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– ¿Dentro hay un poni? -Hunter era todo un optimista.

– No lo creo, pero apuesto a que hay un montón de fotos de ponis.

Todas las puertas estaban abiertas y los profesores estaban dentro, sonriendo a los niños y a sus padres, esforzándose al máximo por parecer acogedores y agradables. Como era de esperar, a unos les costaba más que a otros.

La profesora del aula del poni, la señorita Gristede, era una mujer agradable, o al menos ésa fue la sensación que obtuve a primera vista. Hunter asintió.

Nos adentramos en el aula del cachorro y conocimos a la señorita O’Fallon. Volvimos al pasillo a los tres minutos.

– No me gusta la del cachorro -le dije a Remy en voz muy baja-. Se puede elegir, ¿no?

– Sí, una vez. Puedo decir en qué aula no quiero que esté mi hijo -comentó -. Mucha gente usa esa opción en caso de que el profesor sea cercano a la familia, como un familiar, o en caso de disputas en el entorno.

– La del cachorro no me gusta -repitió Hunter, asustado.

La señorita O’Fallon parecía bella por fuera, pero estaba podrida por dentro.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó Remy, adquiriendo el mismo tono confidencial.

– Luego te lo cuento -murmuré-. Sigamos mirando.

Seguidos por Remy, visitamos las otras tres aulas. Los demás profesores parecían estar bien, si bien la señorita Boyle se antojaba un poco quemada. Sus pensamientos eran bruscos y rezumaban el matiz de la impaciencia, y su sonrisa parecía de las frágiles. No dije nada a Remy. Si sólo podía rechazar a un profesor, la señorita O’Fallon era la más peligrosa.

Regresamos al aula de la señorita Gristede porque a Hunter le gustaban mucho los ponis. Había dos parejas de padres, cada una con una niña de la mano. Apreté suavemente la mano de Hunter para que recordase las reglas. Alzó la vista para mirarme y yo asentí, tratando de alentarlo. Se soltó de mi mano y se dirigió a una zona de lectura, donde escogió un libro y se puso a hojearlo.

– ¿Te gusta leer, Hunter? -le preguntó la señorita Gristede.

– Me gustan los libros, pero todavía no sé leer. -Volvió a dejar el libro en su sitio y le di una palmada mental en la espalda. Sonrió para sí y cogió otro libro, este de un tal Doctor Seuss, sobre perros.

– Se nota que le han leído muchos cuentos -dijo la profesora, sonriéndonos a Remy y a mí.

Remy se presentó.

– Soy el padre de Hunter y ella es su prima -dijo, inclinando la cabeza hacia mí-. Hoy Sookie hace las veces de madre, ya que su mamá murió.

La señorita Gristede asimiló la noticia.

– Me alegra verles a los dos -expresó-. Hunter parece un muchacho muy despierto.

Me percaté de que las niñas se le habían acercado. Sabía que eran amigas desde hacía algún tiempo y que sus padres iban juntos a la iglesia. Anoté mentalmente recomendar a Remy que eligiese una y empezase a frecuentarla. Hunter iba a necesitar todo el apoyo posible. Las niñas también cogieron unos libros. Hunter recibió con una sonrisa a la niña de la melena corta, observándola con esa mirada tímida de soslayo que emplean los niños para evaluar potenciales compañeros de juego.

– Éste me gusta -dijo ella, señalando un ejemplar de Donde viven los monstruos.

– No lo he leído -respondió Hunter, dubitativo. Le daba un poco de miedo.

– ¿Te gusta jugar a los bloques? -preguntó la niña de la coleta marrón.

– Sí. -Hunter fue hacia la zona enmoquetada de juegos destinada a la construcción con bloques, dadas las piezas de todos los tamaños y formas que había esparcidas. Al instante se pusieron a construir algo que había cobrado vida en su imaginación.

Remy sonrió. Deseaba que todos los días fuesen como ése. Por supuesto que no sería así. En ese momento, Hunter miraba dubitativamente a la niña de la coleta, enfadada porque la otra acaparaba todos los bloques de letras.

Los padres me miraban con cierta curiosidad, y una de las madres me preguntó:

– ¿No es usted de aquí?

