– Y por eso me llamó -concretó Amelia.
Eric paseó su mirada entre Amelia y yo. Parecía profundamente irritado.
– Pero ahora que han cogido a esa zorra, Sookie, seguro que ya no corres peligro, ¿verdad?
– ¿Qué? -saltó Amelia. Ahora era su turno de pasear la mirada entre Eric y yo -. ¿Qué ha pasado esta noche, Sookie?
Se lo conté resumidamente.
– Con todo, me sentiría mejor si te aseguraras de que las protecciones están bien.
– Es una de las cosas por las que he venido, Sookie. -Por alguna razón, lanzó una amplia sonrisa a Eric.
Bob llegó furtivamente en ese momento y tomó posición junto a Amelia, aunque un poco más atrás.
– Esos gatos no eran míos -me informó, y Eric se quedó con la boca abierta. Pocas veces lo había visto genuinamente asombrado. Hice todo lo que pude por no echarme a reír-. Quiero decir que los cambiantes no pueden procrear con los animales en los que se convierten. Así que no creo que esos gatos sean míos. Especialmente desde que me transformé en gato por arte de magia, no por mi genética, ¡piensa en ello!
– Cariño -terció Amelia-, ya hemos hablado de eso. No tienes por qué sentirte mal. Habría sido una cosa de lo más natural. Admito que me fastidia un poco, pero ya sabes, todo fue por mi culpa.
– No te preocupes, Bob. Sam ya salió en tu defensa. -Sonreí y pareció aliviarse.
Eric decidió ignorar la conversación.
– Sookie, tengo que volver al Fangtasia.
A ese paso, jamás tendríamos la oportunidad de decirnos lo que teníamos que decirnos.
– Vale, Eric. Saluda a Pam de mi parte, si es que volvéis a hablaros.
– Es mejor amiga tuya de lo que piensas -dijo sombríamente.
No sabía qué responder a eso, y se dio la vuelta tan rápidamente que mis ojos no pudieron seguirlo. Oí un portazo en su coche antes de enfilar el camino. Por muchas veces que lo viese, seguía pareciéndome asombroso que los vampiros pudieran moverse tan rápidamente.
Me hubiese gustado hablar un poco más con Amelia esa noche, pero ella y Bob estaban agotados después del viaje en coche. Habían salido de Nueva Orleans después de toda una jornada de trabajo, Amelia en la tienda Magia Genuina y Bob en el Happy Cutter. Tras quince minutos de idas y venidas entre el baño, la cocina y el coche, se sumieron en el silencio dentro del dormitorio del otro lado del pasillo. Yo me quité los zapatos y fui a la cocina para cerrar la puerta de atrás.
Lanzaba yo un suspiro de alivio por que se terminase el día cuando alguien llamó muy discretamente a la puerta. Salté como una rana. ¿Quién podía ser a esas horas de la noche? Observé el porche por la mirilla con cuidado.
Bill. No lo había visto desde que su «hermana» Judith viniera a visitarlo. Dudé un instante y decidí salir para hablar con él. Bill era muchas cosas para mí: vecino, amigo, mi primer amante. No lo temía.
– Sookie -me llamó con su fría y aterciopelada voz, tan relajante como un masaje-. ¿Tienes visita?
– Amelia y Bob -expliqué-. Acaban de llegar de Nueva Orleans. Los hadas pasarán la noche fuera. Últimamente pasan la mayoría de las noches en Monroe.
– ¿Nos quedamos aquí fuera para no despertar a tus amigos?
No imaginaba que nuestra conversación fuese a durar tanto. Por lo que se veía, Bill no se había pasado sólo para pedirme una taza de sangre. Alcé una mano hacia los muebles del jardín y tomamos asiento en las sillas, ya dispuestas para dos. La cálida noche y su miríada de sonidos nos envolvió como un manto. La luz de seguridad otorgaba al patio trasero unas extrañas formas, oscuras y brillantes a un tiempo.
Cuando el silencio hubo durado lo suficiente para darme cuenta de que tenía sueño, pregunté:
– ¿Cómo van las cosas por tu casa, Bill? ¿Sigue Judith contigo?
– Estoy completamente repuesto del envenenamiento con plata -me contó.
– Yo, eh, me he dado cuenta de que tienes mejor aspecto -admití. Su piel había recuperado su pálida claridad, y hasta su pelo parecía más lustroso-. Mucho mejor. Así que la sangre de Judith funcionó.
