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Nunca se había sentido más feliz que en este momento.

Vio un espejo. En él se reflejaba la mitad superior de Nathaniel Haldersen, doctor en Medicina. Nate Haldersen sonrió a su imagen. Alto, delgado, con la nariz larga, el pelo de un absurdo color arena, los ojos de un azul absurdo también, los labios finos y sonrientes. Un cuerpo huesudo. Se abrió la mitad superior del pijama. El pecho pálido y sin vello, los huesos sobresaliendo como charreteras en los hombros. Llevo enfermo mucho tiempo, pensó Haldersen. Tengo que salir de aquí y volver a mi clase. Final del permiso. ¿Dónde están mis ropas?

—¿Enfermera? ¿Doctor? —Apretó el botón de llamada tres veces—. ¡Hola! ¿Hay alguien?

Nadie vino. Qué extraño, siempre venían. Encogiéndose de hombros, Haldersen salió al vestíbulo. Vio tres viejos con las cabezas juntas, susurrando en un extremo. No le hicieron caso. Un robot sirviente, con bandejas de desayuno, pasó junto a él. Un momento después, uno de los médicos jóvenes cruzó corriendo el vestíbulo y no quiso detenerse cuando Haldersen le llamó. Volvió enojado a su habitación y la registró, buscando su ropa. No encontró nada; sólo un montón de revistas en el suelo del armario. Tocó el botón tres veces más. Finalmente, uno de los robots entró en la habitación.

—Lo lamento —dijo—, pero el personal humano del hospital está ocupado de momento. ¿Puedo servirle en algo, doctor Haldersen?

—Quiero un traje complejo y ropa interior. Me voy del hospital.

—Lo lamento, pero su salida no está autorizada. Sin la autorización del doctor Bryce, el doctor Reynolds o el doctor Kamakura, no puedo permitirle que se vaya.

Haldersen suspiró. Tenía la experiencia suficiente como para no discutir con un robot.

—¿Dónde están ahora esos tres caballeros?

—Ocupados, señor. Tal vez sepa que hay una urgencia médica en la ciudad esta mañana, y el doctor Bryce y el doctor Kamakura están ayudando a organizar el Comité de Salud Pública. El doctor Reynolds no se ha presentado hoy al trabajo y no conseguimos averiguar su paradero. Creen que también ha sido víctima de la dificultad presente.

¿Qué dificultad presente?

—Pérdida masiva de memoria por parte de la población humana —respondió el robot.

—¿Una epidemia de amnesia? —Ésa es una interpretación del problema. —¿Cómo es posible que…?

Haldersen se detuvo. Ahora comprendía el origen de su gozo de esta mañana. Sólo ayer tarde había discutido con Tim Bryce la aplicación a su propio trauma de drogas destructoras de la memoria y Bryce había dicho…

Haldersen ya no sabía la naturaleza de su propio trauma.

—Espera —dijo al robot, que se disponía a dejar la habitación—. Necesito información. ¿Por qué he estado aquí sometido a tratamiento?

—Sufría de desplazamiento social y de disfunciones cuyo origen, según el doctor Bryce, se remonta a una situación de pérdida personal traumática.

—¿Pérdida de qué?

—De su familia, doctor Haldersen.

—Sí, es cierto. Recuerdo ahora… Tenía una esposa y dos hijos. Emily. Y una niña… Margaret, Elizabeth…, algo así. Y un chico llamado John. ¿Qué les sucedió?

—Eran pasajeros a bordo del vuelo 103 de las Líneas Aéreas Intercontinentales, de Copenhague a San Francisco, el 5 de septiembre de 1991. El avión sufrió una descompresión explosiva sobre el océano Ártico y no hubo supervivientes.

Haldersen absorbió la información con la misma calma que si oyera hablar del asesinato de Julio César.

—¿Dónde estaba yo cuando ocurrió el accidente?

—En Copenhague —contestó el robot—. Usted se proponía volver a San Francisco con su familia en el vuelo 103. Sin embargo, según los datos de su archivo, se involucró en unas relaciones emocionales con una mujer llamada Marie Rasmussen, a la que había conocido en Copenhague, y por eso no regresó a su hotel a tiempo para ir al aeropuerto. Su esposa, consciente sin duda de la situación, prefirió no esperarle. Su muerte subsiguiente, así como la de sus hijos, produjo en usted un sentimiento de culpabilidad traumático, ya que llegó a considerarse responsable de su fin.

—Muy propio de mí adoptar esa actitud, ¿no? —dijo Haldersen—. Pecado y penitencia. Mea culpa, mea máxima culpa. Siempre me mostré inflexible con el pecado, aunque eso no me privara de pecar. Debería haber sido un profeta del Antiguo Testamento.

