La esencia de todo se reducía a que ellos querían cuatro grandes piezas de mobiliario (incluido el escritorio), un par de maniquís, un pequeño cofre, algunas cucharas y dos tabaqueras de marfil. Algunas de las prendas de ropa interior estaban en buen estado, y Brenda dijo conocer un método de lavado que sacaría las manchas y las haría parecer como nuevas, aunque no pensaba darme mucho por ellas. Añadió a la lista una silla para amamantar (demasiado pequeña para una mujer actual) y Donald se interesó en una caja de alhajas de los años treinta y cuarenta. El edredón de mi bisabuela, con el patrón de la rueda de carro, llamaba mucho la atención de los tratantes, y nunca había sido mi favorito, así que no me importó perderlo de vista.
Lo cierto era que me alegraba que esos objetos acabasen en hogares donde serían valorados, apreciados y cuidados en vez de acabar acumulando polvo en un desván.
Donald no podía disimular su interés en la gran caja de fotos y papeles que aún aguardaba mi inspección, pero de ninguna manera se la iba a dar hasta repasar todo su contenido. Le dije eso mismo con un tono muy educado y también acordamos que, si descubrían más compartimentos secretos en los muebles que se llevaban, tendría derecho a ser la primera en comprar el contenido, si es que tenía algún valor económico.
Tras llamar a su tienda para programar la recogida y firmar un cheque, los compradores se marcharon con un par de objetos pequeños. Parecían tan satisfechos como yo después de esa jornada de trabajo.
Al cabo de una hora, apareció por el camino un camión grande de Splendide con dos fornidos hombres en la cabina. Tres cuartos de hora más tarde, los muebles estaban envueltos y cargados en la parte de atrás. Por fin podía prepararme para ir a trabajar. No sin dolor, pospuse el repaso de los objetos hallados y los dejé en el cajón de mi mesilla.
Si bien tenía que darme prisa, me tomé un momento para disfrutar de la casa para mí sola mientras me maquillaba y me ponía el uniforme. Decidí que hacía bastante calor para ponerme los shorts.
Había ido a Wal-Mart para comprarme un par nuevo la semana anterior. En honor a su estreno, me aseguré de tener las piernas extra-depiladas. Mi piel ya estaba morena. Me miré al espejo, satisfecha con lo que me encontré.
Llegué al Merlotte’s alrededor de las cinco. La primera persona que vi fue la nueva camarera, India. India tenía una suave piel de color chocolate, el pelo trenzado y un piercing en la nariz, además de ser la persona más alegre que había visto en muchos domingos. Me recibió con una enorme sonrisa, como si fuese la persona que justamente estaba esperando ver…, lo cual era literalmente cierto. Me tocaba relevarla.
– Cuidado con el tipo de la cinco -me advirtió-. No deja de beber. Debe de haberse peleado con la mujer.
Lo sabría en cuanto tuviese un momento para «escuchar» sus pensamientos.
– Gracias, India. ¿Algo más?
– Esa pareja de la once. Quieren el té sin azúcar y con mucho limón. Su comida debería estar lista dentro de nada. Verdura rebozada y una hamburguesa para cada uno. La de él con queso.
– Muy bien. Que pases buena noche.
– Eso pienso hacer. Tengo una cita.
– ¿Con quién? -pregunté por pura curiosidad.
– Con Lola Rushton -dijo.
– Creo que fui al instituto con Lola -comenté sin apenas interrupciones para indicar que el hecho de salir con otra chica me parecía de lo más natural.
– Ella se acuerda de ti -contestó India y se rió.
De eso no me cabía duda, ya que había sido la chica más rara de mi instituto.
– Todo el mundo se acuerda de mí como la loca de Sookie -comenté, procurando mantener a raya el lamento de mi voz.
– Estuvo por ti durante un tiempo -aseguró.
Me sentí extrañamente complacida.
– Me halaga -dije y me puse a trabajar.
Hice un rápido repaso de mis mesas para asegurarme de que todo el mundo estaba atendido, serví las verduras rebozadas y las hamburguesas. Vi con alivio que el señor Gruñón Abandonado dejaba su última copa y se iba del bar. No estaba borracho, pero sí predispuesto a buscar pelea, así que me alegré de que se fuera. No necesitábamos más problemas.