– Sí. Pero ahora… -Apartó la vista hacia el bosque nocturno.
Ay, ay.
– ¿Quiere quedarse a vivir contigo indefinidamente?
– Sí -asintió, aliviado por no tener que decirlo él mismo-. Eso quiere.
– Pensaba que la admirabas por su gran parecido con tu primera esposa. Judith me dijo que ésa era la razón por la cual Lorena la había transformado. Lamento remover todo el pasado.
– Es verdad que se parece a mi primera mujer en muchos aspectos. Tiene casi la misma cara y la voz me recuerda mucho a ella. Tiene el mismo color de pelo que ella cuando era una niña. Y Judith se crió en una familia educada, como mi mujer.
– Por todo eso creía que tenerla cerca te haría feliz -aventuré.
– Pero no es así. -Parecía pesaroso, sin despegar los ojos de los árboles, evitando meticulosamente mi mirada-. Y, de hecho, por eso no la llamé cuando me di cuenta de lo enfermo que estaba. La última vez que estuvimos juntos tuvimos que separarnos por la abrumadora obsesión que siente hacia mí.
– Oh -murmuré.
– Pero hiciste lo correcto, Sookie. Ella vino a mí y me ofreció su sangre libremente. Dado que la invitaste tú, al menos no me siento culpable por utilizarla. Mi error radica en haberla dejado quedarse después, después de mi curación.
– ¿Por qué?
– Porque, de alguna manera, deseaba que mis sentimientos hacia ella hubiesen cambiado y poder profesarle un amor genuino. Eso me habría liberado de… -No pudo terminar la frase.
Podría haber acabado así: «mi amor por ti». O quizá: «la deuda que tengo con ella por haberme salvado la vida».
Me sentía un poco mejor al saber que se alegraba de estar bien, aunque el precio fuese estar con Judith. Comprendía lo extraño y desagradable que debía de ser vivir cargando con un huésped que te adora cuando no puedes devolverle ese sentimiento. ¿Y quién le había metido en este lío? Bueno, supongo que ésa debía de ser yo. Por supuesto, no conocía el trasfondo emocional. Angustiada por su estado, pensé que alguien con su misma sangre podría curarlo, descubrí que esa persona existía y me puse a buscarla. Más adelante supuse que Bill no lo había hecho por algún perverso sentido del orgullo o quizá presa de una depresión suicida. Había subestimado el deseo de Bill por vivir.
– ¿Qué piensas hacer con ella? -pregunté ansiosamente, temerosa de oír la respuesta.
– No necesita hacer nada -dijo una suave voz desde los árboles.
Brinqué de la silla como si la hubiesen conectado a la electricidad y Bill reaccionó también. Volvió la cabeza, los ojos muy abiertos. Eso, en un vampiro, es indicador de sorpresa mayúscula.
– ¿Judith? -la llamé.
Emergió del linde de los árboles, a distancia suficiente para reconocerla. La luz de seguridad del patio trasero no llegaba tan lejos y sólo me quedaba asumir que era ella.
– No dejas de romperme el corazón, Bill -confesó.
Me alejé poco a poco de la silla. Con un poco de suerte, podría evitar presenciar otra escena porque, la verdad, llevaba un día hasta arriba de ellas.
– No, quédate, señorita Stackhouse -apremió Judith. Era una mujer baja de formas redondeadas, rostro dulce y abundante pelo, y se movía como si midiese más de metro ochenta.
Maldición.
– Está claro que vosotros dos tenéis que hablar -dije, acobardada.
– Cualquier conversación con Bill sobre el amor debe incluirte -replicó ella.
Oh…, puf. Estar allí era lo último que quería. Bajé la mirada.
– Judith, para -ordenó Bill, su voz tan tranquila como siempre-. He venido a hablar con mi amiga, a quien no veo desde hace semanas.
– He oído vuestra conversación -se limitó a decir Judith-. Te he seguido con la expresa intención de oír lo que tuvieras que contarle. Sé que no te acuestas con esta mujer. Sé que es de otro. Y también sé que la quieres más de lo que jamás me has querido a mí. No me acostaré con un hombre que me compadece. No viviré con un hombre que no me quiere con él. Merezco más que eso. Dejaré de amarte, aunque me lleve el resto de mi existencia. Si te quedas aquí un rato más, iré a casa, haré las maletas y desapareceré.