Tim Bryce deseó que el viejo oficial no hubiera incluido aquella frase sobre la auténtica fibra del espíritu americano, sobretodo, teniendo en cuenta que en la frase siguiente debía invitar a acudir al hospital a las víctimas que aún quedaban. No obstante sería poco caritativo ponerle objeciones. El viejo astronauta había hecho un buen trabajo durante el fin de semana como la Voz de la Crisis, y sus excesos patrióticos resultaban inocuos.
La crisis, por supuesto, no había estado tan cerca del caos como sugiriera el discurso del comandante Braskett, pero había que estimular la confianza del público.
Bryce disponía de las últimas cifras. Los suicidios sumaban ahora novecientos, desde que se había iniciado el problema, el miércoles. El domingo, inesperadamente, había sido un día muy malo. Al menos faltaban por localizar cuarenta mil personas, aunque se hallaban unas mil a la hora, que se devolvían a sus familias o se llevaban a la unidad de cuidados intensivos. Se calculaban en setecientos cincuenta mil los que continuaban teniendo dificultades de memoria. La mayoría de los niños se habían recuperado por completo, y muchas mujeres lo iban consiguiendo también. Por el contrario, los viejos, y los hombres en general, apenas experimentaban una mejoría en los recuerdos. Incluso los que estaban casi curados, eran incapaces de recordar los sucesos del martes y el miércoles, y probablemente no lo harían nunca. Un gran número de personas habría de aprenderse de nuevo grandes bloques de su pasado, como una lección de historia.
Lisa estaba enseñándole así su matrimonio.
Los viajes que habían hecho…, los buenos y malos momentos…, las fiestas y amigos…, los sueños compartidos. Ella se lo describía todo con la mayor viveza posible, y Tim aprendía cada anécdota, tratando de integrarla otra vez como parte de sí mismo, pese a comprender la inutilidad de todo aquello. Conocería lo externo, nunca la sustancia. Sin embargo, era cuanto podía esperar.
De pronto, se sintió horriblemente cansado.
—¿Hubo alguna novedad en el parque? —le dijo a Kamakura—. ¿Qué hay de ese rumor de que Haldersen llegó a coger al que puso la droga?
—Parece cierto, Tim. Dicen que él y sus amigos atraparon al tipo que envenenó el sistema de aguas, que le encontraron en una habitación llena de amnesiógenos.
—Hemos de hacernos con él —dijo Bryce.
—Todavía no —Kamakura meneó la cabeza—. La policía teme llevar a cabo una acción en el parque. Dicen que la situación es muy peliaguda.
—Pero si esas drogas quedan libres…
—Deja que yo me preocupe por ello, Tim. ¿Por qué no os vais Lisa y tú a casa por algún tiempo? Has permanecido aquí, sin un respiro, desde el jueves.
—Lo mismo que tú.
—No. Todos hemos disfrutado de algún descanso. Vamos, ahora mismo. Ya hemos pasado lo peor. Relájate, duerme bien, haz el amor. Ve a conocer de nuevo a esa preciosa esposa que tienes.
Bryce enrojeció.
—Preferiría seguir aquí mientras lo crea necesario.
Con un gruñido, Kamakura se apartó de él para hablar con el comandante Braskett. Bryce miró las tres pantallas, tratando de imaginar lo que ocurría en el parque. Un momento más tarde, Braskett se dirigió a él.
—Doctor Bryce.
—¿Qué?
—Se le dispensa del servicio hasta el anochecer del martes.
—Espere un segundo…
—Es una orden, doctor. Soy presidente del Comité de Salud Pública y le mando que salga de este hospital. No irá a desobedecer una orden,¿verdad?
—Escuche, comandante.
—Fuera. No quiero motines, Bryce. ¡Fuera! ¡Es una orden!
Bryce intentó protestar. Desistió. Estaba demasiado agotado para una pelea. Hacia mediodía, iba ya en camino hacia casa, vencido por la fatiga. Conducía Lisa. Él se mantenía muy quieto en su asiento, luchando por recordar detalles de su matrimonio. Pero no veía nada.
Ella le llevó a la cama. Tim no supo cuanto tiempo durmió, hasta que la sintió junto a él, cálida su piel satinada.
