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—Nate —dijo—, ¿cómo anda eso?

—Va marchando —murmuró éste.

—¿Te apetece charlar un rato?

—No demasiado. ¿Puedes darme un vaso de agua?

—No faltaba más —dijo el médico. Se lo dio— Hace un día espléndido. ¿Qué te parece la idea de un paseo por el parque?

—No he salido de esta habitación desde hace dos años y medio, doctor. Ya lo sabes.

—Siempre llega el momento de variar. No tienes nada, físicamente hablando, y lo sabes.

—Pero no me apetece ver a la gente —dijo Haldersen. Devolvió el vaso vacío—. Un poco más.

—¿Quieres beber algo más fuerte?

—El agua me basta.

Haldersen cerró los ojos. Imágenes que no deseaba bailaban ante sus ojos: el cohete que estallaba por uno de sus extremos; los pasajeros saliendo de él, como las semillas de una vaina que se abre en el otoño; Emily cayendo, cayendo, una caída de veinticuatro mil metros, con el pelo dorado azotado por el viento helado y fino, la falda corta golpeándole las piernas, y éstas luchando en el firmamento por hallar un punto de apoyo. Y los niños tras ella, como ángeles caídos del cielo, abajo, abajo, abajo, hacia el vellón blanco del hielo polar. Ellos descansan en paz, pensó Haldersen, y yo perdí el avión y me quedé solo. Y Job habló y dijo: «Perezca el día en que nací y la noche en que se dijo: Ha sido concebido un varón».

—De eso hace once años —le dijo el doctor Bryce—. ¿No quieres dejarlo?

—Palabras estúpidas viniendo de un médico. ¿Por qué no haces tú que ello me deje?

—Porque no quieres. Te gusta demasiado representar tu papel.

—Hoy es el día de mostrarte duro, ¿eh? Pues dame un poco más de agua.

—Levántate y cógela tú mismo —dijo el otro.

Haldersen sonrió amargamente. Se levantó del lecho, cruzó la habitación algo vacilante y se llenó el vaso. Había pasado por toda clase de terapias: terapia de compasión, terapia de antagonismo, drogas, shock, psiquiatría ortodoxa… De nada le servían. Siempre le quedaba la imagen de aquella vaina abierta, de las figuras que caían recortándose contra un cielo muy azul. El Señor me lo dio, el señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor. Mi alma está triste hasta la muerte… Se llevó el vaso a los labios. Once años. Y yo perdí el avión. Pequé con Marie y Emily murió. Y John. Y Beth. ¿Qué sintieron mientras caían durante tanto tiempo? ¿Sería como volar? ¿Experimentaron alguna forma de éxtasis? Se llenó el vaso de nuevo.

—Tienes sed hoy, ¿eh?

—Sí —contestó Haldersen.

—¿Seguro que no quieres dar un paseíto?

—Ya sabes que no. —Haldersen se echó a temblar. Se volvió y cogió al psiquiatra por el brazo—. ¿Cuándo terminará esto, Tim? ¿Cuánto tiempo habré de seguir con ello?

—Hasta que estés dispuesto a olvidarlo.

—¿Cómo se puede hacer un esfuerzo consciente por olvidar algo? Tim, Tim, ¿no hay alguna droga, algo capaz de lavar esta memoria que me está matando?

—Nada efectivo.

—Mientes —murmuró Haldersen—. He leído sobre las drogas que producen amnesia. Las enzimas que devoran la memoria RNA. Los experimentos con di-isopropil-fluorofosfato La puromicina. La…

—No tenemos ningún control sobre su actuación —dijo el doctor Bryce—. No somos capaces de atacar un bloque determinado de recuerdos traumáticos, mientras dejamos incólume el resto de la mente. Tendríamos que golpear al azar, confiando en alcanzar el punto clave, ignorando qué otras cosas borrábamos. Te despertarías sin el trauma, pero tal vez sin recordar nada más de lo que hubiera sucedido entre, digamos, los catorce y los cuarenta años. Tal vez dentro de cincuenta años sepamos lo suficiente para especificar la dosis…

—No puedo esperar cincuenta años.

—Lo siento, Nate.

—Dame esa droga, de todos modos. Correré el riesgo, pierda lo que pierda.

