– ¡Oh, Andy! ¡Es maravilloso! -Me sentía ridículamente complacida porque sabía que a Bill le gustaría mucho la idea.
Andy parecía abochornado. Supe que sintió alivio cuando sonó su móvil.
– Hola, cariño -dijo tras mirar la pantalla antes de abrir la tapa-. ¿Qué pasa? -Sonrió mientras escuchaba-. Vale, te llevaré el batido -confirmó-. Te veo enseguida.
Bud volvía a la mesa cuando Andy echó un vistazo a la nota y dejó un billete de diez.
– Esa es mi parte -añadió-. Quédate el cambio, Bud, tengo que irme corriendo a casa. Halleigh necesita que coloque la barra de la cortina en el cuarto del bebé y se muere por un batido de caramelo. No serán más que diez minutos. -Nos sonrió y desapareció por la puerta.
Bud se volvió a sentar y sacó lentamente el dinero de su vieja cartera para pagar su parte de la cuenta.
– Halleigh embarazada, Portia embarazada, Tara por partida doble. Sookie, vas a tener que hacer algo si no te quieres quedar rezagada -dijo antes de apurar su bebida-. Está bien este té helado. -Dejó el vaso sobre la mesa con un ligero batacazo.
– No necesito tener un bebé sólo porque otras mujeres vayan a hacerlo -contesté-. Lo tendré cuando esté preparada.
– Pues no lo tendrás nunca si sigues saliendo con ese muerto -dijo Bud a bocajarro-. ¿Qué crees que pensaría tu abuela?
Cogí el dinero, giré sobre mis talones y me alejé. Pedí a Danielle que le llevase el cambio. No quería volver a hablar con Bud.
Es una estupidez, lo sé. Tenía que endurecer más la piel. Y Bud no había dicho ninguna mentira. Claro que él tenía la idea de que todas las mujeres jóvenes desean tener hijos y señalaba que iba por el mal camino. ¡Como si no lo supiera! ¿Qué me habría dicho mi abuela?
Días atrás, habría respondido sin dudarlo. Ahora no estaba tan segura. Había tantas cosas que no sabía de ella. Pero estaba casi segura de que me aconsejaría que siguiese los dictados de mi corazón. Y amaba a Eric. Mientras cogía la cesta de la hamburguesa para llevarla a la mesa de Maxine Fortenberry (siempre almuerza con Elmer Claire Vaudry), me sorprendí ansiando que llegara el ocaso para que despertase. Deseaba verlo con cierta desesperación. Necesitaba la seguridad de su presencia, la certeza de que me amaba también, el apasionado vínculo que sentíamos cada vez que nos tocábamos.
Mientras aguardaba otro encargo en el pasa-platos, observé a Sam, que estaba en la caja. Me preguntaba si él sentía lo mismo por Jannalynn que yo por Eric. Llevaba con ella más tiempo que con cualquier otra persona desde que lo conocía. Quizá pensaba que iba en serio con ella porque se buscaba las tornas para tener algunas noches libres y verla más a menudo, cosa que nunca había hecho con anterioridad. Me sonrió cuando nuestras miradas se encontraron. Me agradaba mucho verlo feliz.
Aunque opinaba que Jannalynn no era lo bastante buena para él.
Casi me eché una mano a la boca. Me sentí tan culpable como si lo hubiese dicho en voz alta. Su relación no era asunto mío, me dije con severidad. Pero una voz en mi interior me decía que Sam era mi amigo y que Jannalynn era demasiado despiadada y violenta como para hacerlo feliz a largo plazo.
Jannalynn había matado, pero yo también. Quizá la catalogaba como violenta porque parecía disfrutar matando. La idea de parecerme a ella en lo esencial (¿a cuántas personas deseaba ver muertas?) era otro motivo de desaliento. El día sólo podía mejorar.
Un pensamiento fatal, sin duda.
Sandra Pelt entró a grandes zancadas en el bar. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que la vi, aparte de que había intentado matarme. Por entonces era una adolescente, y aún no había cumplido los veinte, pensé; pero parecía un poco mayor, su cuerpo más maduro, y se había hecho un bonito peinado que contrastaba sobremanera con la hosquedad de su expresión. Traía consigo un aura de rabia. Si bien su delgado cuerpo estaba favorecido por unos vaqueros y una camiseta de tirantes sobre una falda suelta, su cara irradiaba demencia. Disfrutaba provocando daño. Era algo que no pasaba desapercibido a poco que mirases en su mente. Sus movimientos eran espasmódicos y llenos de tensión, y recorrió con la mirada a todos los presentes hasta dar conmigo. La mirada se le encendió como los fuegos artificiales del Cuatro de Julio. Tuve una clara visión de su mente. Llevaba una pistola escondida en los vaqueros.
