Helena se le acercó. Su débil perfume psicodélico le llegó a la nariz. Introdujo el coche en el circuito de Sausalito y se echó atrás cómodamente, mientras la computadora de control de tráfico se ocupaba del volante. Helena dijo:
—Anoche, en casa de Bryce, vi dos esculturas de tu amigo, el que se ha arruinado.
—¿Paul Mueller?
—El mismo. Muy buenas. Una de ellas me murmuró algo.
—¿Qué estabas haciendo en casa de los Bryce?
—Fui al colegio con Lisa Bryce. Me invitó a ir a su casa con Marty.
—No sabía que fueras tan vieja —comentó Munson.
Helena soltó una risita.
—Lisa es mucho más joven que su marido, cariño. ¿Cuánto cuesta una escultura de Paul Mueller?
—Quince mil, veinte mil, por lo general. Más, si son especiales.
—¿E incluso así, está arruinado?
—Paul tiene un extraño talento para la autodestrucción —dijo Munson—. Sencillamente, no comprende el dinero. Aunque, en cierto modo, eso le salva desde el punto de vista artístico. Cuanto más desesperadamente endeudado está, mejor es su trabajo. Crea por desesperación, por así decirlo. Aunque parece haber abusado de la última crisis. Ha dejado de trabajar por completo. Es un pecado contra la humanidad que un artista no trabaje.
—¡Qué elocuente sabes ser, Freddy…! —murmuró Helena suavemente.
Cuando el Fabuloso Montini se despertó aquel jueves por la mañana, no advirtió de inmediato ningún cambio. Su memoria, como un fiel servidor, estaba siempre a sus órdenes cuando la necesitaba, pero la serie de datos perfectamente grabados en su mente guardaba silencio hasta que se la requería. Si un bibliotecario recorre con la vista los estantes, descubre en seguida si faltan libros. Montini no podía detectar vacíos similares en sus sinapsis. Llevaba ya levantado media hora, había pasado bajo el baño molecular, apretado el botón del desayuno y despertado a Nadia para decirle que confirmara las reservas en cohete a Las Vegas, cuando, al fin, como el concertista de piano que inicia unos arpegios a fin de calentar los dedos para la labor del día, Montini buscó en su banco de memoria un poco de Shakespeare. Y Shakespeare no acudió.
Se quedó inmóvil, agarrado al astrolabio que adornaba su ventana, mirando al puente, repentinamente desconcertado. Jamás le había sido necesario hacer un esfuerzo consciente para recordar los datos. Simplemente, echaba una ojeada y allí los tenía. Y ahora, ¿dónde estaba la columna de la izquierda de la página 654, y la columna de la derecha de la página 806, a partir de la línea dieciséis? Todo había desaparecido. Estaba en blanco. En la pantalla de su mente, sólo se veían páginas vacías.
¡Tranquilo! Esto es extraño, pero no catastrófico. Debes de estar tenso, por alguna razón. Te has forzado en exceso, eso es todo. Relájate, busca algo más en la memoria…
El Times de Nueva York, miércoles, 3 de octubre de 1973. Sí, allí estaba la primera página, maravillosamente clara, con el desarrollo del partido de béisbol en el ángulo inferior de la derecha; el titular sobre el accidente del jet, grande y negro; incluso la foto era visible. ¡Estupendo! Volvamos a probar…
El Post-Dispatch, de Saint Louis, domingo, 19 de abril de 1987. Montini se echó a temblar. Veía los cuatro centímetros superiores de la página, nada más. Como si hubieran borrado el resto.
Repasó los archivos de otros periódicos que había memorizado para su actuación. Unos seguían allí; otros no. Algunos, como el Post-Dispatch, estaban borrados en parte. Sus mejillas enrojecieron súbitamente. ¿Quién le había alterado la memoria?
Probó Shakespeare de nuevo. Nada.
Probó la lista de la red de datos de Chicago, de 1997. Estaba allí.
