—¿Qué ocurrirá? —preguntó Carole.
Mueller se encogió de hombros. Ambos contornearon la muchedumbre.
Diez minutos más tarde, se habían acercado lo suficiente para ver la escena. Un individuo alto, delgado, de aspecto fanático, con el pelo rubio y revuelto, tenía a su lado a un hombre pequeño y moreno, vestido de harapos. Doce personas más le rodeaban con boles de porcelana en las manos.
—¿Qué sucede? —preguntó Mueller a uno de la multitud.
—Una ceremonia religiosa.
—¿Cómo?
—Una nueva religión. La Iglesia del Olvido. Ahí está el profeta. ¿No han oído hablar todavía de él?
—En absoluto.
—Empezó el viernes. ¿Ve ese tipo que parece una rata, junto al profeta?
—Sí.
—Es el que puso la droga en el sistema de abastecimiento de aguas. Lo confesó y le hicieron beber su propia droga. Ahora no recuerda nada y se ha convertido en el ayudante del profeta. ¡La cosa más idiota que he visto en mi vida!
—¿Y qué hacen aquí?
—Tienen droga en esos cuencos. De vez en cuando, beben y olvidan un poco más. Y luego vuelven a beber y olvidan otro poco más.
La niebla absorbía los sonidos que emitían los participantes en la ceremonia. Mueller aguzó el oído para escuchar. Vio ojos brillantes por el fanatismo. El supuesto contaminador del agua parecía auténticamente radiante. Las palabras se perdían en la noche.
—Hermanos… y hermanas…, el gozo, la dulzura del olvido…, venid aquí con nosotros, tomad la comunión con nosotros…, olvido…, remisión…, incluso para los malvados… Olvidad…, olvidad…
Circulaban los cuencos por la escena, todos bebían, todos sonreían. La gente se acercaba a recibir la comunión; cogían un cuenco, bebían y asentían felices. Hacia el fondo de la escena, unos oficiantes de aspecto sobrio rellenaban los recipientes.
Mueller sintió un escalofrío. Sospechaba que lo que había nacido en el parque durante aquella semana iba a extenderse —ignoraba cómo— hasta mucho después de que la crisis de San Francisco se hubiera convertido en parte de la historia. Y le pareció que algo nuevo y terrible andaba suelto por la tierra.
—Tomad… Bebed… Olvidad… —gritó el profeta.
Y los adoradores gritaron:
—Tomad, bebed, olvidad…
Se pasaban los cuencos.
—¿Pero qué significa todo esto? —susurró Carole.
—Tomad, bebed, olvidad…
—Tomad, bebed, olvidad…
—Bendito sea el suave olvido…
—Bendito sea el suave olvido…
—Dulce es dejar la carga del alma…
—Dulce es dejar la carga del alma…
—Nacer de nuevo es una dicha…
—Nacer de nuevo es una dicha…
La niebla se espesaba. Mueller apenas vislumbraba el edificio del Acuario, pese a hallarse justo enfrente. Pasó el brazo apretadamente en torno a la cintura de Carole y pensó en abandonar el parque. Tuvo que admitir, sin embargo, que tal vez aquellas personas estuvieran parcialmente en lo cierto. ¿No se encontraba mejor él después de haberse introducido aquel producto químico en su corriente sanguínea, perdiendo en consecuencia parte de su pasado? Sí, claro. No obstante…, mutilar la mente de ese modo, deliberada y alegremente, para beber el olvido…
—Benditos aquellos que pueden olvidar —dijo el profeta.
—Benditos aquellos que pueden olvidar —rugió la multitud en respuesta.
—Benditos aquellos que pueden olvidar —se oyó gritar Mueller a sí mismo.
Un súbito temblor se apoderó de él. Sentía un extraño terror. Experimentaba el poder de aquel movimiento nuevo e insólito, la fuerza de la apelación del profeta para que no se razonara. Tal vez hubiese llegado la hora de una nueva religión, de un culto que ofrecía la emancipación de todas las cargas interiores. Sintetizarían aquella droga y la distribuirían por toneladas, pensó Mueller. La administrarían repetidamente a las ciudades, de modo que todos se convirtieran, de modo que todos probaran el gozo del olvido. Nadie podría detenerlos. Y al cabo de algún tiempo, nadie querría detenerlos. Y así seguiremos bebiendo, hasta que se nos borren todos los dolores y penas, todos los recuerdos tristes. Tomaremos una copa y nos despediremos de los viejos amigos, dejaremos las penas que llevamos en el alma, junto con todo lo demás: identidad, alma, el propio yo, la mente. Beberemos el dulce olvido. Mueller tembló. Volviéndose de pronto, tiró bruscamente del brazo de Carole, se abrió camino entre la alegre muchedumbre de adoradores y se hundió sombríamente en la noche envuelta por la niebla, tratando de hallar el modo de salir del parque.