– Oh, oh -me dije en voz muy baja.
– ¿Qué más tengo que hacer? -aulló Sandra.
Todas las conversaciones del bar se apagaron. Por el rabillo del ojo vi que Sam cogía algo de debajo de la barra. No lo conseguiría a tiempo.
– Intento quemarte, pero el fuego se apaga -siguió diciendo a voz en grito-. Doy a esos capullos drogas y sexo gratis para que te atrapen y la cagan. Intento meterme en tu casa, pero tu magia me lo impide. ¡He intentado matarte una y otra vez, y es que no te mueres!
Casi tuve ganas de pedir disculpas.
Por otra parte, estaba muy bien que Bud Dearborn hubiese podido escuchar todo aquello. Pero estaba de pie, frente a Sandra, su mesa interponiéndose entre ambos. Hubiese sido mucho mejor que estuviese detrás de ella. Sam empezó a escorarse a la izquierda, pero el hueco de paso estaba a su derecha y no me imaginaba cómo podría sortear la barra y colocarse detrás antes de que pudiera matarme. Pero ése no era el plan de Sam. Mientras Sandra estaba centrada en mí, pasó un bate de béisbol a Terry Bellefleur, que estaba jugando a los dardos con otro veterano. Terry a veces estaba un poco loco y presentaba unas cicatrices horribles, pero siempre me había caído bien. Terry asió el bate. Menos mal que el tocadiscos del bar se puso a sonar para camuflar los pequeños sonidos de la maniobra.
De hecho, estaba sonando la vieja balada de Whitney Houston I Will Always Love You, lo cual me pareció bastante curioso.
– ¿Por qué te empeñas siempre en mandar a otros, para hacer tu trabajo? -pregunté para cubrir el ruido de Terry mientras avanzaba-. ¿Es que eres una especie de cobarde? ¿No crees que una mujer pueda hacer su propio trabajo?
Quizá provocar a Sandra no había sido tan buena idea, porque se llevó la mano a la espalda a la velocidad de un cambiante y me encontré con una pistola apuntándome, justo antes de que el dedo empezara a presionar el gatillo en un instante que me pareció eterno. Y entonces vi el bate agitarse y golpear, tirando a Sandra al suelo como una marioneta a la que han cortado las cuerdas. Había sangre por todas partes.
Terry se volvió loco. Se agachó gritando y soltó el bate como si le quemase entre las manos. No importaba lo que le dijera la gente (la fórmula más habitual era: «¡Cállate, Terry!»), que él seguía chillando.
Jamás pensé que alguna vez acabaría en el suelo meciendo a Terry Bellefleur entre mis brazos mientras le murmuraba cosas al oído. Pero así era, ya que parecía empeorar si se le intentaba acercar cualquier otro. Incluso los técnicos de la ambulancia se pusieron nerviosos cuando Terry les lanzó un alarido. Aún estaba en el suelo, manchado de sangre, cuando se llevaron a Sandra al hospital de Clarice.
Estaba agradecida a Terry, que siempre había sido agradable conmigo aun cuando pasaba por sus malas rachas. Vino a despejar el lugar cuando un pirómano prendió fuego a la cocina de mi casa. Me había ofrecido uno de sus cachorrillos. Y ahora había dañado el frágil equilibrio de su mente para salvarme la vida. Mientras lo mecía y le daba palmadas en la espalda y él sollozaba, escuché el constante flujo de sus palabras mientras los pocos clientes que quedaban en el Merlotte’s hacían todo lo posible para mantener una buena distancia de nosotros.
– Hice lo que me dijo -se justificó Terry- el hombre brillante, seguí a Sookie y evité que le hicieran daño, nadie debe hacerle daño, intenté vigilarla, y entonces entró esa zorra y supe que quería matar a Sook, lo supe, no quería volver a mancharme las manos de sangre, pero no podía dejar que le hiciese daño, no podía, y no quería matar a otra persona en todo lo que me quedaba de vida, nunca lo quise.