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—Lo lamento —les detuvo Mueller—, no recuerdo nada de todo eso.

Entró en el apartamento. Se sentó en el desnudo suelo, furioso al pensar en las hermosas piezas que estaría construyendo de haber conseguido hacerse con los instrumentos de su oficio. No obstante, empezó a hacer esbozos. Al menos, los buitres le habían dejado lápiz y papel. Tal vez no fueran tan eficientes como una pantalla de computadora y una pluma luminosa, pero Miguel Ángel y Benvenuto Cellini se las habían arreglado muy bien sin computadoras ni plumas luminosas.

A las cuatro en punto, sonó el timbre de la puerta.

—¡Largúese! —aulló Mueller por el altavoz—. Vaya a ver a mi contable. No quiero saber de más apremios. Y la próxima vez que coja a uno de sus robots idiotas junto a mi puerta, voy a…

—Soy yo, Paul —dijo una voz en absoluto mecánica.

¡Carole!

Corrió a la puerta. Había siete robots rodeándola, y todos ellos trataron de abrirse paso. Los obligó a retroceder para que ella entrara. Un robot no se atrevería a tocar a un ser humano. Dio un portazo ante sus rostros metálicos y pasó el cerrojo.

Carole tenía buen aspecto. Llevaba el pelo más largo de lo que él recordaba, había ganado unos cuatro kilos en los lugares adecuados y vestía un traje brillante y transparente que jamás le había visto antes y que, desde luego, no era lo más adecuado para aquella hora de la tarde, aunque resultaba espléndido sobre su cuerpo. Parecía por lo menos cinco años más joven de lo que era. Evidentemente, mes y medio de matrimonio con Pete Castine la habían favorecido más que nueve años de matrimonio con Paul Mueller. Tenía un aspecto magnífico. Pero también se la veía tensa, si bien de modo superficial, como si la tensión fuera producto de alguna preocupación de las últimas horas.

—Por lo visto he perdido mi llave —dijo.

—¿Qué haces aquí?

—No te entiendo, Paul.

—Es decir, ¿por qué has venido?

—Yo vivo aquí.

—¿Ah, sí? —Se rió duramente—. Muy divertido.

—Siempre has tenido un extraño sentido del humor, Paul —dijo Carole, pasando ante él—. Sólo que no me parece nada gracioso. ¿Dónde está todo? ¿Y los muebles, Paul? Mis cosas… —De pronto se echó a llorar—. Debo de estar volviéndome loca. Me despierto esta mañana en un apartamento desconocido, sola. Me paso todo el día paseando envuelta en una especie de niebla que no comprendo en absoluto. Y ahora llego a casa y descubro que has empeñado todo lo que teníamos, o algo por el estilo… —Se mordió los nudillos—. Paul…

También la sufre, pensó él. La epidemia de amnesia.

Dijo en voz baja:

—Te parecerá raro que te lo pregunte, Carole, pero, ¿quieres decirme a qué día estamos?

—¡Vaya! El 14 de septiembre, claro… ¿O es el 15?

—¿De 2002?

—¡Naturalmente! No va a ser de 1776.

Está peor que yo, se dijo Mueller. Ha perdido un mes más. No recuerda mi fracaso en los negocios. Ni recuerda que perdí todo el dinero. No recuerda el divorcio. Sigue creyendo que es mi esposa.

—Ven aquí —dijo, y se la llevó al dormitorio. Señaló la litera que ocupaba el lugar en que estuviera su lecho—. Siéntate, Carole. Intentaré explicártelo. No tiene mucha lógica, pero lo intentaré.

En aquellas circunstancias, el concierto de la Filarmónica de Nueva York, que había llegado a la ciudad para actuar el jueves por la noche, fue cancelado. Sin embargo, la orquesta se reunió para el ensayo a las dos y media de la tarde. El sindicato exigía un número determinado de ensayos —pagados— a la semana, así que la orquesta se puso a la tarea sin hacer ningún caso del cataclismo exterior. Pronto empezaron los problemas. El maestro Alvarez, que utilizaba una batuta electrónica y se sentía muy orgulloso de dirigir sin partitura, apretó el botón para un pianísimo. De pronto, con la sensación del que se hunde por una trampa, advirtió que la Cuarta de Brahms se le había borrado por completo de la memoria. La orquesta respondió desigualmente a sus errores constantes. Algunos de los músicos tenían dificultades, pero el solista miró horrorizado su mano izquierda, preguntándose qué cuerdas debía tocar para que el violín emitiera las débiles notas, el segundo oboe no encontraba la clave adecuada, y el primer fagot ni siquiera conseguía recordar cómo utilizar el instrumento.

