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Eric y yo cogimos mi coche para volver al Beso del Vampiro. El aparcamiento estaba atestado, aunque puede que no tanto como en nuestra última visita. Aparcamos detrás del club. Si Victor estaba dentro, no tendría ninguna razón para comprobar el aparcamiento de los empleados, como tampoco la tendría para recordar mi coche. Mientras esperábamos, recibí un mensaje de texto de Amelia diciéndome que habían vuelto a la casa y preguntando por mi paradero.

«Estoy bien -respondí-, ¿c y d están por allí?».

«Sí -escribió-. Husmeando en el porche, a saber por qué. ¡Hadas! ¿Tienes tus llaves?».

Le dije que sí, pero que no estaba segura de si iría a dormir esa noche. Estábamos un poco más cerca de Shreveport que de Bon Temps, y tendría que llevar a Eric a casa, a menos que se fuese volando. Pero su coche… oh, bueno, para esas cosas tiene a un tipo que trabaja de día.

– ¿Has sustituido ya a Bobby? -pregunté. Odiaba sacar un tema así, pero tenía que saberlo.

– Sí -repuso Eric-. Contraté a un tipo hace dos días. Vino con muchas recomendaciones.

– ¿De quién?

Se hizo el silencio. Miré a mi amante picada por una repentina curiosidad. No entendía el porqué de tanta urgencia por mí parte.

– Por Bubba -dijo Eric.

Sentí cómo se me dibujaba una sonrisa en la cara.

– ¡Ha vuelto! ¿Dónde está viviendo?

– Ahora mismo vive conmigo -afirmó-. Cuando preguntó por Bobby, tuve que explicarle lo que había pasado. A la noche siguiente, Bubba me trajo a esta persona. Supongo que se le puede enseñar.

– No pareces muy entusiasmado.

– Es un licántropo -dijo Eric, e inmediatamente comprendí su actitud. Los vampiros y los licántropos no se llevan nada bien. Cabría pensar que, como los dos grupos sobrenaturales mayoritarios, podrían formar una alianza, pero esas cosas no pasan. Son capaces de colaborar en algún proyecto mutuamente beneficioso durante un tiempo escaso, pasado el cual la desconfianza y la aversión siempre vuelven.

– Háblame de él -pedí-. De tu asistente, digo. -No teníamos otra cosa que hacer, y últimamente no habíamos tenido tiempo para conversaciones generales.

– Es negro -explicó Eric, como si dijese que tenía los ojos marrones. Podía recordar vivamente el primer hombre negro que había visto siglos atrás-. Es un lobo solitario, independiente. Alcide ya lo ha abordado para que se una a la manada del Colmillo Largo, pero no creo que le interese. Y ahora que ha aceptado mi empleo, no creo que se muestren tan entusiastas por ficharlo.

– ¿Y ése es el tipo que has contratado? ¿Un licántropo en quien no confías y al que tienes que entrenar? ¿Un tipo que no tardará ni un segundo en cabrear a Alcide y su manada?

– Tiene un atributo sobresaliente -comentó Eric.

– ¡Bien! ¿Y cuál es?

– Puede mantener la boca cerrada. Y odia a Victor -dijo.

Eso lo cambiaba todo.

– ¿Por qué? -pregunté-. Asumo que tendrá una buena razón.

– Aún no la conozco.

– Pero ¿estás seguro de que no está jugando con dos barajas? ¿No crees que Victor sabría que contratarías a alguien que le odiase y te lo lanzaría en bandeja?

– Estoy seguro de ello -dijo-. Pero quiero que mañana te sientes con él un rato.

– Si puedo dormir un poco antes -respondí, bostezando tanto que casi me desencajo la mandíbula. Eran pasadas las dos de la mañana y el bar empezaba a dar muestras de ir a cerrar, pero el aparcamiento de empleados seguía lleno de coches -. ¡Eric, ahí está! -Apenas reconocí al camarero llamado Colton porque iba vestido con unos pantalones piratas anchos, sandalias de dedo y una camiseta verde con un motivo que no fui capaz de discernir. En cierto modo echaba de menos el taparrabos. Arranqué el motor a la vez que Colton. Cuando salió del aparcamiento, aguardé un prudencial momento antes de seguirlo. Giró a la derecha, hacia la carretera de acceso, y luego al oeste, hacia Shreveport. Aun así, no fue muy lejos. Salió de la interestatal a la altura de Haughton.

