¡Le resultaba tan fácil! Conocía muchos trucos fabulosos. Que le gritaran un número de veinte cifras; él lo repetía de inmediato. Que le bombardearan con largas tiradas de sílabas sin sentido; repetiría aquel absurdo sin un fallo. Que le pusieran complicadas fórmulas matemáticas en la pantalla de la computadora; las reproduciría hasta el último exponente. Su memoria era perfecta, tanto visual, como auditiva, como para otros registros.
Lo de Shakespeare, que era una de las rutinas más sencillas, siempre conquistaba a los impresionables. A la mayoría de la gente le resultaba fantástico que un hombre pudiera memorizar sus obras completas, página por página. Le gustaba utilizarlo para empezar.
Entregó el libro a Nadia, su ayudante. Y su amante también. A Montini le gustaba mantener cerrado su círculo íntimo. Nadia tenía veinte años, era mas alta que él, con ojos brillantes y una hermosa mata de pelo artificiosamente radiante. Siempre a la última moda. Llevaba un corpiño de cristal, un buen estuche para lo que contenía. No era muy inteligente, pero hacía todo cuanto Montini esperaba de ella, y lo hacía bien. Calculó que la reemplazaría dentro de unos dieciocho meses. Se aburría pronto de sus mujeres. Tenía demasiada buena memoria.
—Empecemos —dijo.
Ella abrió el libro.
—Página 537, la columna de la izquierda.
Instantáneamente, la página se materializó ante los ojos de Montini.
—Enrique IV. Segunda Parte —empezó—. REY ENRIQUE: Di, hombre, ¿fueron ésas tus palabras? HORNER: Si place a Vuestra Majestad, yo nunca dije ni pensé tal cosa. Dios es mi testigo. Soy falsamente acusado por ese villano. PETER: Por estos diez huesos, señores, es cierto que me habló en el desván una noche, mientras limpiábamos la armadura de milord de York. YORK: Asqueroso villano…
—Página 778, columna de la derecha —dijo Nadia.
—Romeo y Julieta. (Habla Mercucio) ¿… espiaría un ojo tal pelea? Tu cabeza está tan llena de peleas como un huevo está lleno de materia y, sin embargo, tienes la cabeza tan huera corno un huevo podrido. Te has peleado con un hombre por toser en la calle o porque había despertado a tu perro que se había dormido al sol. ¿No es…?
—Página 307, a partir de la línea catorce del lado derecho.
Montini sonrió. Le gustaba ese trozo. Una pantalla se lo mostraría al público durante la actuación.
—La duodécima noche —dijo—. (Habla el Duque): ¡Demasiado viejo, por el cielo! Que la mujer tome a un hombre mayor que ella, para aprovecharse de él, para influir en el corazón de su marido. Pues, muchacho, por mucho que nos alabemos, nuestros caprichos son más volubles…
—Página 495, columna de la izquierda.
—Espera un minuto —dijo Montini. Se sirvió un vaso de agua y lo bebió en tres tragos rápidos—. Este trabajo siempre me da sed.
Taylor Braskett, comandante de navío del Servicio Especial de los Estados Unidos, ya retirado, entró con paso rápido en su casa de Oak Street, muy cerca del parque de Golden Gate. A los setenta y un años, el comandante Braskett todavía se las arreglaba para caminar briosamente y estaba dispuesto a ponerse de nuevo el uniforme en cuanto su país le necesitara. Creía, en efecto, que su país lo necesitaba, más que nunca ahora que el socialismo se propagaba como un incendio por la mitad de las naciones de Europa. Por lo menos había que guardar las fronteras del país. Proteger lo que quedara de la tradicional libertad americana. Deberíamos tener una red de bombas C en órbita, pensaba el comandante Braskett, dispuestas a caer como lluvia mortal sobre los enemigos de la democracia. Digan lo que digan los tratados, hemos de estar dispuestos a defendernos.
