Todavía no habíamos corrido las cortinas de la ventana delantera, y cuando me di cuenta de que había oscurecido, me dispuse a ello. A pesar de observar el oscuro aparcamiento desde el luminoso bar, había algunas luces en el exterior y noté que algo se movía, y era muy rápido. Venía hacia el bar. Apenas tuve un segundo para extrañarme y entonces atisbé una llama.
– ¡Al suelo! -grité, pero la palabra no había terminado de salir de mi boca cuando una botella incendiaria rompió el cristal y se estrelló sobre una mesa vacía, rompiendo el servilletero y arrojando el salero y el pimentero. Las servilletas empezaron a arder en el punto de impacto y volaron hacia el suelo, las sillas y las personas. La propia mesa se convirtió en una bola de fuego casi instantáneamente.
Danny reaccionó más rápido de lo que jamás había visto a un ser humano. Arrancó a Kennedy del taburete, levantó la portezuela de la barra y la cobijó debajo. Se produjo un efímero atasco cuando Sam, que se movía aún más rápido, se hizo con el extintor de la pared e intentó saltar la barra para rociar el foco del incendio.
Sentí que el corazón se me desbocaba y comprobé que una de las servilletas había prendido mi delantal. Me avergüenza admitir que empecé a chillar. Sam se giró para rociarme con el extintor y volvió a centrarse en las llamas. Los clientes también gritaban, esquivando llamas, corriendo hacia el pasillo que conducía a los aseos y el despacho de Sam, hasta la salida trasera que daba al aparcamiento. Una de nuestras clientas fijas, Jane Bodehouse, sangraba profusamente, la mano apretada contra el cráneo magullado. Había estado cerca de la ventana, que no era su lugar habitual en el bar, así que imaginé que se había cortado con los cristales rotos. Jane trastabilló y se habría caído si no la hubiese cogido del brazo.
– Ve por ahí -le grité al oído y la empujé en la dirección correcta. Sam estaba luchando por extinguir el foco más intenso, apuntando con el extintor a su base como mandan los cánones, pero las servilletas que habían salido volando estaban provocando más focos secundarios. Cogí las jarras de agua y de té de la barra y empecé a rociar metódicamente las llamas del suelo. Las jarras estaban llenas y conseguí vaciarlas con gran eficiencia.
Una de las cortinas estaba ardiendo. Avancé tres pasos, apunté con cuidado y arrojé el té que me quedaba. La llama no pareció verse muy afectada. Cogí un vaso de agua de una de las mesas y me acerqué al fuego más de lo que me hubiera gustado. Sin dejar de dar respingos, vertí el líquido por la cortina en llamas. Noté calor a mi espalda y un olor repugnante. Una poderosa ráfaga química me provocó una extraña sensación en la espalda. Me giré para averiguar de qué se trataba y vi a Sam dando vueltas con el extintor.
Me encontré mirando la cocina desde el pasa-platos. Antoine, el cocinero, estaba apagando todos los aparatos. Chico listo. Podía oír el camión de bomberos en la distancia, pero estaba demasiado ocupada lidiando con las llamas que iban aflorando como para sentirme aliviada. Mis ojos, anegados de lágrimas por el humo y los productos químicos, miraban frenéticamente en todas direcciones en busca de conatos de incendio mientras la tos se apoderaba de mis pulmones. Sam había corrido a su despacho en busca del segundo extintor y ya estaba de vuelta con el artilugio preparado. Intercambiamos posiciones, listos para saltar a la acción a la mínima llama.
Ninguno de los dos vio nada.
Sam lanzó otra descarga a la botella que había originado el incendio y luego dejó el extintor en el suelo. Se inclinó, apoyando las manos en los muslos con la respiración entrecortada. El también empezó a toser. Al cabo de un segundo, se acuclilló sobre la botella.
– No la toques -le dije precipitadamente y su mano se paralizó en el aire.
– Claro que no -contestó, burlándose de sí mismo, y se incorporó -. ¿Pudiste ver quién la lanzó?