– Se nos ve a la legua -dije.

– Tenemos que hablar con él.

– Entonces pasamos del sigilo, ¿no?

– Sí -convino Eric. No parecía muy contento, pero tampoco nos quedaban muchas alternativas.

El coche de Colton, un Dodge Charger que había conocido días mejores, giró por una calle estrecha. Se detuvo frente a una caravana de buen tamaño. Salió y permaneció junto al coche. Tenía la mano pegada al costado, y estaba bastante segura de que llevaba una pistola.

– Deja que salga yo primero -dije mientras paraba junto al hombre.

Antes de que Eric pudiera discutir, abrí la puerta y llamé:

– ¡Colton! ¡Soy Sookie Stackhouse, me conoces! Ahora voy a salir, y no voy armada.

– Despacio. -Su voz destilaba preocupación, y no podía culparle.

– Sólo para que lo sepas: Eric Northman me acompaña, pero sigue en el coche.

– Bien.

Las manos en alto, me aparté del coche para que tuviera una perspectiva completa de mí. La luz del porche delantero de la caravana era la única fuente de iluminación, pero eso no le impidió escrutarme concienzudamente. En ese momento, la puerta de la caravana se abrió y una joven emergió hasta el porche prefabricado.

– ¿Qué pasa, Colton? -preguntó con voz nasal y un acento muy country.

– Tenemos compañía. No te preocupes -repuso automáticamente.

– ¿Quién es?

– La chica Stackhouse.

– ¿Sookie? -dijo con perplejidad.

– Sí -afirmé-. ¿Nos conocemos? No te veo muy bien desde aquí.

– Soy Audrina Loomis -se presentó-. ¿Te acuerdas? Estuve saliendo con tu hermano en el instituto.

Al igual que la mitad de las chicas de Bon Temps, lo cual no me ayudaba a definirla mejor.

– Ha pasado mucho tiempo. -Opté por la cautela.

– ¿Sigue soltero?

– Sí -dije-. Oh, por cierto, ¿puede salir ya mi novio del coche? Ya que nos conocemos todos.

– ¿Quién es?

– Se llama Eric. Es un vampiro.

– Genial. Claro, veámoslo. – Audrina parecía un poco más imprudente que Colton. Por otra parte, Colton me había advertido sobre la sangre de hada.

Eric salió de mi coche y hubo un momento de sobrecogido silencio, mientras Audrina absorbía la magnificencia de Eric.

– Vaya, vaya -admiró Audrina, aclarándose la garganta, como si se le acabase de quedar seca-. ¿Qué tal si entráis y nos contáis qué hacéis por aquí?

– ¿Crees que es prudente? -intervino Colton.

– Si hubiese querido, podría habernos matado ya seis veces. – Audrina no era tan tonta como parecía.

En el interior de la caravana, Eric y yo sentados en el sofá, que habían cubierto con una vieja colcha de felpilla y al que se le habían saltado varios muelles, tuve ocasión de observar detenidamente a Audrina. Tenía las raíces negras, a pesar de que el resto de su pelo, que le llegaba a los hombros, era rubio platino. Vestía un camisón que en realidad no había sido diseñado para dormir con él. Era rojo y mínimo. Había estado esperando a Colton para recibirlo con algo más que una conversación.

Ahora que no estaba distraída por su taparrabos de cuero y sus desconcertantes ojos, Colton me pareció más un tipo normal. Algunos hombres son incapaces de irradiar tensión sexual a menos que se quiten la ropa, y Colton era uno de ellos. Pero sus ojos eran algo completamente inusual y en ese momento parecían dos escalpelos láser con los que atravesarme, aunque no desde un punto de vista sexual.

– No tenemos sangre en la nevera -se disculpó Audrina-. Lo siento. -No me ofreció ninguna bebida. Lo hacía adrede, según pude captar. No quería que aquello se pareciese, ni por asomo, a una reunión social.

Vale.

– Eric y yo queremos saber por qué nos advertiste -le dije a Colton. Y quería saber por qué pensé en él cuando Eric me contó la historia de Chico y su madre.

– He oído hablar de ti -contestó-. Fue Heidi.