– Sookie, ¿llevas puesta la mantilla española de mi tía Edwina? -preguntó.
– Oh, lo siento -me disculpé-. De veras, Bill. Es que estaba ahí y yo tenía frío y estaba mojada y necesitaba cubrirme con algo. Lo siento mucho. -Pensé que quizá debería desprenderme de la mantilla y devolvérsela, pero me lo pensé mejor.
– Te sienta mejor a ti que a la mesa -dijo-. Además, tiene agujeros. ¿Lista para volver a tu casa y ver qué ha sido de tu tío abuelo? ¿Y dónde está tu ropa? Espero… ¿Te la han quitado esos hombres? ¿Te han hecho daño?
– No, no -me apresuré a decir-. Ya te conté que tuve que esconderla para que no siguiesen el rastro de la humedad.
Está delante, escondida entre los arbustos. No podía dejarla a la vista, como comprenderás.
– Bien -aceptó Bill. Estaba muy pensativo -. Si no te conociera, pensaría, y disculpa si te ofendo, que habrías montado todo esto para meterte en la cama conmigo otra vez.
– Oh. ¿Quieres decir que no te parecería descabellado que montase todo esto para tener una excusa para aparecer desnuda, necesitada de auxilio, la damisela en apuros, en busca del vampiro poderoso e igualmente desnudo Bill, para que me rescate de mis secuestradores?
Asintió, algo azorado.
– Ojalá me sobrase el tiempo libre para dar con ideas como ésa. – Admiraba una mente capaz de concebir una forma tan aviesa de obtener lo que deseaba-. Creo que para obtener ese resultado me hubiese bastado con llamar a tu puerta y poner aspecto de sentirme sola. O podría haber dicho: «¿Cómo estás, hombretón?». No creo que haga falta que venga desnuda y en peligro para que te excites, ¿verdad?
– Tienes toda la razón -respondió con una leve sonrisa-. Pero si un día te apetece jugar a ese juego, estaré encantado de desempeñar mi papel. ¿Quieres que me disculpe otra vez?
Le devolví la sonrisa.
– No es necesario. No tendrás un chubasquero, ¿verdad?
Claro que no, pero sí tenía un paraguas. No tardó en rescatar mi ropa de entre los arbustos. Mientras la metía en la secadora, corrió escaleras arriba, hacia el dormitorio en el que nunca dormía, en busca de unos vaqueros y una camiseta (cosa seria) para él.
Haría falta tiempo para que se secase mi ropa, así que, ataviada con la mantilla española de su tía y su paraguas azul, me metí en su coche. Condujo hasta Hummingbird Road y luego hacia mi casa. Tras aparcar el coche, se bajó para apartar el tronco del camino con la misma facilidad que si se hubiese tratado de un mondadientes. Reanudamos la marcha hacia mi casa, haciendo una pausa a la altura de mi pobre coche, que aún tenía la puerta del conductor abierta bajo la lluvia. El interior estaba empapado, pero mis pretendidos secuestradores no parecían haberle hecho nada. La llave aún pendía del contacto y el bolso seguía en el asiento del copiloto, junto con el resto de las compras.
Bill echó una mirada a la botella de plástico de leche rota mientras yo me preguntaba a quién habría dado, a Hod o a Kelvin.
Nos acercamos a la puerta trasera, pero mientras aún me estaba haciendo con la bolsa de la compra y mi bolso, Bill fue directamente hacia la casa. Tuve un segundo de preocupación inspirada por cómo iba a secar mi coche antes de centrarme de nuevo en la crisis que nos aquejaba. Pensé en lo que le había pasado al hada Cait, y los problemas del tapizado de mi coche se evaporaron de mi cabeza a toda velocidad.
Entré en casa con torpeza. Me costaba lidiar con mi prenda improvisada, el paraguas, la bolsa, el bolso con las botellas de sangre y mis pies descalzos. Oía los movimientos de Bill mientras registraba la casa y supe cuándo encontró algo, porque dijo:
– ¡Sookie! -Su tono era de urgencia.
Dermot estaba inconsciente en el desván, junto a la lijadora que había alquilado, que estaba tirada de lado y apagada. Había caído al suelo de cara, así que deduje que le estaba dando la espalda a la puerta, lijadora en mano, cuando entraron en la casa. Cuando se dio cuenta de que no estaba solo y apagó la herramienta, ya era demasiado tarde. Tenía el pelo empapado de sangre y la herida tenía un aspecto horrible. Debían de llevar al menos un arma.
