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– Tenemos a gente buscándola en Shreveport, pero nadie la ha visto todavía -indicó Eric.

– Así que eso es lo que quiere Sandra -dijo Pam, echándose su claro pelo a la espalda para recogerlo-: destruirte a ti, a tu casa, a tu trabajo y a cualquier cosa que se interponga en su camino.

– No te falta razón, creo. Pero está claro que ella no está detrás de esto. Tengo demasiados enemigos.

– Encantadora -apreció Pam.

– ¿Qué tal tu amiga? -pregunté-. Lamento no habértelo preguntado antes.

Pam me miró sin ambages.

– Va a superarlo -dijo -. Me estoy quedando sin opciones, y cada vez tengo menos esperanzas de que el proceso sea legal.

El móvil de Eric sonó y se fue al pasillo para responder a la llamada.

– ¿Sí? -preguntó secamente. Entonces su voz cambió-. Su majestad -dijo, y vino corriendo al salón para que no pudiera escuchar.

No hubiese pensado que fuese gran cosa hasta que vi la expresión de Pam. No había dejado de mirarme, y su expresión era de… lástima.

– ¿Qué? -dije, sintiendo que se me erizaba el vello de la nuca-. ¿Qué pasa? Si ha dicho «su majestad», es porque se trata de Felipe, ¿no? Eso debería ser bueno, ¿no?

– No te lo puedo decir -se lamentó-. Me mataría. Nunca quiere que sepas lo que hay que saber, no sé si me explico.

– Pam, dímelo.

– No puedo -repitió -. Tienes que cuidar de ti, Sookie.

La observé con mucha intensidad. No podía forzarla a abrir la boca y carecía de la fuerza para inmovilizarla sobre la mesa de la cocina y sacárselo por la fuerza.

¿Adónde podría llevarme la razón? Vale, le caía bien a Pam. Sólo le caían mejor Eric y Miriam. Si había algo que no podía contarme, es que tenía que ver con Eric. Si Eric hubiese sido humano, hubiese pensado que tenía una horrible enfermedad. Si Eric hubiese perdido todos sus bienes en la bolsa o debido a alguna calamidad financiera, Pam sabría que el dinero no era lo que más me preocupaba. ¿Qué era lo único que valoraba por encima de todo?

Su amor.

Eric estaba con otra.

Me incorporé sin saber lo que hacía, tirando la silla detrás de mí. Deseaba proyectarme hacia el cerebro de Pam para conocer los detalles. Ahora entendía por qué Eric la había tomado con ella en la cocina la noche que trajo a Immanuel. Pam me lo quiso contar entonces, y él se lo prohibió.

Alarmado por el ruido de la silla en el salón, Eric vino corriendo al salón, el teléfono aún pegado a la oreja. Yo estaba de pie, los puños apretados, atravesándolo con la mirada. Mi corazón pegaba brincos en mi pecho como una rana en una jaula.

– Disculpe -dijo al auricular-. Tengo una crisis entre manos. Le llamaré más tarde. -Cerró la tapa de su móvil-. Pam -señaló -. Estoy muy enfadado contigo. Estoy seriamente enfadado contigo. Abandona esta casa ahora y mantén la boca cerrada.

Con una postura que nunca había visto en ella, encogida y humilde, Pam se despegó de la silla y fue hacia la puerta trasera. Me preguntaba si vería a Bubba en el bosque.

O a Bill. O quizá a algún hada. O a más secuestradores. ¡Un maníaco homicida! Nunca se sabe lo que te puedes encontrar en el bosque.

No comenté nada. Aguardé. Sentía que mis ojos disparaban llamaradas.

– Te quiero -dijo.

Seguí esperando.

– Mi creador, Apio Livio Ocella -el muerto Apio Livio Ocella- estaba en proceso de crear una pareja para mí antes de morir -explicó Eric-. Me lo mencionó durante su estancia, pero no supe que el proceso había llegado tan lejos en el momento de su muerte. Pensé que podría ignorarlo. Que su muerte lo haría inservible.

Esperé. No podía leer su expresión, y sin el vínculo sólo podía ver que cubría sus emociones con una expresión esculpida en piedra.

– Es una práctica que ya no se estila demasiado, aunque venía siendo la norma. Los creadores buscaban pareja a sus vampiros convertidos. Recibían una suma si era una unión provechosa, si cada parte podía aportar algo de lo que carecía la otra. Era mayoritariamente un negocio.

