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No podía recordarlo…

¡No podía recordarlo!

Cada transacción había ocupado su propio compartimiento. Y de pronto, los muros que los aislaban habían caído. Los números se mezclaban en su mente como si su cerebro iniciara la caída libre. Todos los tratos de hoy se confundían. Eso le aterró. Empezó a devorar la comida, deseando tan sólo salir pronto de allí y librarse de Helena para volver a casa y tratar de reconstruir sus actividades de la tarde. Cosa extraña, recordaba con toda claridad lo que había hecho la víspera —el cambio de Xerox, la transacción de aceros—, pero el día de hoy se le desvanecía por minutos.

—¿Estás bien? —preguntó Helena.

—No —contestó—. Me ocurre algo raro.

—El virus de Venus. Todo el mundo lo tiene.

—Sí, eso debe ser. El virus de Venus. Será mejor que te alejes de mí esta noche.

Ni siquiera tomaron postre y salieron a toda prisa..Dejó a Helena en su piso. Ella apenas pareció desilusionada, lo cual le molestó, aunque no tanto como lo que sucedía en su cabeza. Solo al fin, trató de recordar el día paso a paso, pero aún se le aparecía más borroso. Por lo menos en el restaurante sabía las acciones que había manejado, aunque no estuviera seguro de lo que había hecho con ellas. Ahora ni siquiera recordaba las acciones específicas. Estaba en el limbo en lo referente a millones de dólares pertenecientes a otras personas. Guardaba todos los detalles en su mente, y ésta se deshacía en pedazos. Cuando Paul Mueller le visitó, poco después de medianoche, Munson estaba desesperado. Le alivió, aunque no le alegró precisamente, saber que lo que había afectado a su mente había atacado también a Mueller, y con mayor fuerza todavía. Este se había olvidado de todo lo ocurrido desde el mes de octubre pasado.

—Te arruinaste por completo —tuvo que explicarle Munson—. Forjaste el plan absurdo de crear una central para obras de arte, una especie de Bolsa… Bueno, algo que sólo a un artista se le ocurriría crear. No me dejaste que te aconsejara en contra. Empezaste a firmar cheques y a aceptar obligaciones y, antes de que el proyecto alcanzara las seis semanas, te viste metido en una docena de procesos legales y todo empezaba a venirse abajo.

—¿Cuándo sucedió eso exactamente?

—Concebiste la idea a primeros de noviembre. En Navidad te encontrabas ya en muy mala situación. Ya antes tenías un buen puñado de deudas personales, tu dinero volaba. Luego hubo un bajón en tu trabajo y no creabas una sola cosa. ¿Es que no recuerdas nada, Paul?

—Nada.

—En cuanto empezó el año, los acreedores más resueltos iniciaron los litigios contra ti. Te embargaron todo cuanto poseías, excepto los muebles. Y al final, se llevaron los muebles también. Pediste prestado a todos tus amigos, pero ellos no podían darte lo suficiente, porque pedías miles y debías cientos de miles.

—¿Cuánto te debo?

—Once de los grandes —dijo Munson—, pero no te preocupes ahora por eso.

—No me preocupo. La verdad es que no me preocupo por nada. ¿Tuve un bache en mi trabajo, dices? —Mueller soltó una risita—. Pues eso se ha acabado. Estoy deseando empezar. Todo lo que necesito son los instrumentos. Quiero decir, dinero para comprar los instrumentos.

—¿Cuánto costarían?

—Dos y medios de los grandes —respondió Mueller.

—De acuerdo. No puedo transferir el dinero a tu cuenta porque tus acreedores caerían inmediatamente sobre él. Cuento con algún dinero en el banco. Tendrás tres de los grandes mañana. Y encantado.

—Dios te bendiga, Freddy —dijo Mueller—. Esta clase de amnesia es algo magnífico, ¿no? Estaba tan preocupado por el dinero que no podía trabajar. Ahora no estoy preocupado en absoluto. Supongo que las deudas no se han desvanecido, pero no me apuro. Dime ahora qué ocurrió con mi matrimonio.

