Выбрать главу

Humanos, pues. Evité penetrar en el cementerio, ya que me habrían localizado muy fácilmente en terreno abierto.

Oí ruidos en el bosque, a mi espalda, así que corrí hacia el único santuario que aún podía ofrecerme un escondite. La casa de Bill.

No tenía tiempo suficiente para escalar un árbol. Tenía la sensación de que había saltado fuera de mi coche hacía una hora. ¡Mi bolso, mi teléfono! ¿Por qué no había cogido el teléfono? Podía ver con toda claridad mi bolso posado sobre el asiento del copiloto. Mierda.

Ahora corría cuesta arriba, así que me quedaba menos. Me detuve a recuperar el aliento junto a un enorme roble, a unos diez metros del porche de Bill. Asomé la cabeza para echar un vistazo. Allí estaba la casa de Bill, oscura y silenciosa bajo la copiosa lluvia. Mientras Judith estuvo residiendo allí, un día dejé mi copia de sus llaves en el buzón. Me pareció lo más correcto. Pero esa noche me había dejado un mensaje en el contestador diciéndome dónde había dejado las llaves de reserva. Jamás nos habíamos intercambiado una palabra al respecto.

Me arrastré hasta el porche, encontré la llave pegada con cinta bajo el apoyabrazos de una silla de exterior de madera y abrí la puerta principal. Me temblaban tanto las manos que me sorprendió dar con la cerradura a la primera y que no se me cayesen. Iba a entrar cuando pensé: «Huellas». Dejaría huellas por todas partes si entraba. Sería como dejar miguitas de pan para que me siguieran el rastro. Me acuclillé junto a la barandilla del porche, me quité la ropa y el calzado y los escondí tras una tupida azalea que rodeaba la casa. Retorcí mi coleta para retirar el exceso de agua. Me sacudí secamente, como un perro, para desprenderme de toda el agua posible. Y entonces penetré en la tranquila penumbra de la residencia Compton. Aunque no había tenido tiempo de, detenerme a pensarlo demasiado, se me hacía un poco extraño estar en el vestíbulo de la casa desnuda.

Me miré los pies. Una salpicadura de agua. Traté de borrarla con el pie y di una gran zancada hacia el vetusto corredor que daba a la cocina. Ni siquiera miré hacia el salón (al que Bill suele referirse como salita) o el comedor.

Bill nuca me había dicho exactamente dónde dormía durante el día. Entendí que esa información era uno de los mayores secretos para un vampiro. Pero soy una persona razonablemente alerta, y tuve tiempo de imaginármelo mientras estuvimos juntos. A pesar de que estaba segura de que había más de un lugar secreto, uno de ellos debía de estar cerca de la despensa, en la cocina. Había reformado la cocina e instalado una bañera caliente, ya que no necesitaba electrodomésticos para cocinar, pero había dejado una pequeña estancia aledaña intacta. No sabía muy bien si se trataba exactamente de una despensa o del cuarto del mayordomo. Abrí la nueva puerta apanelada y accedí al interior, cerrándola tras de mí. Hoy, las extrañamente altas estanterías sólo contenían unos cuantos paquetes de seis botellas de sangre y un destornillador. Di unos golpes en el suelo, en la pared. Por culpa del pánico y del ruido de la tormenta en el exterior, no fui capaz de notar ninguna diferencia en el sonido.

– Bill -llamé-. Déjame entrar. Dondequiera que estés, déjame entrar. -Parecía un personaje de esas historias de terror.

A pesar de quedarme escuchando durante varios segundos en la más absoluta quietud, no oí nada. No habíamos compartido sangre en mucho tiempo y aún era de día, si bien quedaba poco para el anochecer.

«Mierda», pensé, y entonces vi una fina línea que destacaba entre las tablas, junto al umbral de la puerta. La examiné con cuidado y vi que se extendía hacia los lados. No tuve tiempo de examinarla más de cerca. Con el corazón acelerado por el instinto de supervivencia y la desesperación, hundí el destornillador en la franja e hice palanca. Había un hueco, y por él me metí, llevándome el destornillador y volviendo a poner la tapa en su sitio. Me di cuenta de que las estanterías debían de ser tan altas para permitir que la puerta secreta se deslizase sin obstáculos. No sabía dónde se escondían los goznes, ni me importaba.

