Dermot y Claude me atravesaron con la mirada.
– Está bien, lo haremos aquí, sobre la grava -dije. La última vez que renové la grava del camino privado, incluí la zona de aparcamiento, rodeada de maderos decorativos-. Tampoco recibo tantas visitas.
Cuando Dermot y Claude lo dejaron para ducharse y cambiarse para ir al trabajo, la zona de aparcamiento contenía un sustancioso montón de objetos inútiles a la espera de una antorcha. Las mujeres de la familia habían almacenado innumerables juegos de sábanas y colchas, y la mayoría se encontraban en la misma condición deplorable que las cortinas. Para mi profundo pesar, muchos de los libros estaban enmohecidos y habían sido víctimas de los roedores. Los añadí a la pila con un suspiro, a pesar de que la mera idea de quemar libros me ponía enferma. Pero el mobiliario roto, los paraguas carcomidos, las alfombrillas sucias, una vieja maleta de cuero con agujeros…, nadie volvería a necesitar esos objetos.
Las fotografías que habíamos rescatado, enmarcadas, en álbumes o sueltas, quedaron depositadas en una caja, en el salón. Metimos los documentos en otra caja. También encontré algunas muñecas viejas. Por la televisión, sabía que algunas personas coleccionaban ese tipo de muñecas, así que quizá ésas valieran algo. También había algunas armas antiguas y una espada. ¿Dónde está Antiques Roadshow [1] cuando se lo necesita?
Esa tarde, en el Merlotte’s, le conté a mi jefe, Sam, el día que había tenido. Sam, un hombre compacto, pero en realidad muy fuerte, estaba desempolvando las botellas tras la barra. Esa noche no había mucha clientela. De hecho, el negocio había flaqueado durante las últimas semanas. No sabía si el bajón se debía a la planta de procesamiento de pollos que había cerrado o al hecho de que Sam fuese un cambiante (los cambiantes habían intentado emular la provechosa transición de los vampiros, pero no les había ido tan bien). También había un bar nuevo, el Redneck Roadhouse de Vic, a unos diez kilómetros al oeste por la interestatal. Había oído que allí se celebraban todo tipo de concursos de camisetas mojadas, competiciones de bebida de cerveza y un evento llamado «Noche de traerse a Bubba». Mierda como ésa.
Mierda que gustaba a la gente. Mierda que animaba a consumir.
Fuesen cuales fuesen las razones, Sam y yo tuvimos mucho tiempo para hablar de desvanes y antigüedades.
– Hay en Shreveport una tienda llamada Splendide -dijo Sam-. Los dos dueños son coleccionistas. Podrías llamarlos.
– ¿De qué los conoces? -Vale, quizá no había ido con todo el tacto aconsejable.
– Bueno, sé más cosas, aparte de atender un bar -me respondió Sam, mirándome de soslayo.
Rellené una jarra de cerveza para una de mis mesas. Al volver, continué:
– Ya sé que sabes de muchas cosas. Sólo me preguntaba cómo has ido a dar con las antigüedades.
– En realidad no he dado con ellas. Pero Jannalynn sí. Splendide es su tienda favorita.
Parpadeé procurando no parecer tan desconcertada como me sentía. Jannalynn Hopper, que llevaba semanas saliendo con Sam, tan feroz que había sido nombrada lugarteniente de la manada del Colmillo Largo, a pesar de sus veintiún años y no medir más que una colegiala. Resultaba complicado imaginar a Jannalynn restaurando una antigua foto o intentando encajar un antiguo aparador colonial en su casa de Shreveport. Pensándolo bien, no tenía ni idea de dónde vivía. ¿Viviría en una casa como todo el mundo?
– Jamás lo habría imaginado -dije, forzando la sonrisa. Personalmente opinaba que Jannalynn no era digna de Sam.
Por supuesto, me reservé mi opinión. Invernaderos, piedras, ya se sabe. Yo salía con un vampiro cuya lista negra superaba a buen seguro la de Jannalynn, ya que Eric superaba los mil años. En uno de esos terribles momentos que sobrevienen de vez en cuando, me di cuenta de que todos los hombres con los que había salido, si bien escasos en número, eran unos asesinos.
Yo también lo era.
Tuve que sacudirme esos pensamientos o acabaría presa de la melancolía toda la tarde.
– ¿Me puedes dar un nombre y el número de la tienda? – Ojalá aceptasen desplazarse a Bon Temps. Me veía alquilando una furgoneta para llevar todo el contenido de mi desván a Shreveport.
