– Son alfileres de sombrero y de corbata, que también sirven para pañuelos de cuello.
También había pendientes, anillos y broches, además de cajas esmaltadas, adornadas con cuentas y pintadas.
Todos los contenedores estaban cuidadosamente dispuestos. ¿Acaso eran tabaqueras? Atisbé una etiqueta de precio que asomaba discretamente de debajo de un caparazón de tortuga y una caja ovalada de plata, y tuve que contener el aliento mientras un calambre me recorría los miembros.
Mientras aún me preguntaba sobre los objetos que estaba viendo, Brenda y Sam comparaban los méritos de los pendientes de perlas art déco frente a un guardapelo Victoriano de cristal prensado con tapa de bronce esmaltado. Lo que demonios fuera eso.
– ¿Qué opinas, Sookie? -me preguntó Sam, pasando la mirada de un objeto a otro.
Examiné los pendientes de art déco, un conjunto en forma de rosa del que colgaban cuentas de perla. El guardapelo también era bonito, aunque no alcanzaba a imaginar un uso práctico para él, ni para qué podría utilizarlo Jannalynn. ¿Aún eran necesarias esas cosas?
– Seguro que le gusta más exhibir los pendientes -aconsejé-. Es más difícil presumir con un guardapelo. -Brenda me lanzó una mirada velada y, por sus pensamientos, comprendí que me consideraba como una filistea. Así sea.
– El guardapelo es más antiguo -dijo Sam, vacilante.
– Pero menos personal, a menos que seas victoriana.
Mientras Sam comparaba los dos pequeños objetos con los atractivos de una placa policial de New Bedford de setenta años, paseé por la tienda echando un vistazo a los muebles. Descubrí que no apreciaba demasiado las antigüedades. Un defecto más de mi carácter mundano, decidí. ¿O se debía a que me pasaba el día rodeada de antiguallas? No había nada nuevo en mi casa, salvo la cocina, y eso únicamente porque había sido destruida en un incendio. Seguiría utilizando el viejo frigorífico de la abuela si no hubiese sido pasto de las llamas (una antigüedad que no echaba de menos, eso seguro).
Abrí un largo y estrecho cajón que la etiqueta definía como «cofre de mapas». Había una hoja de papel dentro.
– Mira eso -dijo la voz de Brenda Hesterman a mi espalda-. Creía que lo había limpiado todo. Que sea una lección, señorita Stackhouse. Antes de que echemos un vistazo a tus cosas, asegúrate de quitar todos los papeles y demás objetos contenidos. No querrás vender algo de lo que no tuvieras previsto deshacerte.
Me volví y vi que Sam llevaba un paquete envuelto. Mientras me perdía en mi exploración, él había hecho su compra (los pendientes, para mi alivio; el guardapelo había vuelto a su sitio).
– Le encantarán los pendientes. Estará preciosa -aseguré honestamente, y por un instante los pensamientos de Sam se enredaron; eran casi púrpura. Extraño que me diera por pensar en clave de colores. ¿Algún efecto remanente de la droga de chamán que tomé con los licántropos? Demonios, esperaba que no -. Me aseguraré de comprobarlo todo a fondo, Brenda -dije a la vendedora de antigüedades.
Nos citamos dos días después. Me aseguró que encontraría mi aislada casa con su GPS y yo le advertí del largo camino privado a través del bosque, que había hecho creer a no pocos visitantes que se habían perdido.
– No sé si iré yo personalmente o lo hará mi socio, Donald -advirtió Brenda-. Quizá vayamos los dos.
– Será un placer veros -dije-. Si surge alguna cosa o necesitáis cambiar la fecha, hacédmelo saber, por favor.
– ¿Crees que le gustarán? -preguntó Sam cuando ya estábamos en su ranchera, los cinturones puestos. Habíamos vuelto al tema de Jannalynn.
– Por supuesto -exclamé, sorprendida-. ¿Por qué no iban a gustarle?
– No puedo evitar pensar que voy en el rumbo equivocado con ella -admitió Sam-. ¿Quieres que paremos a comer algo en el Ruby Tuesday’s de Youree?
– Claro -accedí-. Sam, ¿por qué piensas eso?
– Le gusto -respondió-. Quiero decir que lo sé. Pero siempre está pensando en la manada.
