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Eché el pestillo de la puerta en cuanto Eric se marchó (nunca se sabe) y me di una ducha rápida. Allí tenía un camisón, algo más elegante que mi habitual uniforme de Piolín. Cuando me estaba relajando en el excelente colchón, creí oír la voz de Pam abajo. Extendí la mano hacia el cajón de la mesilla, encontré el reloj despertador y la caja de pañuelos y los dejé a mano.

Aquello fue lo último que recordé durante unas cuantas horas. Soñé con Eric, Pam y Amelia; estaban en una casa incendiada y yo tenía que sacarlos para que no ardieran. No había que ser un lince para entender el sueño, pero me preguntaba por qué había metido a Amelia en la casa.

Si los sueños fuesen coherentes con la realidad, lo más probable es que Amelia hubiese provocado el incendio tras algún incidente de los suyos.

Salí de la casa a las ocho de la mañana, tras quizá cinco horas de sueño. No me parecían suficientes. Hice una parada en Hardee’s y compré un emparedado de carne y un café. El día se me hizo un poco más animado después. Un poco.

Aparte de una ranchera nueva aparcada frente al coche de Eric, mi casa parecía tranquila y normal bajo la cálida luz matutina. Era un día deslumbrantemente claro. Las flores abiertas a lo largo de los peldaños delanteros se alzaban para absorber los rayos del sol. Conduje hasta la parte de atrás preguntándome quién sería la visita y en qué habitación habría dormido.

Los coches de Amelia y Claude se encontraban en la zona de grava de la parte trasera, dejando apenas espacio para aparcar el mío. Se me hizo algo extraño entrar en mi casa cuando ya había dentro tanta gente. Para cierto alivio mío, aún no notaba ninguna actividad mental. Puse una cafetera y fui a mi habitación para cambiarme de ropa.

Había alguien en mi cama.

– Disculpa -dije.

Alcide Herveaux se incorporó. Tenía el torso desnudo. Del resto no sabía nada, ya que lo tapaban las sábanas.

– Esto es jodidamente extraño -señalé, ascendiendo por una oleada de enfado -. A ver cómo suena la explicación.

Alcide esbozó su típica leve sonrisa, expresión de lo más impertinente si le encuentro en mi cama sin haberme pedido permiso antes. Su expresión pasó a serio y azorado, mucho más apropiada.

– Has roto el vínculo con Eric -dijo el líder de la manada de Shreveport-. Siempre he sido inoportuno en cada una de las ocasiones que hemos tenido para estar juntos. Esta vez no quería perder mi oportunidad. – Aguardó mi reacción con mirada sostenida.

Me dejé caer sobre la antigua silla floreada del rincón. Es donde suelo arrojar la ropa que me quito por la noche. Alcide había tenido la misma idea. Deseaba que mi trasero estuviese imprimiendo unas arrugas a sus prendas que nunca desapareciesen.

– ¿Quién te ha dejado pasar? -inquirí. Debía de albergar buenas intenciones hacia mí para que las protecciones lo hubieran dejado pasar, o de lo contrario Amelia me lo hubiera dicho. Pero en ese momento poco me importaba.

– Tu primo, el hada. ¿A qué se dedica exactamente?

– Es stripper -dije, generosa en la simplificación dadas las circunstancias. No me figuraba que sería tan importante hasta que vi la cara que ponía Alcide-. Entonces, qué. ¿Has decidido que podías colarte en mi cama y seducirme en cuanto atravesase la puerta? ¿Justo a mi vuelta después de haber pasado la noche en casa de mi novio? ¿Tras echarle un polvo que podría figurar en el libro Guinness de los Récords?

Oh, Dios, ¿de dónde había salido todo eso?

Alcide se echó a reír. No parecía poder evitarlo. Me relajé porque, por muy difusas que fuesen las mentes de los licántropos, vi que también se reía de sí mismo.

– A mí tampoco me pareció una buena idea -indicó con franqueza-, pero Jannalynn pensó que esto sería como un atajo para meterte en nuestra manada.

Ja. Eso explicaba muchas cosas.

– ¿Has hecho esto siguiendo un consejo de Jannalynn? Lo único que esa chica quiere es que me sienta incómoda -declaré.

– ¿En serio? ¿Qué tiene ella en tu contra? O sea, ¿por qué querría hacer eso? Sobre todo si tenemos en cuenta que, si lo hiciera, también me haría sentir incómodo a mí.

