Y estoy segura de que lo hiciste adrede.
Amelia se ruborizó.
– Sookie, pensé que con el vínculo roto, quizá querrías que alguien más estuviese al tanto, y hablaste de Alcide, así que cuando lo vi, pensé que…
– Fuiste allí a propósito para asegurarte de que lo supiera -continué de forma implacable-. Si no, ¿por qué escoger ese bar de entre todos los que hay? -Bob parecía a punto de decir algo, pero alcé mi dedo índice y lo señalé. Desistió-. Me dijiste que iríais al cine en Clarice. No a un bar de licántropos en la dirección contraria. -Tras acabar con Amelia, me dirigí al otro culpable-. Claude -repetí, y su espalda se puso tiesa, si bien no dejó de cocinar los huevos-. Has dejado entrar a alguien en casa, en mi casa, sin estar yo, y no contento con eso, le has permitido meterse en mi cama. Eso es imperdonable. ¿Por qué me has hecho algo así?
Claude apartó cuidadosamente la sartén del fuego y lo apagó.
– Me parecía un tipo agradable -contestó-. Y pensé que, por una vez, te apetecería hacer el amor con alguien que aún conserve el pulso.
Sentí que algo saltaba en mi interior.
– Vale -dije con voz muy controlada-. Escuchadme. Me voy a mi habitación. Comed el desayuno que estáis preparando, haced vuestras maletas y marchaos. Todos. – Amelia se puso a llorar, pero no pensaba ablandar mi postura. Estaba sumamente enfadada. Miré el reloj de la pared -. Quiero esta casa vacía en cuarenta y cinco minutos.
Me fui a mi habitación, cerrando la puerta con exquisita suavidad. Me tumbé en la cama e intenté leer un poco. Pasados unos minutos, alguien llamó a la puerta. Lo ignoré. Tenía que mostrarme resuelta. Las personas que vivían en mi casa me habían hecho cosas que sabían condenadamente bien que no debían, y tenían que saber que no iba a tolerar tales intromisiones, por muy bienintencionadas (Amelia) o picaras (Claude) que fuesen. Hundí la cara entre las manos. No era fácil mantener el nivel de indignación, sobre todo habida cuenta de que no estaba acostumbrada, pero sabía que ceder a mi impulso de abrir la puerta y dejar que se quedasen no traería nada bueno.
Al tratar de imaginarme haciéndolo, me sentí tan mal que supe que su marcha era lo que más genuinamente deseaba.
Había sido tan feliz de ver a Amelia, tan complacida por su disposición a venir tan rápidamente desde Nueva Orleans para reforzar las protecciones mágicas de mi casa.
Y también tan perpleja al ver que había dado con un modo de romper el vínculo, hasta el punto de prestarme a aplicarlo sin pensármelo demasiado. Debí haber llamado a Eric primero para advertirle. No tenía ninguna excusa por haber tomado una decisión tan abrupta, salvo que, con toda probabilidad, habría intentado disuadirme. Era un argumento tan pobre como haberme dejado convencer de tomar las drogas del chamán en la reunión de la manada de Alcide.
Ambas decisiones eran culpa mía. Eran errores que yo había cometido.
Pero ese impulso de Amelia de intentar manipular mi vida sentimental era algo imperdonable. Era una mujer adulta y me había ganado el derecho a tomar mis propias decisiones sobre con quién compartir mi vida. Hubiese deseado conservar su amistad para siempre, pero no si iba a manipular los acontecimientos para transformar mi vida en algo que le satisficiese más.
Y Claude había gastado una de sus bromas, un truco de los más artero y travieso. Eso tampoco me había gustado. No, debía marcharse.
Cuando transcurrieron los tres cuartos de hora y salí de la habitación, me sorprendió un poco comprobar que me habían hecho caso. Mis huéspedes habían desaparecido… con la salvedad de Dermot.
Mi tío abuelo estaba sentado en las escaleras de atrás, junto a su abultada bolsa de deportes. No intentó llamar la atención sobre sí mismo de ninguna manera, y supongo que se habría quedado allí sentado hasta que abriese la puerta para irme al trabajo. Pero lo hice antes para sacar las sábanas de la lavadora y meterlas en la secadora.
