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– Para ser justos, no esperaba morir tan joven… De hecho, no esperaba morir nunca -señalé-. Estoy convencida de que no incluyó a Hunter en su testamento porque no quería que nadie supiera de él o lo secuestrara para asegurarse de su buen comportamiento.

– Ojalá fuese verdad -suspiró Remy-. Quiero decir que quiero creer que lo hizo por su bien. Pero aceptar el dinero a sabiendas de cómo acabó, de cómo lo había ganado… hace que me den náuseas.

– Está bien -le dije-. ¡Si te lo piensas y cambias de opinión, llámame mañana por la noche! Nunca se sabe cuándo me puede dar una fiebre consumista o por apostar las joyas en un casino.

Sonrió levemente.

– Eres una buena mujer -afirmó antes de regresar con su novia y su hijo.

Conduje hacia casa con la conciencia tranquila y el corazón contento.

Había cubierto medio turno de mañana (Holly me había hecho la otra mitad aparte de su propio turno), así que tenía el resto del día libre. Pensé en darle más vueltas a la carta de la abuela. La visita del señor Cataliades cuando éramos bebés, el cluviel dor, los engaños a los que su amante le había sometido… porque estaba claro que, cuando la abuela creyó haber olido a Fintan mientras veía a su marido, era él disfrazado. Era algo difícil de digerir.

Amelia y Bob estaban enzarzados en el lanzamiento de conjuros cuando volví a casa. Caminaban recorriendo el perímetro de la casa en direcciones opuestas, canturreando y agitando incienso como sacerdotes de la Iglesia católica.

A veces me convencía de lo bueno que era vivir a las afueras, en medio del campo.

No quería romper su concentración, así que decidí dar un paseo por el bosque. Me preguntaba dónde estaría el portal, si sería capaz de encontrarlo. Dermot se había referido a él como «un punto fino». ¿Sería capaz de distinguir ese punto? Al menos sabía en qué dirección se encontraba. Caminé hacia el este.

Era una tarde cálida y empecé a sudar en cuanto puse el pie en el bosque. El sol se fragmentaba en mil formas al tocar las ramas, y las aves y los insectos producían infinidad de sonidos que mantenían vivo el bosque. No quedaba mucho tiempo para la caída de la tarde y que la luz se fuese extinguiendo, convirtiendo el paseo en una actividad incierta. Las aves guardarían silencio y las criaturas de la noche reclamarían su hegemonía.

Avancé por la maleza pensando en la noche anterior. Me preguntaba si Judith habría hecho las maletas y se habría marchado, tal como dijo que haría. Me preguntaba si Bill se sentiría solo ahora que no estaba ella. Di por hecho que nada ni nadie se había presentado en mi jardín ya que había dormido toda la noche del tirón.

Entonces, sólo me quedó imaginar cuándo intentaría Sandra Pelt matarme de nuevo. Justo cuando empezaba a sospechar que permanecer sola en el bosque no había sido tan buena idea, di con un pequeño claro de apenas doscientos metros, al sureste de mi casa.

Estaba prácticamente convencida de que ése era el, punto más fino. No se me ocurría otra razón para ese singular claro. Los hierbajos salvajes crecían con intensidad, pero no había arbustos, nada a la altura de la pantorrilla. Ninguna enredadera se extendía por ese espacio, ninguna rama caída.

Antes de salir del linde de árboles, examiné cuidadosamente la extensión del claro. Lo último que necesitaba era caer en una especie de trampa feérica. Pero no vi nada extraordinario, salvo quizá un ligero temblor en el aire. Justo en el centro del claro. El extraño punto (si es que mis ojos no me engañaban) flotaba a la altura de las rodillas. Tenía la forma de un pequeño círculo irregular de unos cuarenta centímetros de diámetro. Y justo en ese punto el aire parecía distorsionarse, adoptando el matiz de una ilusión óptica. ¿Sería porque desprendía calor?

Me arrodillé sobre los hierbajos a un metro escaso de la distorsión. Intenté pincharlo ligeramente con un largo trozo de cristal.

Solté el objeto y se desvaneció. Volví a contraer los dedos y di un grito de sorpresa.