– Sí, lo tengo en el despacho -dijo Sam-. Hace poco hablé con Brenda, la dueña de la mitad del negocio, sobre comprar algo especial por el cumpleaños de Jannalynn. Está al caer. Se llama Brenda, Brenda Hesterman. Me llamó esta mañana para decirme que tiene algunas cosas para que les eche un vistazo.
– ¿Crees que podríamos ir mañana? -sugerí-. Tengo el salón desbordado de cosas y algunas cajas las he tenido que sacar al porche. No hará buen tiempo siempre.
– ¿Crees que Jason se quedará con algo? -preguntó Sam comedidamente-. Vamos, entiendo que son cosas familiares.
– El mes pasado se quedó con una mesa camilla -dije -. Pero supongo que debería preguntarle. -Medité al respecto. La casa y sus contenidos eran míos, ya que la abuela me había legado la propiedad. Hmmm. Bueno, lo primero es lo primero -. Veamos si la señora Hesterman quiere echar un vistazo. Si hay algo de valor, puede que lo piense.
– Vale -dijo Sam-. Suena bien. ¿Paso a recogerte a las diez?
Era un poco temprano para estar lista, ya que hoy me tocaba el turno de noche, pero accedí.
Sam parecía satisfecho.
– Puedes darme tu opinión sobre lo que me enseñe Brenda. Me vendrá bien contar con una opinión femenina. – Se pasó los dedos por el pelo que, como de costumbre, era un desastre. Hace meses, se lo cortó mucho y ahora estaba en una extraña etapa de crecimiento y vuelta a su ser. Tiene un color bonito, una especie de rubio con toques de fresa, pero como es rizado parecía costarle adoptar una dirección concreta. Reprimí la tentación de sacar un peine y arreglar ese desastre. Son cosas que una empleada no puede hacer con la cabeza de su jefe.
Kennedy Keyes y Danny Prideaux, que trabajaban para Sam a media jornada como sustituía en la barra y portero respectivamente, entraron y se sentaron en sendos taburetes vacíos. Kennedy es preciosa. Acabó finalista en el concurso de Miss Luisiana hace algunos años y no ha perdido su atractivo de reina de la belleza. Su pelo es castaño, denso y brillante, con unas puntas que nunca se abren. Se maquilla meticulosamente. Se hace la manicura y la pedicura regularmente. No se compraría la ropa en el Wal-Mart aunque su vida dependiese de ello.
Años atrás, su futuro, que debería haber incluido un matrimonio en un club de campo del condado de al lado y una cuantiosa herencia, se descarriló cuando cumplió una condena por homicidio involuntario.
Al igual que casi todos mis conocidos, opinaba que el novio se lo merecía, especialmente después de ver las fotos de medio cuerpo de ella, con los cardenales negros y azules surcándole toda la cara. Si bien confesó haberle disparado cuando llamó al 911, la familia de Kennedy gozaba de cierta influencia y le ahorró la condena a muerte. Consiguió una condena leve y una reducción por buen comportamiento tras pasar una temporada enseñando modales y buenas costumbres de aseo a sus compañeras de reclusión. Poco a poco, Kennedy cumplió la condena. Al salir libre, alquiló un pequeño apartamento en Bon Temps, donde vivía su tía, Marcia Albanese. Sam le ofreció el puesto al poco de conocerla y ella lo aceptó en el acto.
– Hola, tío -dijo Danny a Sam-. ¿Nos pones dos mojitos?
Sam sacó la menta de la nevera y se puso a preparar la bebida. Le pasé unas rodajas de lima cuando las copas estuvieron casi listas.
– ¿Qué plan tenéis esta noche? -les pregunté -. Kennedy, estás preciosa.
– ¡He conseguido perder cinco kilos! -dijo. Cuando Sam les sirvió las bebidas, escenificó un brindis hacia Danny-. ¡Por mi antigua figura! ¡Ojalá que pronto la recupere!
Danny sacudió la cabeza y exclamó:
– ¡Eh! No te hace falta hacer nada para estar preciosa. -Tuve que dejarlos solos para no ponerme sentimental. Danny era un tipo duro que no podía haber nacido en un entorno más diferente que el de Kennedy (la única experiencia que habían tenido en común era la cárcel), pero vaya, estaba coladito por ella. Percibía su amor desde donde estaba. No hacía falta ser telépata para notar la devoción de Danny.