– ¿Qué haces aquí? -pregunté con la voz más neutral que pude articular.
– Lo siento -dijo. Eran palabras que habían faltado amargamente hasta entonces.
Si bien una parte de mí se relajó al oír esas palabras mágicas, aún estaba en mis trece.
– ¿Por qué dejaste que Claude hiciese eso? -pregunté. Mantenía la puerta abierta, obligándolo a volverse para hablar conmigo. Se levantó y me encaró.
– No estaba de acuerdo con lo que hacía. No creía que fueses a preferir a Alcide cuando estás tan colada por un vampiro, y no pensaba que el desenlace sería bueno, ni para ti ni para los demás. Pero Claude es voluntarioso y terco. No tuve la energía necesaria para discutir con él.
– ¿Por qué no? – A mí me parecía algo bastante obvio, pero cogió a Dermot por sorpresa. Apartó la mirada hacia las flores, los arbustos y el césped.
Tras una pensativa pausa, mi tío abuelo dijo:
– Nada me ha importado gran cosa desde que Niall me hechizó. Bueno, desde que Claude y tú rompisteis el hechizo, para ser más preciso. Es como si no pudiera dar con ningún propósito, como si no tuviese ni idea de lo que quiero hacer el resto de mi vida. Claude sí tiene uno. Y creo que seguiría tan satisfecho aunque no lo tuviese. Claude puede llegar a ser muy humano. -Y entonces pareció atónito, como si se diese cuenta de que, en mi estado radical actual, pudiese considerar sus ideas como un argumento perfecto para mandarlo a paseo junto con los demás.
– ¿Y cuál es el propósito de Claude? -pregunté, ya que la cuestión había suscitado todo mi interés -. No es que no quiera hablar de ti, pero pensar que Claude puede tener planes concretos me llama mucho la atención.
– Ya he traicionado a una amiga -dijo. Al cabo de un momento me di cuenta de que se refería a mí-. No quiero traicionar a otro.
Ahora sí que me preocupaban los planes de Claude. No obstante, eso tendría que esperar.
– ¿Por qué crees que sientes esa inercia? -pregunté, retomando el tema.
– Porque no le debo lealtad a nadie. Desde que Niall se aseguró de que me quedase fuera de nuestro mundo, desde que pasé tanto tiempo vagando en la locura, ya no me siento parte del clan del cielo, y el clan del agua no me aceptaría aunque quisiera aliarme con ellos. Mientras siguiera maldito -añadió precipitadamente-. Pero no soy humano y no me siento como uno. Apenas puedo hacerme pasar por un hombre durante varios minutos. Los demás seres feéricos del Hooligans, el grueso de ellos, sólo se han unido por casualidad. – Dermot agitó su rubia cabeza. Si bien su pelo era más largo que el de Jason (le llegaba a los hombros y le cubría las orejas), jamás se había parecido tanto a mi hermano -. Ya tampoco me siento como un hada. Me siento…
– Como un extraño en una tierra extraña -dije.
Se encogió de hombros.
– Puede ser.
– ¿Sigues queriendo acondicionar el desván?
Exhaló sostenida y lentamente. Me miró de soslayo.
– Sí, tengo muchas ganas. ¿Me dejarías?
Entré en casa, cogí las llaves del coche y el dinero que guardaba en mi hueco secreto. La abuela me había inculcado su creencia en lo bueno que es tener un rincón oculto para guardar los ahorros. El mío se encontraba en un bolsillo interior de cremallera de mi impermeable, que estaba colgado al fondo del armario.
– Puedes coger mi coche para ir al Home Depot de Clarice -le propuse-. Toma. Sabes conducir, ¿verdad?
– Claro -asintió, mirando las llaves y el dinero ávidamente-. Hasta tengo carné de conducir.
– ¿Cómo te lo has sacado? -pregunté, profundamente sorprendida.
– Acudí a una oficina de la administración un día que Claude estaba ocupado -explicó -. Me las arreglé para que creyeran ver los papeles necesarios. Tenía magia suficiente para hacerlo. Responder las preguntas del test no fue complicado. Observé a Claude, así que persuadir al funcionario tampoco me costó demasiado.