—Hablaremos otro día de eso, ¿eh? Las drogas se hallan en estado experimental. Pasarían meses y meses antes de conseguir la autorización para probarlas con un humano, Has de comprender…

Haldersen le dio la espalda. Ahora sólo velar en su interior veía los cuerpos que caían, viviendo sus sufrimientos por billonésima vez; entregándose con toda fruición a su papel de Job. «He venido a ser hermano de los chacales, y compañero de los avestruces… Mi piel, se ha ennegrecido sobre mí, y mis huesos queman por la fiebre. Él me ha demolido en derredor, y perezco, y descuajo como árbol mi esperanza…

El médico seguía hablando, pero Haldersen ya no le escuchaba, Se sirvió un vaso más de agua con mano temblorosa.

Casi había llegado la medianoche del miércoles antes de que Fierre Gerard, su esposa y sus tres hijos —dos chicos y una chica— tuvieran oportunidad de cenar. Eran los propietarios, el chef y el personal del restaurante Petit Pois, de Sansome Street, y el negocio había sido extraordinariamente bueno y agotador durante toda la noche. Normalmente, podían sentarse a comer hacia las cinco.y media, antes de que empezaran las prisas de la cena, pero hoy el público había empezado a llegar más temprano —animado por el buen tiempo, sin duda— y no había habido un momento libre para nadie desde la hora del cóctel. Los Gerard estaban acostumbrados a las prisas, pues el suyo era quizás el bistrot familiar más popular de toda la ciudad, con una clientela muy fiel. De todos modos, una noche así era demasiado.

Cenaron modestamente de lo que sobrara del menú de la noche: una pierna de cordero demasiado hecha, un Château Beychevelle ligeramente pasado, un soufflé algo hundido y cosas por el estilo. Era gente muy ahorrativa. Su único lujo era el agua de Evian, que importaban de Francia. Fierre Gerard no había puesto el pie en su Lyon nativo desde hacía treinta años, pero conservaba muchas de las costumbres de la madre patria, incluida la actitud tradicional hacia el agua. Un francés no bebe mucha agua, pero la que bebe siempre proviene de la botella, nunca del grifo. De otro modo, corre el riesgo de enfermar del hígado. Y el hígado hay que cuidarlo.

Aquella noche, Freddy Munson recogió a Helena en su piso de Geary y la llevó a cenar al otro lado del puente, a Sausalito, al Ondine como de costumbre. El Ondine era uno de los cuatro restaurantes, todos ellos antiguos y famosos, en los que solía comer Munson, visitándolos por turno. Era hombre de hábitos firmes. Se despertaba religiosamente a las seis de la mañana y estaba ante su mesa, en la firma de corredores de fincas, a las siete, abriendo los canales de información para saber qué había sucedido en el mercado europeo de finanzas mientras él dormía. A las siete y media, hora local, se abría la Bolsa de Nueva York y empezaba el auténtico trabajo del día. A las once y media, Nueva York había acabado la jornada, y Munson se iba a la vuelta de la esquina a almorzar, siempre en el Petit Pois, a cuyo propietario había hecho millonario introduciéndole en los diversos componentes de Nucleónicos Consolidados hacía dos años y medio, antes de la gran fusión de las firmas. A la una y media, ya estaba Munson de regreso en la oficina, para hacer negocios por su propia cuenta en la Bolsa de la Costa del Pacífico. Tres días a la semana se marchaba a las tres, pero los martes y jueves se quedaba hasta las cinco, con objeto de captar algunas transacciones en las Bolsas de Honolulu y Tokio. Después de la cena, al teatro o a un concierto, siempre con una mujer hermosa. A medianoche, intentaba dormir. Por lo menos, se acostaba.

Un hombre de la posición de Freddy Munson tenía que ser ordenado. En un momento dado, los tratos que llevaba con sus clientes iban de seis a nueve millones de dólares, y él conservaba todos los detalles de aquellos auténticos juegos malabares en la cabeza. No podía arriesgarse a ponerlos por escrito, porque había ojos que espiaban por todas partes. Y desde luego, no se atrevía a emplear la red de datos, ya que es bien sabido que todo lo que se confía a una computadora acaba por ser accesible a alguna otra computadora en otra parte, por secreto que sea el sello privado que se introduce en ella. Así que Munson había de recordar las complicaciones de cincuenta o más transacciones ilícitas, una cadena de malversaciones en constante cambio. Y el hombre que ha de someter su memoria a una disciplina tan necesaria, pronto toma la costumbre de extender esa disciplina a todos los aspectos de su vida.