Probó su libro de texto de geografía de tercer grado. Estaba allí, un gran libro rojo, con sus manchas de grasa.
Probó el último boletín del viernes pasado, el de las cinco en punto. Desaparecido.
Vaciló y se sentó en un diván, que recordó haber comprado en Istambul el 19 de mayo de 1985 por 4.200 libras turcas.
—¡Nadia! —gritó—. ¡Nadia!
Su voz era apenas un graznido. Ella acudió corriendo, apenas despierta, desviando el rostro sin maquillar.
—¿Qué aspecto tengo? —preguntó Montini—. La boca… ¿Tengo bien la boca? ¿Y los ojos?
—Estás muy colorado.
—¡Aparte de eso!
—No sé —murmuró ella—. Pareces muy trastornado, pero…
—La mitad de mi mente ha desaparecido —exclamó Montini—. Debo de haber tenido un ataque. ¿No hay parálisis facial? Eso es un síntoma. ¡Llama al médico, Nadia! Es un ataque. ¡El fin de Montini!
Paul Mueller se despertó a medianoche del miércoles, sintiéndose extrañamente fresco. Trató de recordar. ¿Por qué estaba totalmente vestido y por qué había estado durmiendo? ¿Acaso la siesta se había prolongado demasiado? Intentó recordar lo que había hecho a primera hora del día, pero no consiguió descubrir ninguna pista. Estaba desconcertado, pero no preocupado. Sobre todo, sentía una ansia tremenda de ponerse a trabajar. Las imágenes de cinco esculturas, totalmente planeadas, su construcción iniciada ya, se abrían paso en su mente. Podría empezar inmediatamente, pensó. Y trabajar hasta la mañana. Aquella pequeña, movediza, de plata… Magnífica para empezar. Esbozaré los esquemas, incluso iniciaré la armadura…
—¿Carole? —llamó—. Carole, ¿estás ahí?
Su voz despertó ecos en el apartamento, extrañamente vacío.
Por primera vez, se fijó en los pocos muebles que había. Una cama…, una litera realmente, no la cama de matrimonio; una mesa; una unidad aisladora para la comida, y unos cuantos platos. No había alfombras. ¿Dónde estaban sus esculturas, la colección particular de sus mejores obras? Se dirigió al estudio y lo halló desnudo, de pared a pared, desaparecidos incluso sus instrumentos, sólo unos dibujos esparcidos por el suelo. ¿Y su esposa?
—¡Carole! ¿Carole?
No entendía nada. Por lo visto, mientras dormía, alguien había limpiado el lugar, le había robado los muebles, las esculturas, incluso la alfombra. Mueller había oído hablar de robos así. Venían con un camión, osadamente, haciéndose pasar por transportistas. Tal vez le habían dado alguna droga mientras trabajaban. No podía soportar la idea de que se hubieran llevado sus esculturas. El resto no le importaba, pero aquella docena de piezas le era muy querida. «Será mejor que llame a la policía», decidió. Y corrió hacia el aparato de la unidad de datos. Tampoco estaba allí. ¿También se habían llevado eso los ladrones?
Investigando en busca de respuestas, repasó las paredes. Descubrió una nota de su propio puño y letra. Llamar a Freddy Munson por la mañana y pedirle tres de los grandes. Comprar el billete a Caracas. Comprar los instrumentos para esculpir.
¿Caracas? ¿De vacaciones, quizá? ¿Y por qué comprar instrumentos para esculpir? Indudablemente, los instrumentos habían desaparecido antes de que él se quedara dormido. ¿Por qué? ¿Y dónde estaba su esposa? ¿Qué ocurría? Se preguntó si debía llamar a Freddy inmediatamente, en vez de aguardar hasta la mañana. Tal vez Freddy lo supiera. Además, siempre se le encontraba en casa a medianoche. Claro que estaría acompañado de una de sus malditas chicas y no le gustaría que le interrumpieran… ¡Al diablo con eso! ¿De qué servía tener amigos si no podías molestarlos en un momento de crisis?