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– No sé. -Posé el tenedor-. ¿Le hará daño a Eric?

– Si es que algo puede hacer daño a un vampiro tan antiguo -dijo-. En serio, Sook, ¿por qué te preocupas por él?

– Le quiero -confesé. Los dos se me quedaron mirando.

– ¿De verdad? -preguntó Amelia con escasa voz.

– Te lo dije antes de que te fueras, Amelia.

– Supongo que no quise creerte. ¿Segura que seguirás sintiendo lo mismo cuando se haya disuelto el vínculo?

– Es lo que quiero averiguar.

Asintió.

– Tienes que saberlo. Y tienes que liberarte de él.

El sol acababa de ocultarse y podía sentir cómo se despertaba Eric. Su presencia me acompañaba como una sombra: familiar, irritante, reconfortante, intrusivo. Todo a la vez.

– Si puedes hacerlo ahora mismo -dije-. Antes de que pierda el valor.

– De hecho, es el mejor momento del día para hacerlo -apuntó-. La caída del sol. Cuando termina el día. Los finales, en general. Tiene sentido. – Amelia fue corriendo al dormitorio. Regresó al cabo de dos minutos con un sobre y tres pequeños tarros: tarros de gelatina en un anaquel de cromo, como los que usan las camareras de los bares para poner el desayuno. Los tarros estaban medio llenos de una mezcla de hierbas. Amelia se había puesto un delantal. Noté que guardaba objetos en uno de los bolsillos.

– Muy bien -dijo, pasándole el sobre a Bob, que extrajo el papel y lo ojeó rápidamente, frunciendo el ceño de su estrecho rostro.

– Fuera, en el jardín -sugirió él, y los tres dejamos la cocina, cruzamos el porche trasero y fuimos al jardín, dejándonos envolver una vez más por el olor a carne hecha al pasar junto a la vieja parrilla. Amelia me situó en un punto, a Bob en otro y luego hizo lo propio con los tarros de gelatina. Bob y yo teníamos cada uno un tarro a los pies, detrás de nosotros, y había otro donde se colocaría ella. Habíamos formado un triángulo. No hice ninguna pregunta. De todos modos, probablemente no habría creído ninguna de las respuestas. Nos entregó a Bob y a mí una cajetilla de cerillas a cada uno y ella se quedó con otra.

– Cuando os lo diga, prended fuego a vuestras hierbas. Después, caminad en sentido contrario a las agujas del reloj alrededor del tarro, tres veces -indicó -. Parad en vuestro puesto a la tercera. Entonces diremos las palabras. Bob, ¿las has memorizado? Sookie necesitará tu papel.

Bob volvió a echar un vistazo a las palabras, asintió y me entregó el papel. Apenas veía las letras gracias a las luces de seguridad. La noche se nos echaba encima por momentos.

– ¿Listos? -preguntó Amelia secamente. Parecía cada vez mayor a medida que se apagaba la tarde.

Asentí preguntándome si estaba siendo sincera.

– Sí- dijo Bob. I

– Pues volveos y encended el fuego -instruyó Amelia. Obedecí su mandato como un robot. Estaba muerta de miedo, y no acababa de saber por qué exactamente. Eso era lo que deseaba hacer. Mi cerilla prendió y la solté en el tarro de gelatina. Las hierbas produjeron una llamarada, soltando un fuerte olor, y los tres nos erguimos de nuevo para dar las tres vueltas en sentido contrario a las agujas del reloj.

¿Era lo que estaba haciendo algo pernicioso para una cristiana? Probablemente sí. Por otra parte, jamás se me había ocurrido preguntarle al ministro metodista si tenía algún lugar sagrado para cortar vínculos de sangre entre una mujer y un vampiro.

Cuando dimos las tres vueltas y nos paramos, Amelia se sacó una pelota de cordón rojo del delantal. Agarró un extremo y pasó la pelota a Bob, quien cogió otra porción y me pasó la pelota a mí. Hice lo mismo y devolví la pelota a Amelia, ya que eso parecía lo que se esperaba de mí. Sostuve el hilo con una mano mientras aferraba el papel con la otra. Era más complicado de lo que había esperado. Amelia también había traído un par de tijeras, que sacó igualmente del bolsillo del delantal.