Alcide era su jefe en todo, el centro de su universo. Comprendía lo que eso significaba y convine con su bochorno por Jannalynn. No obstante, en mi opinión, Alcide no estaba lo suficientemente incómodo. Estaba convencida de que albergaba la esperanza de que si se sentaba en mi cama con su desgreñado atractivo matutino, quizá reconsideraría mi postura. Pero un buen aspecto no bastaba para mí. Me preguntaba cuándo se había convertido Alcide en un tipo que pensase que sí.

– Lleva un tiempo saliendo con Sam -dije-. Lo sabías, ¿verdad? Acudí a una boda familiar con Sam y creo que Jannalynn piensa que le quité el puesto.

– Entonces ¿Sam no está tan coladito por ella como ella por él?

Tendí la mano y la mecí de un lado a otro.

– Ella le gusta mucho, pero es más maduro y cauto.

– ¿Por qué estábamos sentados en mi dormitorio hablando de eso? -. Bueno, Alcide, ¿crees que podrías vestirte e irte a casa ahora? -Miré el reloj. Eric me había dejado una nota diciendo que Mustafá Khan se presentaría a las diez, dentro de apenas una hora. Como era un lobo solitario, no estaría por la labor de conocer a Alcide y hacer migas.

– Aun así, me gustaría que te unieras a mí -dijo, medio sincero, medio riéndose de sí mismo.

– Siempre es bueno que a una la quieran. Y eres muy mono -intenté que eso sonara a pensamiento residual-, pero sigo con Eric, con o sin vínculo. Además, has intentado tirarme los tejos de la forma más equivocada, gracias a Jannalynn. A todo esto, ¿quién te ha dicho que ya no existe el vínculo?

Alcide se deslizó fuera de la cama y estiró la mano para coger su ropa. Me levanté y se la pasé, manteniendo la mirada en todo momento. Llevaba ropa interior, una especie de monokini. ¿Manakini? Mientras se ponía la camisa, dijo:

– Tú amiga Amelia. Ella y su amigo vinieron al Pelo del perro anoche para tomarse una copa. Estaba seguro de que la conocía, así que nos pusimos a charlar. En cuanto escuchó mi nombre, supo que tú y yo éramos amigos. Se puso muy parlanchina.

Hablar demasiado era uno de los fallos de Amelia. Empecé a albergar una sospecha más oscura.

– ¿Sabía Amelia qué harías esto? -pregunté, indicando con la mano la cama revuelta.

– La seguí a ella y a su novio hasta aquí -dijo Alcide, lo que no era precisamente una negación-. Consultaron con tu primo, el stripper, ¿Claude? Pensó que esperarte aquí sería una gran idea. Creo que hasta se habría unido a nosotros por cincuenta centavos. -Hizo una pausa mientras se abrochaba la cremallera de los vaqueros y arqueó una ceja.

Intenté que no se me notara el asco que sentía.

– ¡Ese Claude! ¡Es un infantil! -exclamé con una sonrisa feroz. En la vida me había hecho nada menos gracia-. Alcide, creo que Jannalynn ha gastado una gran broma a mi costa. Creo que Amelia debería callarse mis cosas y creo que Claude sólo quería ver lo que pasaría. Así es él. ¡Además, tú siempre estás rodeado de lobas macizas que están como un tren, hombretón de la manada! -Le di unos golpecitos en el hombro (más o menos en broma) y noté que se sobresaltaba un poco. A lo mejor había ganado fuerza rodeada de mi familia feérica.

– Entonces, volveré a Shreveport -dijo Alcide-, pero inclúyeme en tu agenda social, Sookie. Aún anhelo una oportunidad contigo. -Sonrió mostrando una dentadura inmaculada.

– ¿Todavía no has encontrado chamán nuevo para la manada?

Se estaba abrochando el cinturón y sus dedos se quedaron petrificados.

– ¿Crees que te quiero por eso?

– Creo que podría tener algo que ver -aventuré, con la voz seca. La figura del chamán de manada había decaído en los tiempos modernos, pero el Colmillo Largo seguía buscando uno. Alcide me había inducido a tomar una de las drogas que utilizan los chamanes para potenciar sus visiones, y había sido una experiencia tan escalofriante como intensa. No deseaba volver a pasar por ella. Me había gustado demasiado.