Bill estaba rígidamente encorvado sobre la figura inerte. Sin volverse a mí, dijo:
– No puedo darle mi sangre. -Como si se lo hubiese pedido.
– Lo sé -afirmó, sorprendida-. Es un hada. -Lo rodeé y me arrodillé al otro lado. Estaba en posición para ver la cara de Bill-. Aparta -dije -. Vete. Vete abajo, ahora. -El olor de la sangre feérica, tóxica para un vampiro, debía de sentirse por todo el ático para Bill.
– Podría lamerla para limpiarla -se ofreció, los ojos fijos en la herida, anhelantes.
– No. No pararías. ¡Apártate, Bill! ¡Vete! -Pero se inclinó más, la cara más cerca de la herida de Dermot. Le propiné una bofetada con todas mis fuerzas-. Tienes que irte -le pedí, aunque las ganas de disculparme casi me hacían temblar. La mirada de Bill era terrible. Ira, anhelo, la pugna por el autocontrol.
– Estoy hambriento -susurró, tragándome con su mirada-. Aliméntame, Sookie.
Por un momento estuve segura de que tenía que escoger entre una mala opción y otra peor. La peor hubiese sido dejarle que mordiera a Dermot, y no sé si la siguiente peor habría sido dejar que me mordiera a mí, ya que con todo ese olor a hada en el ambiente no tenía muy claro que pudiese dejar de chupar a tiempo. Mientras todas estas dudas rondaban mi cabeza, Bill seguía luchando por controlarse. Lo consiguió…, pero por los pelos.
– Voy a comprobar que se hayan marchado -dijo, forzándose a enfilar las escaleras. Hasta su cuerpo se había sublevado contra su voluntad. Estaba claro; su instinto le inducía a beber sangre de cualquier manera, a cualquier precio, de los dos suculentos recipientes que dejaba atrás, mientras su mente le obligaba a alejarse de allí antes de que ocurriera algo horrible. Si hubiese tenido a otra persona cerca, no estoy segura de que no se la hubiera arrojado a Bill. Me daba mucha pena.
Pero consiguió bajar las escaleras y oí cómo daba un portazo al salir. Por si perdía el control, corrí a echar el pestillo de ambas puertas traseras, al menos para contar con un poco de tiempo en caso de que cediera a sus impulsos. Miré rápidamente el salón para comprobar que la delantera estaba cerrada, como la había dejado. Sí. Antes de subir de nuevo con Dermot, fui a por mí escopeta, en el armario principal.
Seguía en su sitio. Me permití saborear el momento de alivio. Menos mal que esos dos tipos no la habían robado. Su registro debía de haber sido muy superficial. Estoy segura de que habrían dado con algo tan valioso como una escopeta si no hubiesen estado buscando algo más grande: yo.
Con la Benelli en la mano me sentía mucho mejor.
Cogí el botiquín que tenía más cerca y me lo llevé para arriba. Subí a toda prisa las escaleras para arrodillarme de nuevo junto a mi tío abuelo. Empezaba a estar harta de la mantilla, que parecía insistir en desatarse en los momentos más inoportunos. Me pregunté fugazmente cómo se las arreglarían las mujeres indias, pero no me podía permitir el tiempo de vestirme hasta auxiliar a Dermot.
Con un montón de gasas estériles limpié la sangre de la cabeza para examinar la herida. Tenía mal aspecto, pero eso ya me lo esperaba; las heridas en la cabeza son siempre muy feas. Al menos ésta ya había dejado de sangrar. Mientras estaba atareada con la cabeza de Dermot, se estaba produciendo en mi interior un intenso debate sobre si llamar a una ambulancia o no. No estaba muy segura de que los sanitarios pudieran llegar sin la interferencia de Hod y Kelvin. No, eso no sería un problema. Bill y yo habíamos llegado sin problemas.
Lo más importante: no estaba segura de la compatibilidad de la fisiología feérica con las técnicas médicas humanas. Vale que ambas especies podían mestizar, lo que avalaba la compatibilidad de los primeros auxilios humanos, pero aun así… Dermot emitió un quejido y rodó para ponerse de espaldas. Puse una toalla bajo su cabeza justo a tiempo.