Durante un largo instante, me quedé sentada, desnuda, en la tierra prensada, jadeando mientras intentaba recuperar el aliento. No había corrido tanto durante tanto tiempo desde…, desde la última vez que corrí porque alguien intentaba matarme.

«Tengo que cambiar de vida», me dije. No era la primera vez que lo pensaba, que me conjuraba para buscar un modo de vida menos arriesgado.

No era momento para ponerse a pensar tan profundamente. Era momento para rezar para que quienquiera que se dedicara a tumbar árboles en mi camino no me encontrase en esa casa, desnuda e indefensa, escondida en un agujero con… ¿Dónde estaba Bill? Por supuesto que estaba muy oscuro con la puerta cerrada, y no se colaba luz alguna por la disposición del hueco y la oscuridad del lluvioso día. Palpé en la oscuridad en busca de mi involuntario anfitrión. ¿Y si estaba en otro escondite? Era sorprendente lo amplio que era ese espacio. Mientras buscaba, tuve tiempo de pensar en todo tipo de bichos. Serpientes. Cuando te encierras en un agujero, desnuda, no te gusta la idea de que algunas cosas toquen zonas corporales que rara vez están en contacto con el suelo. Gateé y palmeé a ciegas, y de vez en cuando daba respingos al sentir (o imaginar) unas diminutas patas recorriendo mi piel.

Finalmente localicé a Bill en un rincón. Aún estaba muerto, por supuesto. Para mi mayor asombro, mis dedos me indicaron que él también estaba desnudo. Práctico, sin duda. ¿Para qué ensuciarse la ropa? Sabía que dormía de esa guisa fuera en ocasiones. Me sentí tan aliviada al tocarlo que lo que menos me importó fue que no llevara ropa.

Intenté calcular cuánto tiempo me habría llevado el viaje de vuelta desde el Merlotte’s, cuánto había estado corriendo por el bosque. Mi mejor pronóstico era que aún faltaba media hora, tres cuartos, antes de que Bill despertase.

Me hice un ovillo junto a él, aferrando el destornillador, escuchando con cada nervio de mi cuerpo cualquier sonido. Cabía la posibilidad de que ellos (ese misterioso «ellos») no pudieran seguir mi rastro dentro de la casa, ni el de mi ropa. Pero si mi suerte no había variado, seguro que podrían encontrar mi ropa, y sabrían que había entrado en la casa y entrarían ellos también.

Tuve tiempo de lamentarme por haber ido corriendo al hombre más cercano en busca de protección. Aun así, me controlé; no eran tanto sus músculos lo que buscaba como el cobijo de su casa. Y eso era aceptable, ¿no? En ese momento, la corrección social era lo que menos me importaba. La supervivencia estaba en lo más alto de mi lista. Y Bill no estaba precisamente a mi disposición, suponiendo que estaría dispuesto…

– ¿Sookie? -murmuró.

– Bill, gracias a Dios que has despertado.

– Estás desnuda.

Qué raro que un hombre mencione ese detalle desde el principio.

– Y tanto. Y te diré por qué.

– No puedo levantarme todavía -dijo -. Debe de estar… ¿nublado?

– Sí. Una gran tormenta. Está oscuro como la boca del demonio, y hay gente…

– Vale. Más tarde. -Y volvió a dormirse.

¡Mierda! Me arrebujé más aún contra su cuerpo y escuché. ¿Había dejado la puerta principal sin cerrar? Claro que sí. Y en cuanto me di cuenta, oí el suelo de madera crujir sobre mi cabeza. Estaban dentro.

– No hay gotas -dijo una voz, probablemente desde el vestíbulo. Me arrastré a cuatro patas hacia la puerta secreta para escuchar mejor, pero me detuve. Aún quedaba la posibilidad de que aunque abriesen la puerta, no nos viesen ni a Bill ni a mí. Estábamos en el rincón más alejado, y el espacio era muy amplio. A lo mejor fue un sótano, o lo más parecido en un lugar con una tasa de lluvias tan generosa.

– Sí, pero la puerta estaba abierta. Debe de haber entrado. -Era una voz nasal, y sonaba un poco más cerca que la anterior.

– ¿Sin dejar huellas? ¿Con todo lo que está lloviendo? -La voz sarcástica era un poco más profunda.