– ¿Crees que le importa más Alcide que tú?
Eso era lo que captaba de la mente de Sam. A lo mejor estaba siendo demasiado directa. Sam se sonrojó.
– Sí, puede ser -admitió.
– Es una gran lugarteniente y está muy emocionada por haber conseguido el puesto -dije. Me preguntaba si me habría salido lo bastante neutral.
– Es verdad -contestó Sam.
– Se ve que te gustan las mujeres fuertes.
Sonrió.
– Es verdad que me gustan las mujeres fuertes, pero no temo a las que son diferentes. Sin embargo la gente corriente y moliente no me estimula.
Le devolví la sonrisa.
– Ya veo, ya. No sé qué decirte de Jannalynn, Sam. Sería una tonta si no supiera apreciarte. ¿Soltero, trabajador, apuesto? Si ni siquiera usas palillos para la boca en la mesa. ¿Qué más se puede pedir? -Cogí una bocanada de aire porque iba a cambiar de tema y no quería ofender al jefe-. Oye, Sam, sobre lo de esa página web que visitas, ¿crees que podrías averiguar por qué me siento más hada desde que paso más tiempo con mis familiares feéricos? O sea, no crees que esté transformándome en algo más parecido a un hada que a una humana, ¿no?
– Veré lo que puedo averiguar -dijo Sam después de un segundo de tensión-. Pero deberíamos preguntarles a tus compañeros de litera. Deberían facilitarte cualquier información que te sea de ayuda. O quizá yo pueda sacársela.
Lo decía en serio.
– Me lo dirán. -Mis palabras eran más seguras que mis sentimientos.
– ¿Dónde están ahora? -preguntó.
– A estas horas, se habrán ido al club -supuse después de mirar el reloj -. Van pronto para tenerlo todo listo antes de la apertura.
– En ese caso, allí iremos -decretó Sam-. Kennedy abre hoy por mí, y tú no entras hasta esta noche, ¿verdad?
– Sí -dije, descartando mis planes para esa tarde, que no eran nada urgentes, la verdad. Si nos parábamos a almorzar, no llegaríamos a Monroe hasta la una y media, pero podría llegar a casa a tiempo para cambiarme e ir a trabajar. Tras pedir, me excusé. En el servicio de mujeres sonó mi teléfono móvil. No suelo coger llamadas mientras estoy en el baño. No sería agradable estar hablando con alguien y que se oyera tirar de la cadena, ¿no? Como el restaurante era muy ruidoso, salí al exterior para responder a la llamada tras indicárselo a Sam con un gesto. El número me resultaba vagamente familiar.
– Hola, Sookie -dijo Remy Savoy-. ¿Cómo te va?
– Bien. ¿Cómo está mi chico favorito? -Remy había estado casado con mi prima Hadley y habían tenido un hijo, Hunter, que empezaría a acudir al jardín de infancia en otoño. Tras el Katrina, Remy y Hunter se habían mudado a un pueblo llamado Red Ditch, donde Remy había encontrado trabajo en un depósito de madera gracias al enchufe de un primo.
– Está bien. Se esfuerza por seguir tus normas. Me preguntaba si podría pedirte un favor.
– Cuéntame -dije.
– Estoy saliendo con una chica de aquí, se llama Erin. Estábamos pensando en ir al torneo de pesca de lubinas, a las afueras de Baton Rouge, este fin de semana. Eh, ¿crees que podrías cuidar de Hunter? Se aburre si me quedo pescando más de una hora.
Hmmm. Remy iba muy rápido. Su relación con Kristen aún estaba reciente y ya le había encontrado sustituta. Era comprensible. Remy era de buen ver, era un experimentado carpintero y sólo tenía un hijo. Además, la madre de Hunter estaba muerta, así que quedaban despejados los problemas de custodia. No eran malas expectativas en un lugar como Red Ditch.
– Remy, ahora mismo estoy en carretera -le contesté-. Deja que te llame más tarde. Tengo que comprobar mi cuadrante de horarios.
– Genial. Muchas gracias, Sookie. Luego hablamos.
Volví a entrar y vi que ya nos habían servido la comida.
– Era el padre de Hunter -le conté a mi jefe cuando se fue el camarero-. Remy se ha echado una nueva novia y quería saber si podría cuidar de Hunter este fin de semana.