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Esa noche, Eric se presentó una hora después del anochecer. Vino en coche para que no nos pillase por sorpresa. Tenía ganas de verlo y pensaba que había tenido tiempo suficiente para tranquilizarse. Después de la cena, propuse a Bob y Amelia que fuesen a ver una película a Clarice.

– ¿Seguro que estás bien? -preguntó Amelia-. Porque estamos dispuestos a quedarnos contigo si crees que sigue enfadado. – Ya no quedaba rastro de su anterior complacencia.

– No sé cómo se siente -admití, y la idea aún me daba un poco de vértigo-. Pero sé que vendrá esta noche. Probablemente sea mejor que no os vea para que no se enfade aún más.

Bob se encrespó un poco ante el comentario, pero Amelia asintió, comprensiva.

– Espero que me sigas considerando tu amiga -dijo y, por una vez, no vi venir sus pensamientos -. Quiero decir que creo que te he fastidiado, pero no era mi intención. Pretendía liberarte.

– Lo comprendo y te sigo considerando una de mis mejores amigas -contesté lo más tranquilizadoramente que pude. Si era tan débil como para acceder a los impulsos de Amelia sin rechistar, el problema era mío.

Estaba sentada a solas en el porche delantero, sumida en esa melancolía que te hace recordar todos tus errores y olvidar los aciertos, cuando vi el destello de las luces del coche de Eric emerger por el camino.

No pude prever que titubearía antes de salir del coche.

– ¿Sigues enfadado? -le interrogué, conteniendo el llanto. Llorar habría sido una cobardía, e intentaba imprimirme un poco de fuerza desde el espinazo.

– ¿Aún me quieres? -preguntó él.

– Tú primero. -Infantil.

– No estoy enfadado -admitió-. Al menos ya no. Al menos no ahora mismo. Debí haberte animado a que buscases una manera de romper el vínculo, y de hecho tenemos un ritual para ello. Debería habértelo ofrecido. Temía que sin él acabaríamos separándonos, ya porque no quisieras verte arrastrada a mis problemas o porque Víctor descubriera que eras vulnerable. Si decidiera pasar por alto nuestro matrimonio, sin el vínculo no sabría si te encuentras en peligro.

– Yo debí preguntarte qué pensabas, o al menos advertirte de lo que íbamos a hacer -reconocí. Inspiré profundamente-. Te quiero, desde mi independencia.

De repente estaba en el porche, junto a mí. Me abrazó y me besó en los labios, el cuello, los hombros. Me elevó sobre el suelo lo suficiente para que su boca pudiera hallar mis pechos a través de la camiseta y el sujetador.

Emití un quejido apagado y rodeé su tronco con las piernas. Me apreté contra su cuerpo con todas mis fuerzas. A Eric le gustaba el sexo al estilo mono.

– Te voy a arrancar la ropa -me advirtió.

– Vale.

Y mantuvo su palabra. Tras unos minutos excitantes, dijo:

– También me arrancaré la mía.

– Claro -farfullé antes de morderle el lóbulo de la oreja. Lanzó un gruñido. El sexo con Eric no tenía nada de civilizado.

Oí más rasgados y finalmente ya no hubo nada entre Eric y yo. Estaba dentro de mí, muy profundamente, y se tambaleó hacia atrás, hasta el columpio del porche, que empezó a moverse erráticamente. Tras el primer instante de sorpresa, aprovechamos su inercia. Seguimos meciéndonos hasta sentir la creciente tensión, la sensación previa al éxtasis, la inminente liberación.

– Fuerte -dije con urgencia-. Sí, sí, sí…

– ¿Es esto lo bastante fuerte?

Y lancé un grito echando la cabeza hacia atrás.

– Vamos, Eric -insté cuando los calambres postreros aún se abrían paso por mi cuerpo-. ¡Vamos! -Y me moví más rápido de lo que jamás hubiera imaginado ser capaz.

– ¡Sookie! -boqueó, y me propinó un último e intenso empujón seguido de un sonido que hubiese identificado como una manifestación primitiva de dolor, de no saber lo que estábamos haciendo.

Fue magnífico, agotador y absolutamente excelente.