A la caída de la tarde, Tim Bryce había reunido los datos suficientes de la historia para comprender lo sucedido. Y no sólo á él y a Lisa, sino a toda la ciudad. Una droga, o varias, casi con seguridad distribuidas a través del sistema de abastecimiento municipal de aguas, había borrado la memoria de casi todo el mundo. El problema de la vida moderna, pensó Bryce, es que la tecnología te pone en peligro de nuevos y más complicados desastres cada año, pero no te da la capacidad de vencerlos. Las drogas de la memoria eran algo ya antiguo, que se remontaba a treinta o cuarenta años atrás. Él mismo había estudiado varios tipos. La memoria constituye un proceso en parte químico y en parte eléctrico; algunas drogas alteraban el proceso eléctrico, perturbando las sinapsis por las que actúa el cerebro, y otras atacaban el substrato molecular en el que se encierran los recuerdos más antiguos. Bryce conocía métodos para destruir los recuerdos recientes, inhibiendo la transmisión de las sinapsis, y métodos para destruir los recuerdos más antiguos mediante un lavado de las complejas cadenas de ácido ribonucleico que los inscriben en el cerebro. Pero tales drogas eran experimentales e impredecibles, por lo que se había vacilado en utilizarlas en sujetos humanos. Desde luego, jamás había imaginado que alguien las arrojara sencillamente en un acueducto y practicara así una lobotomía simultánea a toda una ciudad.

Su despacho en el Fletcher Memorial se había convertido en un centro improvisado de operaciones para San Francisco. El alcalde estaba allí, pálido y abrumado. El jefe de policía, exhausto y confuso, se volvía de espalda a intervalos y se tomaba una pastilla. Un representante de la red de comunicaciones, con aire desconcertado, se encogía en un rincón comprobando nerviosamente el sistema dispuesto a toda prisa y a través del cual iba a lanzar sus órdenes a toda la ciudad el Comité de Salud Pública convocado por Bryce.

El alcalde no servía de nada. Ni siquiera recordaba haberse presentado a las elecciones. El jefe de policía aún estaba en peor forma; llevaba en pie toda la noche porque se le había olvidado, entre otras cosas, su propia dirección y había tenido miedo de preguntársela a una computadora por si acaso le despedían de su empleo por borracho. En este momento, el jefe de policía ya sabía que no era el único de la ciudad que tenía hoy problemas de memoria, de modo que había buscado su dirección en el archivo e incluso había telefoneado a su esposa. Sin embargo, se encontraba al borde del colapso. Bryce había insistido en que varios hombres permanecieran allí como símbolos del orden. Quería únicamente sus rostros y su voz, no sus inútiles servicios oficiales. Una docena de ciudadanos diversos había acudido también al despacho de Bryce. A las cinco de la tarde, éste había lanzado una llamada a través de todos los medios de comunicación, pidiendo a aquellos cuya memoria de los sucesos recientes no estuviera alterada que acudieran al Hospital Fletcher Memoriaclass="underline" «Si no ha bebido agua de la traída en las últimas veinticuatro horas, probablemente estará completamente bien. Venga aquí. Lo necesitamos». Y así había reunido un curioso grupo. Había un viejo héroe del espacio, Taylor Braskett, un chiflado de los alimentos puros, que sólo bebía agua de manantial. Había una familia francesa, dueños de un restaurante: padre, madre y tres hijos adultos, que preferían el agua mineral importada de la madre patria. Había un vendedor de computadoras llamado McBurney, que había ido a Los Ángeles en viaje de negocios y no había probado el agua contaminada. Y un viejo policía retirado, llamado Adler, que vivía en Oakland, donde no había problemas de memoria. Había cruzado la bahía a toda prisa en cuanto se enteró de que San Francisco se hallaba en apuros. Eso antes de que todos los accesos a la ciudad quedaran cerrados por órdenes de Bryce. Y alguno más, de dudoso valor, pero con una memoria incontestablemente intacta.