—¿Le doy más información, señor?

—¿Hay más?

—Tenemos en los archivos un informe del doctor Bryce titulado: El complejo de Job. Estudio de la parálisis de la culpabilidad.

—Eso no, por favor —denegó Haldersen—. De acuerdo, puedes irte.

Se quedó solo. El complejo de Job, pensó. No demasiado adecuado, ¿verdad? Job era un hombre sin culpa y, sin embargo, fue castigado para satisfacer un capricho del Todopoderoso. Un poco presuntuoso, diría yo, al identificarme con él. Caín hubiera sido una elección mejor. Caín dijo al Señor: «Demasiado grande es mi castigo para soportarlo». Pero Caín era un pecador. Yo fui pecador. Pequé, y Emily murió por ello. ¿Cuánto tiempo hace? ¿Once?.¿Once años, y medio? Y ahora no sé nada en absoluto; sólo lo que la máquina acaba de contarme. Remisión por el olvido, diría yo. He expiado mi pecado y ahora soy libre. No tengo por qué seguir en este hospital. Recta es la puerta y estrecho el camino que lleva a la vida, y pocos los que la encuentran. Tengo que salir de aquí. Tal vez pueda servir de ayuda a otros.

Se puso el batín, tomó un sorbo de agua y salió de la habitación. Nadie le detuvo. El ascensor no funcionaba al parecer, pero encontró las escaleras y bajó por ellas, aunque se sentía un poco débil. No se había alejado tanto de su habitación desde hacía más de un año. Los pisos inferiores del hospital eran un caos: doctores, enfermeras, robots, pacientes, todos mezclados y excitados. Los robots intentaban calmar a la gente y devolverla a su lugar adecuado.

—Disculpen —fue diciendo Haldersen serenamente—. Disculpen, disculpen.

Salió del hospital por la puerta principal, sin ser molestado. En el exterior, el aire era tan fresco como el vino y sintió ganas de llorar al notarlo en la nariz. Estaba libre. Remisión por el olvido. El desastre sobre el Ártico ya no dominaba sus pensamientos. Lo veía con frialdad, como si le hubiera ocurrido a la familia de algún;Otro,-hacía mucho tiempo. Haldersen empezó a caminar airosamente por Van Ness, sintiendo que el vigor volvía a sus piernas a cada paso. Una joven que sollozaba ahogadamente salió de un edificio, chocando casi con él. La sujetó, la ayudó a enderezarse y se sorprendió ante sus propias fuerzas cuando impidió que cayera. Ella tembló y dejó caer la cabeza contra el pecho de Haldersen.

—¿Puedo hacer algo por usted? —preguntó éste—. ¿Puedo ayudarla?

El pánico había empezado a dominar a Freddy Munson durante la cena en el Ondine, la noche del miércoles. Se había enojado con Helena mientras comían unas pechugas trufadas y por eso se había puesto a pensar en los detalles del negocio. Con gran sorpresa por su parte, descubrió que los detalles no estaban claros en su mente. Sintió entonces los primeros ramalazos del terror.

El problema era que Helena seguía hablando sobre el arte de la escultura sónica en general y de Paul Mueller en particular. Su interés bastaba para despertar celos de Munson. ¿Acaso se disponía a saltar de su cama a la de Paul? ¿Pensaba en abandonar al corredor de Bolsa, adinerado y triunfador, pero esencialmente prosaico, por el escultor tan bien dotado, irresponsable, pobre y fascinador? Por supuesto, Helena disfrutaba de la compañía de un cierto número de hombres, pero Munson los conocía y no los miraba como rivales. Se trataba de gente inocua, una escolta para sus noches de ocio, cuando él estaba demasiado ocupado para acompañarla. Paul Mueller, sin embargo, era otra cosa. No podía soportar la idea de que Helena le dejara por Paul. Así que se concentró en las maniobras del día. Había sacado mil acciones convertibles de Tránsito Lunar de la cuenta Schaeffer, entregándolas como garantía para cubrir su déficit en el asunto de los bonos Comsat y, luego, tomando de la cuenta Howard cinco mil certificados de la Corporación de Energía del Sudeste, había… ¿O habían salido esos certificados de la cuenta de Brewster? Brewster disponía de ellos en gran número. Y Howard también, pero su cuenta ya estaba cargada con el asunto de Potencia del Atlántico. Entonces, ¿había cargado también en ella lo de Energía del Sudeste? En cualquier caso, ¿había empleado esos certificados para los uranios de Zurich o los había entregado para lo del petróleo del Antartico? No podía recordarlo.