Nos quedamos en el columpio al menos media hora, recuperándonos, enfriándonos, aferrados el uno al otro. Me sentía tan feliz y relajada que no quería moverme, pero tenía que entrar en casa para lavarme y ponerme algo de ropa con las costuras intactas. Eric sólo se había soltado el botón de los pantalones y podría mantenerlos en su sitio gracias al cinturón, que había conseguido desabrocharse antes de entrar en la fase de arrancarnos las prendas. Su cremallera aún funcionaba.

Mientras me recomponía, él se calentó una botella de sangre, sacó una bolsa de hielo y me preparó un vaso de té helado. Aplicó la bolsa de hielo él mismo mientras yo me recostaba en el sofá. «Hice bien en romper el vínculo», pensé. Y era todo un alivio saber cómo se sentía Eric, aunque aún albergaba cierto temor de que dicho alivio no fuese el sentimiento más correcto.

Durante unos minutos hablamos de pequeñas cosas. Me cepilló el pelo, que estaba terriblemente enmarañado, y yo le cepillé el suyo (como los monos que, según tengo entendido, se acicalan mutuamente). Cuando conseguí que su melena estuviese suave y brillante, puso mis piernas sobre su regazo. Su mano las recorría arriba y abajo, de mis shorts a los dedos de los pies, una y otra vez.

– ¿Te ha dicho algo Víctor? -No tenía muchas ganas de reabrir la conversación de lo que había hecho, aunque era innegable que habíamos abierto nuestro reencuentro con toda una explosión.

– Nada sobre el vínculo, así que todavía no lo sabe. Lo habría tenido al teléfono inmediatamente. – Eric apoyó la cabeza sobre el respaldo del sofá, sus ojos azules entrecerrados. Relajación postcoital.

Todo un alivio.

– ¿Cómo está Miriam? ¿Se ha recuperado?

– Se ha recuperado de las drogas que le administró Víctor, pero no se siente mejor físicamente. Pam está más desesperada de lo que nunca la he visto.

– ¿Su relación surgió con calma y dulzura? Porque no tenía la menor idea hasta que Immanuel me habló de ella.

– Pam no suele preocuparse por nadie tanto como por Miriam -indicó. Giró la cabeza lentamente y se encontró con mi mirada-. Yo lo descubrí cuando me pidió que le diese tiempo libre para visitarla en el hospital. Le dio su sangre, única razón por la que Miriam aún está viva.

– ¿La sangre de vampiro no puede curarla?

– Nuestra sangre es buena para curar heridas abiertas -explicó Eric-. Con las enfermedades, puede aliviar, pero raramente cura.

– ¿Por qué?

Eric se encogió de hombros.

– Estoy seguro de que uno de vuestros científicos tendría una teoría, pero no es mi caso. Y como algunas personas se vuelven locas cuando toman nuestra sangre, el riesgo es considerable. Era más feliz cuando las propiedades de nuestra sangre eran un secreto, pero supongo que hay secretos que no pueden mantenerse para siempre. A Víctor le trae ciertamente sin cuidado la supervivencia de Miriam o el hecho de que Pam nunca haya solicitado crear una vampira convertida antes. Después de todos estos años de servicio, es lo mínimo que se merece.

– ¿Victor no se lo permite sólo para fastidiarla?

Eric asintió.

– Esgrime una mierda de excusa sobre el exceso de vampiros en el área, cuando lo cierto es que no ando muy sobrado. El caso es que Victor nos bloqueará todo lo que pueda, durante todo el tiempo posible, con la esperanza de que yo haga algo poco juicioso, dándole una excusa para relevarme o matarme.

– Pero Felipe no permitiría que eso pasase.

Me subió sobre su regazo y me apretó contra su frío pecho. Su camisa aún estaba desabrochada.

– Si estuviese sobre el terreno, Felipe fallaría a favor de Pam, pero estoy seguro de que quiere mantenerse al margen de la situación tanto como pueda. Es lo que yo haría. Ha colocado a Rita la Roja en Arkansas, y nunca ha gobernado; sabe que Victor ansia ser designado regente de Luisiana, en vez de rey, y él está bastante ocupado en Las Vegas, que gestiona con una plantilla escuálida desde que ha repartido a su gente por dos Estados. No se había consolidado un imperio tan grande desde hacía siglos, y cuando se hizo la población no era más que una fracción de la actual.