—Hola —dijo Lisa—. ¿Te acuerdas de mí?
—Sí —mintió él agradecido—. ¡Oh, sí, sí, sí!
Trabajando durante toda la noche, Mueller terminó su armazón al amanecer del lunes. Durmió un rato y, a primera hora de la.tarde, empezó a pintar las tiras interiores de los altavoces, mil altavoces por pulgada, apenas de unas moléculas de espesor, de los cuales saldría el sonido de la escultura en una plenitud resonante. Hecho esto, se detuvo a pensar en las necesidades de la superestructura de su obra y, hacia las siete de la noche, estaba dispuesto a pasar a la fase siguiente. El demonio de la creatividad le poseía. No veía razones para comer, y apenas ninguna para dormir.
A las ocho, cuando hacía acopio de entusiasmo para el trabajo de la noche, oyó una llamada a la puerta, la señal de Carole. Había desconectado el timbre, y los robots no tenían el sentido común suficiente para llamar con los nudillos. Acudió inquieto a la puerta. Allí estaba ella.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Que he vuelto. Y que todo empieza de nuevo.
—¿Pero qué ocurre?
—¿No puedo entrar?
—Supongo que sí. Estoy trabajando, pero entra.
—Se lo he contado todo a Pete —dijo ella—. Ambos hemos decidido que debo volver contigo.
—No sois demasiado consecuentes, ¿verdad? —preguntó Paul.
—Hay que tomar las cosas como vienen. Cuando perdí la memoria, volví a ti. Cuando recordé las cosas de nuevo, sentí que debía irme. No quería irme. Pero sentía que debía hacerlo. Hay una diferencia.
—Ya —dijo él.
—Ya. Volví a Pete, aunque no quería irme con él. Quería quedarme aquí.
—Pero si yo te pegué, te hice sangre en el labio y te tiré el jarrón Ming…
—No era un Ming, era un K’ang-hsi.
—Perdona. Mi memoria todavía no es tan perfecta. De cualquier modo, te hice cosas terribles y tu llegaste a odiarme lo suficiente como para solicitar el divorcio. Así que, ¿por qué has vuelto?
—Tenías razón ayer. Ya no eres el hombre al que llegué a odiar. Eres el mismo Paul de antes.
—¿Y si me vuelven los recuerdos de los últimos nueves meses?
—Incluso así —insistió Carole—. La gente cambia. Has pasado por el infierno y has salido de él. Estás trabajando otra vez. No te sientes triste, ni melancólico, ni confuso. Iremos a Caracas o adonde quieras. Y harás tu trabajo y pagarás las deudas, como decías ayer.
—¿Y Pete?
—Arreglará la anulación. Se ha mostrado encantador al respecto.
—El bueno de Pete… —dijo Mueller, meneando la cabeza—. ¿Hasta cuándo durará este lindo cuento de hadas, Carole? Si crees que hay una oportunidad de que cambies de opinión antes del miércoles, dilo ahora. En ese caso, preferiría no involucrarme de nuevo.
—Ninguna oportunidad.
—A menos que te tire otra vez el jarrón Ch’ien-lung.
—El K’ang-hsi.
—Eso, el K’ang-hsi —consiguió sonreír. De pronto, sintió toda la fatiga acumulada a lo largo de aquellos días—. He trabajado demasiado intensamente —dijo—. Una orgía de creatividad para compensar el tiempo perdido. Vamos a dar una vuelta.
—Magnífico —accedió ella.
Salieron en el momento en que llegaba un robot.
—Le deseo muy buenas noches, señor mío —saludó Mueller.
—Señor Mueller, represento al Departamento de Cuentas de Acmé Brass y…
—Vaya a ver a mi abogado.
La niebla se alzaba ahora del mar. No había estrellas. Las luces del centro de la ciudad eran invisibles. Él y Carole se dirigieron hacia el oeste, hacia el parque. Paul se sentía con la cabeza muy ligera y no precisamente por falta de sueño. La realidad y el sueño se confundían; ésos eran días extraordinarios. Entraron en el parque desde el Panhandle y caminaron hacia el área del museo, cogidos del brazo, sin hablarse apenas. Al pasar ante el conservatorio, Mueller advirtió una multitud allá delante, miles de personas mirando en dirección al auditorio.