Charlaine Harris
El Día del Juicio Mortal
11° de la serie Vampiros Sureños (Sookie Stackhouse)
Dead Reckoning (2011)
He de dedicar este libro a la memoria de mi madre.
No le habría parecido extraño que le dedicaran una novela de fantasía urbana.
Era mi mayor fan y más fiel lectora.
Tenía tantas cosas dignas de mi admiración. La echo de menos cada día que pasa.
Agradecimientos
Me temo que esta vez me dejaré a alguien, ya que soy lo bastante afortunada como para contar con un montón de ayuda mientras trabajo en estos libros. Permitid que dé las gracias a mi asistente y mejor amiga, Paula Woldan, primero y ante todo por aportarme la paz mental necesaria para trabajar sin preocupaciones; a mis amigas las lectoras Toni L. P. Kelner y Dana Cameron, que me ayudan a centrarme en los aspectos importantes de la obra de turno; a Victoria Koski, que intenta mantener el orden del enorme mundo de Sookie; y a mi agente, Joshua Bilmes, y a mi editora, Ginjer Buchanan, que tanto se esfuerzan por mantener encarrilado mi tren profesional. Para este libro, conté con el inapreciable consejo de Ellen Dugan, escritora, madre y bruja.
CAPÍTULO 01
El desván había permanecido cerrado hasta el día siguiente de la muerte de mi abuela. Había encontrado la llave y lo abrí aquel día aciago en busca de su vestido de novia, convencida con la loca idea de que debería ser enterrada con él. Había dado un paso al interior, me había vuelto y salido de allí, dejando la puerta abierta tras de mí.
Ahora, dos años después, volví a abrirla. Los goznes chirriaron ominosamente, como si fuese la medianoche de Halloween, en vez de un soleado miércoles de finales de mayo. Los anchos tablones del suelo protestaron bajo mis pies en cuanto atravesé el umbral. Estaba rodeada de siluetas negras y un ligero olor a moho; el aroma de las viejas cosas olvidadas.
Cuando se añadió la segunda planta a la casa Stackhouse original, décadas atrás, aquélla se había dividido en dormitorios, aunque puede que un tercio hubiera sido relegado a espacio de almacenaje cuando la generación más numerosa de la familia empezó a menguar. Como Jason y yo nos habíamos mudado con nuestros abuelos cuando murieron nuestros padres, la puerta del desván siempre se había mantenido cerrada. La abuela no quería tener que correr detrás de nosotros para limpiar en caso de que decidiéramos que el desván era un buen patio de juegos.
Ahora, la casa me pertenecía y llevaba la llave colgada de una cinta al cuello. Sólo quedábamos tres descendientes en la familia: Jason, yo y el hijo de mi fallecida prima Hadley, un muchachito llamado Hunter.
Palpé la oscuridad con la mano en busca de la cadena, la agarré y tiré de ella. La bombilla del techo se encendió y derramó su luz sobre décadas de desechos familiares.
El primo Claude y el tío abuelo Dermot entraron detrás de mí. Dermot exhaló con tanta fuerza que casi pareció un estornudo. Claude parecía triste. Estaba segura de que lamentaba su oferta de ayudarme a limpiar el desván. Pero no iba a dejar a mi primo en la estacada, no cuando había otro hombre dispuesto a echar una mano. Por ahora, Dermot iba allí donde iba Claude, así que contaba con dos al precio de uno. No había manera de predecir cuánto duraría la situación. Esa mañana, me di cuenta de repente de que pronto empezaría a hacer demasiado calor como para pasar el tiempo en el piso de arriba. La ventana que mi amiga Amelia había instalado en uno de los dormitorios mantenía los espacios habitables a una temperatura tolerable, pero nunca nos habíamos tomado la molestia de cambiar la del desván.
– ¿Cómo vamos a hacer esto? -preguntó Dermot. Él era rubio y Claude moreno; parecían dos sujeta-libros estupendos. Una vez le pregunté a Claude cuántos años tenía, para descubrir que apenas tenía una remota idea. Las hadas no cuentan el tiempo como nosotros, pero sabía que Claude me sacaba al menos un siglo. Era un crío en comparación con Dermot; mi tío abuelo calculaba que me sacaba setecientos años. Ni una arruga, ni una cana, ni el menor rastro de declive físico, en ninguno de los dos.
