– Es verdad que necesitamos un chamán -admitió Alcide-. E hiciste un gran trabajo aquella noche. Está claro que tienes lo que hace falta para el trabajo. -Ingenuidad y escaso juicio eran requisitos indispensables -. Pero te equivocas si crees que es la única razón por la que deseo una relación.
– Me alegra oírlo, porque de lo contrario no tendría una gran opinión de ti -dije. Esa conversación dio un portazo definitivo a mi parte bondadosa-. Volvamos a destacar que no me ha gustado un pelo la forma en que has abordado esto y que tu cambio desde que te has convertido en líder de manada deja mucho que desear.
Alcide estaba genuinamente sorprendido.
– No he tenido más remedio que cambiar -apuntó-. No estoy muy seguro de lo que insinúas.
– Te has acostumbrado demasiado a ser el rey de todos -argumenté-. Pero no estoy aquí para decirte que deberías cambiar porque no es más que una opinión. Sabe Dios que yo misma he atravesado muchos cambios, y estoy segura de que algunos de ellos no le han hecho ningún bien a mi carácter.
– Ni siquiera te gusto. -Sonaba casi consternado, pero con un toque de incredulidad que reforzaba mi perspectiva.
– Ya no tanto.
– Entonces sólo he hecho el ridículo. – Ahora estaba un poco enfadado. Pues bienvenido al club.
– Una emboscada no es la mejor forma de llegar a mi corazón. O a cualquier otra parte de mí.
Alcide se fue sin decir más. No escuchó hasta que le dije lo mismo de varias formas distintas. ¿Sería ésa la clave? ¿Decir las cosas tres veces?
Observé la marcha de su ranchera para asegurarme de que se iba. Volví a mirar el reloj. Aún no eran ni las nueve y media. Cambié las sábanas de la cama a toda prisa, metí la ropa sucia en la lavadora y la puse en marcha (no quería imaginar cuál sería la reacción de Eric si se metiese en mi cama y detectase el olor de Alcide Herveaux). Aproveché el tiempo que me quedaba hasta la llegada de Mustafá Khan para limpiar un poco la casa en vez de despertar a Amelia y a Claude para echarles nada en cara. Estaba cepillándome el pelo y recogiéndomelo en una coleta cuando escuché una moto en el exterior.
Mustafá Khan, lobo solitario, pero puntual. Llevaba un pequeño pasajero detrás. Miré por la ventana delantera cómo descendía de la Harley y se encaminaba hacia la puerta para llamar. Su acompañante se quedó en la moto.
Abrí la puerta y tuve que alzar la vista. Khan medía alrededor de uno ochenta y tres, llevaba el pelo rapado, reducido a un manto que recordaba los pinchos de un erizo. Llevaba unas gafas de sol que le conferían un aspecto a lo Blade, pensé. Su tez era marrón dorada, como el tono de las galletas de chocolate. Al quitarse las gafas, comprobé que el color de sus ojos equivalía al corazón de chocolate de la galleta. Y ésa era la única cosa remotamente dulce de su aspecto. Inspiré con fuerza y capté el olor de algo salvaje. Noté que mi familia feérica descendía las escaleras a mi espalda.
– ¿Señor Khan? -dije educadamente-. Pase, por favor. Me llamo Sookie Stackhouse y ellos son Claude y Dermot. -Por la expresión ávida de Claude, no era la única que había pensado en las galletas de chocolate. Dermot sólo parecía cansado.
Mustafá Khan les echó una ojeada y los descartó, lo cual demostraba que no era tan avispado como hubiera podido esperarse, o sencillamente que no los consideró parte de su encargo.
– He venido a por el coche de Eric -dijo.
– ¿Querría pasar un momento? He hecho café.
– Oh, bien -murmuró Dermot, saliendo disparado hacia la cocina. Lo oí hablando con alguien, así que deduje que Amelia o Bob ya estaban en circulación. Bien. Quería tener unas palabras con mi amiga Amelia.
– No bebo café -declaró Mustafá-. No tomo estimulantes de ningún tipo.
– Entonces ¿querría un vaso de agua?
– No. Querría volver a Shreveport. Tengo una larga lista de tareas pendientes para el señor Cadáver Altivo Todopoderoso.