– No -respondí-. Vivo en Bon Temps. Pero Hunter quiso que lo acompañara hoy, y resulta ser mi primo favorito. – A punto había estado de llamarlo sobrino, ya que él siempre se dirigía a mí como «tía Sookie».

– Remy -dijo la misma mujer-, es usted el sobrino nieto de Hank Savoy, ¿no es así?

Remy asintió.

– Sí, nos mudamos aquí después del Katrina y al final nos hemos quedado -explicó encogiéndose de hombros. ¿Qué podía hacer después de haberlo perdido todo por el huracán? Menuda zorra.

Hubo muchos meneos de cabeza. Noté un montón de proyecciones de simpatía hacia Remy. Esperaba que fuese extensible a Hunter.

Mientras charlaban, me acerqué de nuevo a la puerta de la señorita O’Fallon.

La joven profesora sonreía a dos niños que deambulaban por su aula ricamente decorada. Una pareja de padres permanecía junto a su hijo. Quizá intentaban hacerse una idea o sencillamente eran así de protectores.

Me acerqué a la señorita O’Fallon y abrí la boca para decir algo. Habría dicho: «Guárdate esas fantasías para ti misma. Ni siquiera se te ocurra pensar en esas cosas mientras compartas aula con unos niños», pero me lo pensé dos veces. Sabía que había venido acompañando a Hunter. ¿Se convertiría él en objeto de su malévola imaginación si la amenazaba? No podía estar siempre cerca de él para protegerlo. No podría detenerla. No se me ocurría ninguna manera de sacarla de la ecuación. Aún no había hecho nada malo a ojos de la ley o la moral…, aún. Entonces ¿qué pasaba si imaginaba cerrarles la boca a los niños de una bofetada? No lo había hecho. «¿Acaso no hemos fantaseado todos alguna vez con las cosas horribles que no hemos hecho?», se preguntaba, ya que la respuesta le hacía sentir que todavía estaba… bien. No sabía que podía escucharla.

¿Era yo mejor que la señorita O’Fallon? La terrible pregunta recorrió mi mente más rápido de lo que lleva escribir dos frases. Me dije: «Sí, no soy tan horrible porque no estoy a cargo de ningún crío. Las únicas personas a las que quiero hacer daño son adultos y asesinos». Eso no me hizo sentir mejor, pero empeoró con creces mi perspectiva de la señorita O’Fallon.

La miré el rato suficiente como para hacer que se sintiese incómoda.

– ¿Deseaba preguntarme algo? -me interrogó finalmente con cierto filo en las palabras.

– ¿Por qué decidió hacerse profesora? -inquirí.

– Pensé que sería maravilloso enseñar a los más pequeños lo primero que tienen que saber para desenvolverse en el mundo -recitó, como si apretase el botón de una grabadora. Lo que quería decir era: «Tuve una maestra que me torturaba cuando nadie nos veía y disfruto con los más pequeños y desamparados».

– Hmmm -murmuré. Los otros visitantes abandonaron el aula y nos quedamos a solas.

– Usted necesita un psicólogo -dije discreta y rápidamente-. Si actúa conforme a lo que le inspira su mente, se odiará a sí misma. Y arruinará la vida de otras personas igual que arruinaron la suya. No deje que eso le gane la mano. Pida ayuda.

Se quedó con la boca abierta.

– No sé… Qué demonios.

– Hablo muy en serio -señalé, dando respuesta a la siguiente pregunta implícita-. Hablo muy en serio.

– Lo haré -contestó, como si alguien le hubiese arrancado las palabras de la boca-. Juro que lo haré.

– Hará bien -le aconsejé. Mantuve la mirada un instante y luego salí del aula del cachorro.

Puede que la hubiera asustado o azuzado lo suficiente como para que hiciese lo que había prometido. Si no, bueno, tendría que pensar en otra táctica.

– Ya he cumplido con mi cometido, pequeño saltamontes -me dije, ganándome una nerviosa mirada por parte de un padre jovencísimo. Le sonreí y, después de dudarlo un momento, me devolvió el gesto. Me reuní con Remy y Hunter y completamos la visita al establecimiento sin mayores contratiempos. Hunter me lanzó una mirada interrogativa, muy ansiosa, y yo asentí con la cabeza. «Ya me he encargado de ella», dije, rezando por que fuera cierto.