Las teorías del comandante Braskett no eran demasiado aceptadas. Por supuesto, la gente le respetaba por haber sido uno de los primeros americanos que pusieron el pie en Marte, pero él sabía que en su interior le consideraban un chiflado, un tipo anticuado, un hombre que seguía guardando rencor a los soldados ingleses, los Chaquetas Rojas. Tenía el suficiente sentido del humor para comprender que resultaba una figura absurda para los jóvenes. Pero era sincero en su decisión de mantener una América libre, de proteger a los más jóvenes del azote del totalitarismo, tanto si se reían de él como si no. Durante todo aquel glorioso día de sol, había estado paseando por el parque, tratando de hablar con los jóvenes e intentando explicarles su posición. Se mostraba cortés, atento, ansioso de encontrarse con alguien que le hiciera preguntas. El problema era que nadie le escuchaba. Y los jóvenes… Desnudos hasta la cintura bajo el sol, ellas y ellos, tomando drogas abiertamente, utilizando las palabras más obscenas en su conversación. A veces, el comandante Braskett casi llegaba a pensar que la batalla por América se había perdido ya. Sin embargo, nunca abandonaba la esperanza.
Había pasado muchas horas en el parque. Ahora, ya en casa, cruzó la sala de trofeos hasta la cocina, abrió el refrigerador y sacó una botella de agua. El comandante Braskett tenía siempre en reserva tres botellas de agua de un manantial de montaña, que le enviaban a domicilio cada dos días. Una costumbre que se iniciara hacía cincuenta años, cuando empezaron a poner flúor en el agua. No ignoraba las sonrisitas con que se acogían sus palabras cuando confesaba que sólo bebía agua de manantial, pero no le importaba. Había sobrevivido a muchos de los burlones y atribuía su salud perfecta a su negativa a beber el agua contaminada que tomaba la mayoría de la gente. Primero cloro, después flúor… Probablemente añadirían ya otras cosas ahora, pensó el comandante Braskett.
Bebió a grandes tragos.
No había modo de saber la clase de productos químicos, algunos quizá peligrosos, que se empleaban ahora en el abastecimiento de agua de las ciudades, se dijo. ¿Soy un chiflado? Muy bien, lo soy. Pero un hombre en sus cabales sólo bebe agua digna de su confianza.
Enroscado como un feto, con las rodillas tocándole casi la barbilla, tembloroso y sudando, Nate Haldersen cerró los ojos y trató de librarse del dolor de la existencia. Otro día. Un día soleado y dulce. Gente feliz jugando en el parque. Padres a hijos. Se mordió los labios, desgarrándolos casi. Era todo un experto en autocastigo.
Los sensores fijados a su cama en la Sala de Psicotrauma del Hospital Fletcher Memorial le auscultaban continuamente, enviando un flujo constante de informes al doctor Bryce y su equipo de especialistas en enfermedades nerviosas. Nate Haldersen sabía que era un hombre sin secretos. Su equilibrio hormonal, sus enzimas, respiración, circulación, incluso el gusto a bilis que sentía en la boca…, todo era conocido instantáneamente por el personal del hospital. Cuando los sensores descubrían que estaba cayendo bajo el nivel normal de depresión, agujas ultrasónicas sobresalían de los ángulos del colchón, buscaban su cuerpo en el lecho, hallaban las venas adecuadas y le inyectaban la savia dinámica suficiente para animarle. La ciencia moderna era maravillosa. Podía hacer cualquier cosa por Haldersen, excepto devolverle a su familia.
Se abrió la puerta de corredera. Entró el doctor Bryce. El director del equipo tenía prestancia. Alto, solemne y a la vez encantador, con las sienes grises, lleno de poder e iniciado en los misterios. Se sentó junto al lecho de Haldersen. Como de costumbre, simuló no ver la fila de computadoras junto a la cama que le daban los últimos detalles sobre el estado del enfermo.