No era el único cascarrabias del día en el Merlotte’s. Sam estaba rellenando formularios del seguro, y como es una de las cosas que más odia, pero debe hacerlo todo el tiempo, su humor no era precisamente alegre. La barra estaba llena de papeleo, y en un hueco entre cliente y cliente, pude echar un vistazo. Si lo leía tranquila y lentamente, no era tan complicado, por muy enrevesada que fuese la redacción. Empecé a comprobar apartados y rellenar casillas, y llamé a la policía para decir que necesitábamos una copia del informe policial sobre el ataque incendiario. Les di el número de fax de Sam, y Kevin me prometió que me mandaría lo que pedía.
Alcé la mirada para encontrarme a mi jefe frente a mí con una expresión de absoluta sorpresa.
– ¡Lo siento! -exclamé al instante-. Parecías tan estresado por todo que no me pareció mal echar un vistazo. Lo dejaré como estaba. – Agarré los papeles y se los entregué a Sam.
– No -expresó, echándose atrás con las manos levantadas-. No, no. Sook, gracias. No se me había ocurrido pedir ayuda. -Bajó la mirada-. ¿Has llamado a la policía?
– Sí. Me ha atendido Kevin Pryor. Nos va a mandar el informe sobre el ataque.
– Gracias, Sook. – Sam parecía como si Santa Claus acabase de aparecer en el bar.
– No me importa rellenar formularios -dije sonriendo-. No te contestan. Será mejor que lo compruebes para asegurarte de que no he metido la pata.
Sam me sonrió sin molestarse en mirar los papeles.
– Buen trabajo, amiga mía.
– Sin problema. -Me había agradado tener algo con lo que mantenerme ocupada para no pensar en los objetos que me aguardaban en el cajón de mi mesilla. Oí que abrían la puerta delantera y miré hacia allí, aliviada porque entraban más clientes. Tuve que esforzarme por contener la expectación de mi rostro al ver que Jannalynn Hopper había llegado.
Sam es un tipo que podríamos catalogar como aventurero en sus relaciones, y Jannalynn no era la primera mujer fuerte (por no decir temible) con la que salía. Baja y delgada, Jannalynn tenía un agresivo sentido del estilo y un feroz deleite hacia su ascenso como lugarteniente de la manada del Colmillo Largo, afincado en Shreveport.
Esa noche, Jannalynn había escogido unos pantalones vaqueros cortos, unas sandalias que se ataban a las pantorrillas y una camiseta de tirantes azul sin sujetador debajo. Llevaba puestos los pendientes que Sam le había comprado en Splendide y como media docena de cadenas y colgantes de diversas longitudes al cuello. Ahora llevaba el corto pelo de tono platino, muy claro y de punta. Parecía un atrapasol, como el que Jason me había regalado para que lo colgara en la ventana de la cocina.
– Hola, cariño -le dijo a Sam al pasar junto a mí sin siquiera dedicarme una mirada de reojo. Aferró a Sam en un posesivo abrazo y lo besó hasta la saciedad.
Él la correspondió, pero sus ondas mentales delataban que se sentía un poco avergonzado. Pero eso poco le importaba a Jannalynn, por supuesto. Me di la vuelta rápidamente para comprobar los niveles de sal y pimienta de los saleros de las mesas, si bien tenía muy claro que todo estaba en orden.
A decir verdad, Jannalynn siempre me había parecido perturbadora, casi temible. Era muy consciente de la amistad entre Sam y yo, sobre todo desde que conocí a su familia en la boda de su hermano y todos se llevaron la impresión de que era su novia. No podía culparla por su suspicacia; yo, en su lugar, me habría sentido igual.
Jannalynn era una joven suspicaz tanto por naturaleza como por profesión. Parte de su trabajo consistía en evaluar amenazas y actuar frente a ellas antes de que Alcide o la manada sufrieran daño alguno. También regentaba el Pelo del perro, un pequeño bar que atendía esencialmente a miembros de la manada del Colmillo Largo y algunos otros cambiantes de Shreveport. Era mucha responsabilidad para alguien tan joven como Jannalynn, pero parecía haber nacido para ese desafío.