Dado que la naturaleza feérica era mucho más poderosa en ellos que en mí (yo sólo lo era en una octava parte), todos parecíamos más o menos de la misma edad, bien entrada la veintena. Pero eso cambiaría al cabo de pocos años. Yo parecería mayor que mis venerables familiares. Si bien Dermot se parecía mucho a mi hermano Jason, el día anterior me había dado cuenta de que éste tenía ya patas de gallo. Probablemente Dermot jamás desarrollara ese síntoma de la edad.
Devolviéndome al aquí y al ahora, dije:
– Sugiero que llevemos las cosas al salón. Allí hay mucha más luz y nos será fácil ver qué conservamos y qué tiramos. Cuando despejemos el desván, me pondré a limpiarlo después de que os vayáis a trabajar. -Claude era propietario de un club de striptease en Monroe y conducía hasta allí todos los días. Dermot seguía a Claude allí donde fuese. Como siempre…
– Tenemos tres horas -dijo Claude.
– Manos a la obra -contesté con una amplia sonrisa. Es mi expresión de seguridad.
Una hora más tarde, estaba un poco arrepentida, pero ya era demasiado tarde para echarse atrás (contemplar a Claude y a Dermot sin camiseta hizo el trabajo más interesante). Mi familia ha vivido en esta casa desde que los Stackhouse llegaron al condado de Renard, y de eso hace sus buenos ciento cincuenta años. Nos ha dado tiempo a acumular cosas.
El salón se llenó rápidamente. Había cajas de libros, baúles llenos de ropa, muebles, jarrones. La familia Stackhouse nunca había sido rica, y al parecer siempre habíamos creído que los trastos nos servirían, por muy viejos o rotos que estuviesen, si los conservábamos el tiempo suficiente. Hasta los dos hadas quisieron hacer una pausa después de desplazar trabajosamente un pesado escritorio de madera por las estrechas escaleras. Nos acomodamos en el porche delantero. Los muchachos se sentaron en la barandilla y yo ocupé el balancín.
– Podríamos amontonarlo todo en el jardín y quemarlo -sugirió Claude. No bromeaba. Su sentido del humor era extraño en el mejor de los casos, diminuto el resto de las veces.
– ¡No! -protesté con toda la irritación que sentía-. Sé que estas cosas no son valiosas, pero si otros Stackhouse pensaron que merecía la pena guardarlas, al menos les debemos la cortesía de repasarlas.
– Queridísima sobrina nieta -dijo Dermot-, me temo que Claude lleva razón. Decir que estos desechos «no son valiosos» es hacerles demasiado favor. -Cuando oyes hablar a Dermot, te das cuenta enseguida de que su similitud con Jason se queda en la superficie.
Miré a los hadas masculinos con furia.
– Claro, se me había olvidado que para vosotros dos la mayor parte de este mundo es basura, pero para los humanos puede haber cosas de valor -declaré-. Podría llamar al teatro de Shreveport para ver si necesitan ropa o muebles.
Claude se encogió de hombros.
– Así nos deshacemos de una parte -dijo-. Pero la mayoría de las prendas no valen ni para trapos. -Habíamos empezado a poner cajas en el porche cuando el salón se hizo intransitable y le dio unos golpecitos con el pie a una de ellas. La etiqueta indicaba que el contenido eran cortinas, pero apenas era capaz de imaginar cuál sería su aspecto original.
– Tienes razón -admití. Tomé un poco de impulso con los pies y me balanceé durante un minuto. Dermot entró en la casa y salió con un vaso de té de melocotón con un montón de hielo. Me lo tendió en silencio. Se lo agradecí y contemplé tristemente las cosas que alguien atesoró alguna vez-. Está bien, haremos una hoguera -concluí, cediendo al sentido común-. ¿Lo hacemos donde suelo quemar las hojas?