya de nuevo?

—No lo sabré hasta que lo hagas.

Ella le repitió tres o cuatro veces más que, en su conciencia, debía volver con Castine hasta que, cortésmente, Paul sugirió que lo hiciera de inmediato si era así como se sentía, y Carole así lo hizo.

Paul esperó media hora paseando por el apartamento, que parecía otra vez horriblemente vacío. Se sintió tentado a invitar a uno de los robots para que entrase a hacerle compañía. Pero decidió volver al trabajo. Y ante su propia sorpresa, trabajó muy bien. Al cabo de una hora, había dejado de pensar por completo en Carole.

El domingo por la tarde, Freddy Munsori hizo una transferencia de crédito y consiguió traspasar la mayor parte de su activo a una antigua cuenta en el Banco de la Luna. Al anochecer, se dirigió al muelle y alquiló un hovercraft para tres, propiedad de un pescador dispuesto a aprovechar su oportunidad frente a la ley. Salieron a la bahía sin luces y la cruzaron en diagonal, acostando poco después a unos kilómetros al norte de Berkeley. Munson encontró un coche que le llevó al aeropuerto de Oakland y cogió el vuelo de medianoche a Los Ángeles, donde, después de discutir largo rato, logró adquirir un billete a bordo del cohete siguiente en dirección a la Luna, que salía a las diez en punto el lunes por la mañana. Pasó la noche en la terminal del aeropuerto. No llevaba nada con él, más que lo puesto. Sus magníficas posesiones, pinturas, ropas, sus esculturas de Mueller y demás, quedaban en su apartamento y, en última instancia, se venderían para satisfacer los juicios en su contra. ¡Una lástima! Sabía que no volvería a la Tierra de nuevo, ya que le esperaba un juicio por robo o algo peor. ¡Qué lástima también! Lo había pasado muy bien allí, durante mucho tiempo. ¿Quién necesitaba una droga contra la memoria en la traída de aguas? A Munson sólo le quedaba un consuelo. Formaba parte de su filosofía la creencia que, más pronto o más tarde, por bien que uno organizara su vida, el destino abría una trampilla bajo sus pies y le catapultaba hacia algo desconocido y desagradable. Ahora sabía que eso era cierto, incluso para él.

¡Qué pena, qué pena! Se preguntó cuáles serían sus oportunidades de empezar de nuevo allí. ¿Necesitarían corredores de Bolsa en la Luna?

Al dirigirse a los ciudadanos, el lunes por la noche, el comandante Braskett dijo:

—Al Comité de Salud Pública le satisface informar de que ya hemos pasado la peor parte de la crisis. Como muchos de ustedes habrán descubierto, la memoria empieza a restablecerse. El proceso de recuperación será más rápido para unos que para otros, pero se han hecho grandes progresos. A las seis de la madrugada de mañana, volverán a abrirse las rutas de acceso a San Francisco. Habrá un servicio de correos normal y se normalizarán asimismo la mayoría de los negocios. Ciudadanos, hemos demostrado de nuevo la auténtica fibra del espíritu americano. ¡Los Padres Fundadores sonríen hoy sin duda al mirarnos! ¡Cuan soberbiamente hemos evitado el caos y cuan hermosamente nos hemos unido para ayudarnos en lo que podía haber sido una hora de desesperación y caos! El doctor Bryce me pide que les recuerde que todo aquel que sufra todavía un daño grave de memoria, especialmente los que padecen pérdida de identidad, confusión de las funciones vitales o cualquier incapacidad, debe presentarse en la Sala de Urgencias del Hospitaclass="underline" Fletcher Memorial. Se les aplicará tratamiento, y los análisis de las computadoras están al servicio de los que no han conseguido hallar sus hogares y seres queridos. Repito…