– No -admití. Éramos los únicos que quedábamos en el bar. El camión de bomberos cada vez estaba más cerca, así que sabía que apenas nos quedaba un minuto para hablar a solas-. Puede que hayan sido los mismos que se manifestaron en el aparcamiento, aunque no sabía que los de la congregación se divertían con bombas incendiarias. -No todo el mundo en la zona estaba contento con la confirmación de la existencia de criaturas como los hombres lobo y demás cambiantes después de la Gran Revelación, y la Inmaculada Palabra del Tabernáculo de Clarice había enviado a algunos de sus miembros para manifestarse delante del Merlotte’s de vez en cuando.
– Sookie -dijo Sam-. Lamento lo de tu pelo.
– ¿Qué le pasa? -pregunté, llevándome la mano a la cabeza. La conmoción empezaba a coger cuerpo.
– Se te ha chamuscado la punta de la coleta -dijo y se sentó de repente. No parecía mala idea.
– Así que eso era lo que olía tan mal -señalé, derrumbándome en el suelo, junto a él. Teníamos la espalda apoyada en la base de la barra, ya que los taburetes habían quedado esparcidos por todas partes en el frenesí previo. Se me había quemado el pelo. Noté cómo las lágrimas surcaban mis mejillas. Sabía que era una estupidez, pero no podía evitarlo.
Sam me cogió con fuerza de la mano, y aún estábamos así cuando los bomberos irrumpieron en el local. A pesar de que el Merlotte’s está fuera de los límites de la ciudad, recibimos servicio de los bomberos de la misma, aunque no de los voluntarios.
– No creo que vayáis a necesitar la manguera -explicó Sam-. Creo que está apagado. -Estaba ansioso por evitarle más daños al bar.
Truman La Salle, el jefe del destacamento, dijo:
– ¿Necesitáis asistencia médica? -Pero su mirada decía otra cosa y sus palabras sonaban vacías.
– Estoy bien -contesté, tras mirar a Sam-, pero Jane está ahí fuera con un corte en la cabeza. ¿Sam?
– Creo que me he quemado un poco la mano derecha -indicó, apretando la boca como si acabara de percatarse del dolor. Me soltó para frotarse la mano y su respingo fue de lo más revelador.
– Tienes que curarte eso -aconsejé-. Las quemaduras duelen como el demonio.
– Sí, ya lo veo -dijo, cerrando los ojos con fuerza.
Bud Dearborn entró tan pronto como Truman gritó su visto bueno. El sheriff debía de estar acostado, porque su aspecto rezumaba improvisación y le faltaba el sombrero, una parte indispensable de su vestuario. El sheriff ya rondaría los cincuenta largos, y aparentaba cada minuto de todos ellos. Siempre me pareció un pekinés. Ahora parecía un pekinés gris. Se pasó varios minutos recorriendo el bar, cuidando donde pisaba, casi husmeando el desaguisado. Finalmente pareció satisfecho y se puso ante mí.
– ¿En qué os habéis metido ahora? -preguntó.
– Alguien ha lanzado una botella incendiaria por la ventana -dije-. Nada que ver conmigo. -Estaba demasiado conmocionada para mostrar enfado.
– ¿Iban a por ti, Sam? -inquirió el sheriff. Se alejó sin esperar una respuesta.
Sam se levantó trabajosamente y se volvió para tenderme su mano izquierda. La agarré y él tiró. Dado que Sam es más fuerte de lo que parece, me incorporé en un suspiro.
El tiempo se detuvo durante unos minutos. Tenía que pensar que quizá estuviese un poco conmocionada.
Cuando el sheriff Dearborn completó su lento pero minucioso registro del bar, volvió con nosotros.
Para entonces, ya teníamos otro sheriff con el que lidiar.
Eric Northman, mi novio y sheriff vampiro de la Zona Cinco, que comprendía Bon Temps, atravesó la puerta tan deprisa que, para cuando Bud y Truman se dieron cuenta de su presencia, saltaron del susto y pensé que Bud desenfundaría su arma. Eric me agarró de los hombros y se inclinó para mirarme fijamente a la cara.