—Carole se hartó y se marchó —explicó Munson—. Ella se opuso desde el principio a esa aventura de tu negocio. Cuando el asunto empezó a destrozarte, hizo lo que pudo para que lo dejaras, pero tú insististe en tratar de arreglar las cosas con más préstamos. Entonces pidió el divorcio. Una vez libre, Pete Castine se entrometió y se la llevó con él.

—Eso es lo más difícil de creer. Que se casara con un marchante de arte, una persona en absoluto creativa, un…, un verdadero parásito…

—Siempre fueron buenos amigos —dijo Munson—, no aseguraría que amantes, porque no lo sé, pero sí íntimos. Y Pete no es tan horrible. Tiene gusto, inteligencia, todo lo que necesita un artista, excepto el don de crear. De todos modos creo que Carole estaba un poco harta de los hombres de talento.

—¿Y cómo me lo tomé yo? —preguntó Mueller.

—Apenas pareciste advertirlo, Paul. Estabas muy ocupado con tus trampas financieras.

Mueller asintió. Se acercó a una de sus propias obras, una estructura de tres metros de alto, varillas oscilantes que recorrían todo el espectro del sonido, hasta las hertzianas agudas, y pasó dos dedos por el ojo activador. La escultura empezó a murmurar. Al cabo de un momento, dijo Mueller:

—Parecías muy trastornado cuando te llamé, Freddy. Dijiste que también tenías algo de amnesia.

Tratando de hablar con indiferencia, Munson contestó:

—Resulta qué no puedo recordar unas transacciones importantes que llevé a cabo hoy. Por desgracia, los únicos datos existentes sobre las mismas los conservaba en la cabeza… Bueno, tal vez recuerde toda esa información una vez haya dormido.

—¿No hay modo de ayudarte?

—No. No lo hay.

—Freddy, ¿de dónde viene esta amnesia?

Munson se encogió de hombros.

—Tal vez alguien puso una droga en el sistema de abastecimiento de agua, o en la comida, o algo así. En estos días nunca se sabe. Mira, tengo trabajo que hacer, Paul. Si quieres dormir aquí esta noche…

—Estoy muy despierto, gracias. Volveré por la mañana.

Una vez se hubo ido el escultor, Munson luchó febrilmente durante una hora por reconstruir sus datos. Falló. Poco antes de las dos, tomó una píldora para dormir cuatro horas. Cuando se despertó, comprendió con desaliento que no le quedaba el menor recuerdo desde el primero de abril hasta el mediodía de ayer. Durante esas cinco semanas, había hecho incontables transacciones de valores, utilizando propiedades ajenas como garantía y contando con su habilidad para devolver cada activo al lugar adecuado antes de que a nadie se le ocurriera buscarlo. Siempre había sido capaz de recordarlo todo. Ahora no conseguía acordarse de nada. Llegó a su despacho a las siete de la mañana, como siempre y, por la fuerza de la costumbre, se lanzó a los canales de datos para estudiar las cotizaciones de Zurich y Londres, pero los precios que aparecían en la pantalla le resultaban totalmente extraños. Estaba acabado.

En ese mismo momento de la mañana del jueves, el computador casero del doctor Timothy Bryce envió un impulso, y la voz del despertador sonó en su almohada serena pero firmemente: «Hora de despertarse, doctor Bryce». El médico se agitó, pero no cambió de postura. Después del intervalo prescrito de diez segundos, la voz repitió con mayor firmeza: «Hora de despertarse, doctor Bryce». Se incorporó justo a tiempo, ya que al levantar la cabeza de la almohada, evitó la tercera repetición, mucho más firme, a la que habrían seguido las notas de laSinfonía de Júpiter. El psiquiatra abrió los ojos.