Había deducido algo. No estaba muy segura de qué. Si alguna vez había dudado de la palabra de Claude, ahí estaba la viva prueba de que decía la verdad. Con mucho cuidado, me acerqué un poco más a la anomalía.

– Hola, Niall -saludé-. Si me estás escuchando, si estás ahí, te echo de menos.

Por supuesto, no hubo respuesta.

– Tengo muchos problemas, pero imagino que tú también -dije, aunque no pretendía sonar quejica-. No sé cómo os desenvolvéis las hadas en mi mundo. ¿Camináis junto a nosotros, pero invisibles? ¿O es que tenéis todo un mundo aparte, como la Atlántida? -Era una conversación un poco lamentable y solitaria-. Bueno, será mejor que vuelva a casa antes de que anochezca. Si me necesitas, ven a verme. Te echo de menos -repetí.

No pasó nada.

Con una sensación a caballo entre la felicidad por haber encontrado el portal y la decepción por no conseguir resultado alguno, deshice camino a casa por el bosque. Bob y Amelia habían terminado sus tareas mágicas en el jardín y Bob había encendido la parrilla. Se disponían a hacer unos filetes. A pesar de haber tomado helado con Remy y Hunter, me sentí incapaz de rechazar un filete a la parrilla embadurnado con la salsa secreta de Bob. Amelia estaba cortando patatas para envolverlas en papel de plata y cocinarlas junto a los filetes en la parrilla. Me sentía encantada. Me ofrecí a hacer unos calabacines.

La casa tenía un aire más seguro. Más feliz.

Mientras comíamos, Amelia nos contó anécdotas de su trabajo en la tienda de magia y Bob se desató lo suficiente como para imitar a sus compañeros más extravagantes del salón de belleza unisex donde trabajaba. La peluquera a la que Bob había sustituido se había desanimado tanto por las complicaciones de la vida en la Nueva Orleans posterior al Katrina, que había hecho las maletas y se había ido a Miami. Bob había conseguido el trabajo tras ser la primera persona cualificada en pasar por la puerta después de que su antecesora hiciera lo mismo a la inversa. En respuesta a mi pregunta de si había sido por casualidad, Bob se limitó a sonreír. De vez en cuando podía atisbar un destello de qué fascinaba a Amelia en ese chico, quien, por otra parte, parecía un escuálido vendedor de enciclopedias con el pelo áspero. Le comenté lo de Immanuel y su corte de pelo de urgencia y me dijo que su colega había hecho un trabajo maravilloso.

– Bueno, ¿ya habéis terminado de reforzar las protecciones? -pregunté ansiosa, procurando que el cambio de tema resultase natural.

– Y tanto -señaló Amelia cortando otro trozo de carne-. Ahora son incluso mejores. Ni un dragón podría atravesarlas. Nadie que quiera hacerte daño podrá pasar.

– Entonces, si el dragón fuese amistoso -contesté medio en broma, y ella me dio un golpecito con el tenedor.

– Por lo que dicen por ahí, esas cosas no existen -aseguró Amelia-. Claro que yo nunca he visto uno.

– Claro. -No sabía si sentirme curiosa o aliviada.

– Amelia tiene una sorpresa para ti -indicó Bob.

– ¿Sí? -Intenté sonar más relajada de cómo me sentía.

– He encontrado la cura -dijo, orgullosa y tímida a partes iguales-. Me refiero a lo que me pediste cuando me fui. Seguí buscando una manera de romper el vínculo de sangre. He encontrado una.

– ¿Cómo? -Intentaba que no se me saltasen los nervios.

– Primero le pregunté a Octavia. Ella no lo sabía porque no está especializada en magia vampírica, pero mandó un correo electrónico a un par de sus viejas amigas de otras asambleas y le ayudaron a buscar. Llevó su tiempo y se encontraron con algunos callejones sin salida, pero al final dieron con un conjuro que no requiere la muerte de uno de los vinculados.

– Estoy aturdida -dije, y era la absoluta verdad.

– ¿Quieres que lo lance esta noche?

– ¿Quieres decir ahora mismo?

– Sí, después de cenar. – Amelia parecía un poco menos contenta ya que no había obtenido la respuesta que había esperado. Bob pasaba la mirada de Amelia a mí; también parecía dubitativo. Esperaba que me hubiese mostrado encantada y efusiva, y no era lo que estaba presenciando.