Amelia, que no había dejado de canturrear en ningún momento, apuntó hacia mí y después hacia Bob para indicar que debíamos unirnos a ella. Observé el papel, recité una serie de palabras para las cuales no hallé ningún sentido y se acabó.

Nos quedamos en silencio mientras las pequeñas llamas de los tarros se extinguían y la noche terminaba de asentarse.

– Corta -dijo Amelia pasándome las tijeras-. Y hazlo con toda tu voluntad.

Con una sensación de ridículo y miedo, pero segura de que era lo que tenía que hacer, corté el hilo rojo.

Y perdí a Eric.

Ya no estaba ahí.

Amelia enrolló el hilo cortado y me lo entregó. Para mi sorpresa, estaba sonriendo; tenía un aire fiero y triunfal. Cogí la porción de hilo automáticamente, proyectando todos mis sentidos hacia Eric. Nada.

Sentí un acceso de pánico. No era del todo puro: había algo de alivio, cosa que esperaba. También había dolor. Tan pronto como me asegurase de que estaba bien, de que no había sufrido daño alguno, sabía que me relajaría y sentiría el éxito del conjuro en toda su extensión.

El teléfono sonó en casa y salí corriendo hacia la puerta trasera.

– ¿Estás ahí? -me dijo-. ¿Estás ahí? ¿Estás bien?

– Eric -contesté, pronunciando su nombre con un suspiro entrecortado-. ¡Me alegro tanto de que estés bien! Porque lo estás, ¿verdad?

– ¿Qué has hecho?

– Amelia encontró la manera de romper el vínculo.

Se produjo un largo silencio. Antes, podía saber si Eric estaba ansioso, furioso o pensativo. Ahora sólo podía imaginarlo. Finalmente habló:

– Sookie, el matrimonio te otorga cierta protección, pero el vínculo era lo importante.

– ¿Qué?

– Ya me has oído. Estoy furioso contigo. -Sabía que lo decía muy en serio.

– Ven aquí – rogué.

– No. Si veo a Amelia, le partiré el cuello. -También decía eso en serio -. Siempre ha querido que te deshicieras de mí.

– Pero… -empecé a decir, sin saber muy bien cómo terminar la frase.

– Te veré cuando recupere el control de mí mismo -dijo, y colgó.

CAPÍTULO 09

Debí haberlo visto venir, me dije a mí misma por décima o vigésima vez. Me había precipitado hacia algo para lo que debería haberme preparado. Al menos debería haber llamado a Eric para advertirle de lo que estaba a punto de pasar. Pero temía que me convenciera para no hacerlo y tenía que saber cuáles eran mis verdaderos sentimientos hacia él. En ese preciso momento, los verdaderos sentimientos de Eric hacía mí eran de enfado. Tenía un inmenso cabreo. Y, por un lado no lo culpaba.

Se suponía que estábamos enamorados, y eso implicaba que debíamos consultarnos las cosas mutuamente, ¿no? Por otra parte, podía contar con los dedos de la mano las veces que Eric me había consultado, y me sobraban dedos. De una mano. Así que, a ratos, lo criticaba por esa reacción. Por supuesto, él nunca me habría dejado hacerlo y nunca habría sabido algo que debía saber.

Así que me encontré meciéndome de un pie a otro mentalmente, llegado el momento de decidir si había hecho lo correcto.

Pero no conseguía salir de mi espiral de descontento y preocupación, independientemente de sobre qué pie me sostuviera.

Bob y Amelia estaban manteniendo un debate en su habitación, tras el cual decidieron quedarse un día más para «ver qué pasa». Sabía que Amelia estaba preocupada. Pensaba que debía haberme presentado la idea con más sosiego antes de convencerme para llevarla a cabo. Bob pensaba que las dos éramos tontas, pero tuvo el tino de no decirlo. No obstante, no podía evitar pensarlo, y si bien no era un emisor tan claro como Amelia, podía oírlo.

Fui a trabajar al día siguiente, pero estaba tan distraída, me sentía tan desdichada y el volumen de trabajo era tan escaso que Sam me dejó irme a casa temprano. India me dio una amable palmada en el hombro y me recomendó que me lo tomase con calma, un concepto que me costaba mucho interiorizar.