Disfrutaba conducir hasta el trabajo para el turno de noche cuando aún había luz. Encendí la radio y me puse a cantar Crazy con los Gnarls Barkley. Me identificaba con esa canción.
Me crucé con Jason, que iba en dirección opuesta, quizá de camino a casa de su novia. Michele Schubert aún estaba con él. Como Jason al fin estaba madurando, quizá lo suyo fuese algo permanente… si ella quería. El punto más fuerte de Michele era que no se dejaba cautivar por los aparentemente fuertes encantos de Jason en la cama. Si estaba loca por él o celosa de su atención, lo disimulaba perfectamente. Me quitaba el sombrero ante ella. Saludé a mi hermano y él me correspondió con una sonrisa. Parecía feliz, sin problemas. Lo envidiaba desde lo más hondo de mi corazón. Había muchas ventajas en cómo afrontaba Jason la vida.
La concurrencia en el Merlotte’s volvía a ser escasa. Nada sorprendente; una bomba incendiaria es bastante mala publicidad. ¿Y si el negocio no se recuperaba? ¿Y si el Redneck Roadhouse de Vic seguía captando clientes? A la gente le gustaba el Merlotte’s porque era relativamente tranquilo, relajado, porque la comida era buena (aunque limitada en su variedad) y la bebida generosa. Sam siempre había sido un tipo popular hasta que los cambiantes anunciaron su existencia. La misma gente que había recibido a los vampiros con una cauta aceptación parecía considerarlos como la gota que colma el vaso, por así decirlo.
Fui al almacén en busca de un delantal limpio y luego al despacho de Sam para guardar el bolso en el profundo cajón de su escritorio. No estaría de más contar con una pequeña taquilla. Podría guardar mi bolso y cambiarme de ropa en las noches de los pequeños desastres, como cuando se vierte la cerveza o se derrama la mostaza.
Me tocaba relevar a Holly, que se iba a casar con Hoyt, el mejor amigo de Jason, en octubre. Sería la segunda boda de Holly y la primera de Hoyt. Habían decidido hacerlo a lo grande, con una gran ceremonia en la iglesia y una recepción posterior en el mismo recinto. Sabía más del asunto de lo que me gustaría. Si bien aún faltaban meses para la boda, Holly ya se había empezado a obsesionar con los pequeños detalles. Dado que su primera boda la había oficiado un juez de paz, en teoría ésta era su última oportunidad de vivir su sueño. Podía imaginar la opinión de mi abuela acerca del vestido de novia blanco, ya que Holly tenía un hijo pequeño en la escuela. Pero, vaya, si eso le hacía feliz. El blanco suele simbolizar la virginal pureza de la novia. Hoy, eso sólo significaba que se había comprado un vestido caro que no podría utilizar más y dejaría colgado en un armario después del gran día.
Hice una señal a Holly para llamar su atención. Estaba hablando con el hermano Carson, el nuevo sacerdote de la iglesia baptista de Calgary. Se pasaba por allí de vez en cuando, pero nunca pedía alcohol. Holly terminó la conversación y vino hacia mí para contarme el estado de las mesas, que no era demasiado complicado. Me entró un escalofrío cuando vi el rastro quemado en medio del suelo. Una mesa menos que servir.
– Eh, Sookie -dijo Holly, haciendo una pausa de camino a la parte de atrás para recuperar su bolso-, vendrás a la boda, ¿verdad?
– Claro, no pienso perdérmela.
– ¿Te importaría servir el ponche?
Eso era un honor; no tanto como ser la dama de honor, pero aun así importante. No me lo esperaba.
– Me encantaría -expresé con una sonrisa-. Ya lo hablaremos a medida que se acerque la fecha.
Holly estaba satisfecha.
– Perfecto. Bueno, esperemos que el negocio remonte para poder seguir trabajando en septiembre.
– Todo irá bien -anuncié, aunque no estaba nada convencida de ello.
Estuve esperando media hora a Claude y Dermot en casa esa noche, pero no aparecieron y no me sentía con ganas de llamar. Habían prometido que hablarían conmigo; la charla que supuestamente debía ilustrarme acerca de mi herencia feérica. Al parecer, no sería esa noche. Si bien deseaba obtener algunas respuestas, me di cuenta de que tampoco me molestaba. Había sido una jornada muy atareada. Concluí que estaba enfadada. Intenté permanecer despierta para oírlos llegar, pero no aguanté más de cinco minutos.
Cuando desperté a la mañana siguiente, poco después de las nueve, no percibí ninguna de las habituales señales que delataban la presencia de mis huéspedes. El cuarto de baño del pasillo presentaba exactamente el mismo aspecto que la noche anterior, no había platos sucios en la pila de la cocina y nadie se había dejado ninguna luz encendida. Salí por el porche cubierto de la parte trasera. Nada, ningún coche.
A lo mejor estaban demasiado cansados para conducir el camino de vuelta a Bon Temps, o quizá les había sonreído la suerte. Cuando Claude se mudó conmigo, me dijo que si hacía alguna conquista, se quedaría en su casa de Monroe con el afortunado. Di por sentado que Dermot haría lo mismo, aunque, pensándolo bien, nunca lo había visto con nadie, fuese hombre o mujer. También había dado por hecho que le gustaban más las mujeres que los hombres por la sencilla razón de que se parecía a Jason, que adoraba a las mujeres. Ideas preconcebidas. Idiota.
Me preparé unos huevos con tostadas y algo de fruta y leí un libro de la biblioteca de Nora Roberts mientras desayunaba. Hacía semanas que no me sentía tan yo misma. Exceptuando la visita al Hooligans, la jornada anterior había sido agradable y no tenía a nadie quejándose en la cocina por la falta de pan de maíz entero o agua caliente (Claude) o haciendo chistes floridos cuando lo único que deseaba era leer (Dermot). Era agradable descubrir que aún podía disfrutar de la soledad.
Canté en la ducha y me maquillé. Era hora de volver al trabajo para el primer turno. Miré el salón, cansada de verlo como un vertedero. Me recordé a mí misma que mañana vendrían los de la tienda de antigüedades.
Había más clientela en el bar que anoche, lo cual no hizo sino ponerme más contenta. Me sorprendió un poco ver a Kennedy tras la barra. Tenía el aspecto impecable de la reina de la belleza que fue una vez, a pesar de llevar unos vaqueros ajustados y una camiseta de tirantes a rayas blancas y grises. Hoy tocaba el día de las mujeres bien acicaladas.
– ¿Dónde está Sam? -pregunté-. Pensé que vendría a trabajar.
– Me llamó esta mañana para decirme que seguía en Shreveport -me dijo Kennedy, mirándome de reojo -. Imagino que el cumpleaños de Jannalynn fue mejor de lo esperado. Necesito echar todas las horas posibles, así que me alegró tener que sacar el trasero de la cama para traerlo hasta aquí.
– ¿Qué tal están tus padres? -pregunté -. ¿Han venido a verte últimamente?
Kennedy esbozó una sonrisa amarga.
– Sólo de paso, Sookie. Siguen deseando que volviese a ser la reina de la belleza del desfile y enseñase en las clases dominicales, pero me mandaron un cheque cuando salí de prisión. Tengo suerte de tenerlos.
Sus manos se quedaron quietas en un vaso a medio secar.
– He estado pensando -dijo, e hizo una pausa. Esperé a que siguiera. Sabía lo que venía a continuación-. Me preguntaba si quien incendió el bar no sería un familiar de Casey -añadió con mucha cautela-. Cuando le disparé, no hacía más que salvar mi propia vida. No me paré a pensar en su familia, ni en la mía, ni en nada más que seguir viva.