– ¿Cómo es que aceptó el trabajo si tiene una opinión tan pobre de Eric?
– No es mal tipo para ser un vampiro -gruñó Mustafá-. Bubba también es un tío legal. ¿El resto? -Escupió. Sutil, pero capté la idea.
– ¿Quién le acompaña? -pregunté, inclinando la cabeza hacia la Harley.
– Es usted muy curiosa -dijo.
– Ajá. -Volví a mirarlo directamente, sin dar un paso atrás.
– Ven aquí un momento, Warren -llamó Mustafá, y el pequeño hombre descendió de la moto y se nos acercó.
Warren mediría uno setenta y cuatro, era pálido, pecoso y le faltaban algunos dientes. Pero cuando se quitó las gafas de motorista, resultó que sus ojos eran claros y serenos y no vi ninguna marca de colmillos en su cuello.
– Señorita -dijo con educación.
Volví a presentarme. Era interesante que Mustafá tuviera un amigo de verdad, un amigo del que no quería que nadie (bueno, yo) supiera nada. Mientras Warren y yo intercambiábamos comentarios sobre el tiempo, el musculoso licántropo pasó un mal rato intentando contener su impaciencia. Claude desapareció, aburrido por Warren, perdida la esperanza de interesar a Mustafá.
– ¿Cuánto tiempo llevas en Shreveport, Warren?
– Oh, Dios mío, he vivido allí toda la vida -respondió Warren-. Salvo cuando estuve en el ejército. Pasé allí quince años.
No había costado nada sacar información de Warren, pero Eric quería que comprobase a Mustafá. Pero hasta ahora el aspirante a Blade no estaba colaborando. La puerta no era el mejor lugar para mantener una conversación relajada. En fin.
– ¿Mustafá y tú os conocéis desde hace mucho tiempo?
– Pocos meses -explicó Warren, echando una mirada al hombre más alto.
– ¿Qué es esto? ¿El juego de las veinte preguntas?
Le toqué el brazo, que era como tocar una rama de roble.
– KeShawn Johnson -dije pensativa tras hurgar un poco en su mente-. ¿Por qué te cambiaste el nombre?
Se puso rígido y tensó la boca.
– Me he reinventado -contestó-. No soy un esclavo de las malas costumbres llamado KeShawn. Soy Mustafá Khan, y soy dueño de mí mismo. Me pertenezco sólo a mí.
– Muy bien -acepté, esforzándome para parecer agradable-. Encantada de conocerte, Mustafá. Que Warren y tú tengáis un buen viaje de vuelta a Shreveport.
Había averiguado todo lo posible por ese día. Si Mustafá iba a rondar a Eric durante un tiempo, ya iría captando retazos de su mente para unirlos más tarde y hacerme una imagen completa. Por extraño que pareciera, me sentí mejor con Mustafá después de conocer a Warren. Estaba convencida de que Warren lo debía de haber pasado muy mal y debía de haber cometido actos reprobables, pero también pensaba que, en esencia, era un tipo de fiar. Sospeché que lo mismo podría decirse de Mustafá.
Tenía ganas de esperar y ver.
A Bubba le caía bien, pero eso no tenía por qué bastar. A fin de cuentas, Bubba bebía sangre de gato.
Me alejé de la puerta, afianzándome para afrontar mi siguiente tanda de problemas. Encontré a Claude y a Dermot cocinando. Dermot había encontrado en la nevera un tarro cilíndrico de galletas Pillsbury. Había abierto el bote y había echado las galletas sobre la bandeja del horno. También había precalentado el horno. Claude estaba preparando unos huevos, lo cual no dejó de asombrarme. Amelia estaba sacando los platos y Bob estaba sentado a la mesa.
Odiaba interrumpir una escena tan doméstica.
– Amelia -dije. Se había estado concentrando sospechosamente en los platos. Alzó la cabeza a toda prisa, como si hubiese oído el disparo de una escopeta. Crucé la mirada con ella. Culpable, culpable, culpable-. Claude -proseguí con más sequedad en el tono, y me miró por encima del hombro y sonrió. Ahí no había culpabilidad. Dermot y Bob simplemente parecían resignados-. Amelia, le has contado mis cosas a un licántropo -remarqué-. No a cualquiera, sino al líder de la manada de Shreveport.