Arqueé las cejas. En la única boda vampírica a la que había asistido hubo multitud de signos que apuntaban a la pasión física, si bien se me dijo que la pareja no tenía por qué pasar todo el tiempo unida.

Eric parecía consternado, una expresión que jamás pensé que vería en él.

– Claro que hay que consumar -explicó.

Aguardé al tiro de gracia. Quizá el suelo se abriría y se lo tragaría primero. No fue así.

– Tendría que darte de lado -admitió-. Tener una esposa vampira a la vez que una humana no es lo propio. Sobre todo si la esposa vampira es la reina de Oklahoma. La esposa vampira ha de ser la única. -Desvió la mirada, la expresión rígida de un resentimiento que nunca había mostrado anteriormente-. Sé que siempre has insistido que nunca fuiste realmente mi esposa, así que es de suponer que no será difícil para ti.

Y una mierda.

Me miró a la cara como si leyese un mapa.

– Aunque yo creo que sí -dijo con dulzura-. Sookie, te juro que, desde que recibí la carta, he hecho todo lo que está en mi mano para pararlo. He alegado la muerte de Ocella para anular el acuerdo; he declarado abiertamente que soy feliz donde estoy; incluso he presentado nuestro matrimonio como un impedimento. Víctor podría decir que sus deseos imperan sobre los de Ocella, que soy demasiado útil como para abandonar el Estado.

– Oh no -conseguí decir, para mi sorpresa, si bien apenas fue un suspiro.

– Oh, sí – corrigió Eric amargamente-. Apelé a Felipe, pero no he sabido nada de él. El de Oklahoma es uno de los dominios que ha puesto el ojo en su trono. Quizá así quiera aplacarla. Mientras tanto, ella llama todas las semanas, ofreciéndome una tajada del reino si me uno a ella.

– Entonces se ha encontrado contigo cara a cara -articulé con más fuerza en la voz.

– Sí -asintió-. Participó en la cumbre de Rhodes para cerrar un acuerdo con el rey de Tennessee sobre el intercambio de unos prisioneros.

¿La recordaba? Puede que sí, cuando me calmase un poco. Allí hubo muchas reinas, y ninguna de ellas fea. Mil preguntas se agolpaban en mi cabeza para salir primero, pero apreté los labios con fuerza. No era momento de hablar, sino de escuchar.

Creía que el acuerdo no había sido idea suya. Y en ese momento comprendí lo que me confesó Apio en el momento de su muerte. Me dijo que nunca conservaría a Eric. Murió feliz por esa expectativa, por haber organizado una unión tan ventajosa para su amado vampiro convertido, la que le apartaría de la vulgar humana a la que amaba. Si lo hubiese tenido delante, lo habría matado otra vez y habría disfrutado con ello.

En medio de tanta disquisición, y mientras Eric repetía todo de nuevo, un rostro pálido asomó por la ventana de la cocina. Eric supo por mi expresión que había alguien detrás de él y se volvió tan deprisa que ni lo vi moverse. Para mi alivio, el rostro era familiar.

– Déjalo pasar -dije, y Eric abrió la puerta trasera.

Bubba estaba en la cocina un segundo después, inclinándose para besarme la mano.

– Hola, guapa -saludó con una amplia sonrisa. La de Bubba era una de las caras más reconocibles del mundo, a pesar de que todo el mundo lo había dado por muerto cincuenta años atrás.

– Me alegro de verte -expresé desde el corazón. Bubba tenía algunas malas costumbres porque era un mal vampiro; estaba demasiado drogado cuando lo convirtieron, y la chispa de su vida casi se había extinguido. Dos segundos más y habría sido demasiado tarde. Pero uno de los trabajadores del depósito de cadáveres de Memphis, un vampiro, se había emocionado tanto al verlo que decidió traer al Rey de vuelta. Por aquel entonces, los vampiros eran una casta secreta de la noche, muy alejada de las portadas de las revistas que ahora ocupaban con tanta asiduidad. Con el nombre de «Bubba», había sido transferido de reino en reino, asignándosele pequeñas tareas para ganarse la estancia y, de vez en cuando, en noches memorables, le entraban ganas de cantar. Bill le caía muy bien, era menos afín a Eric, pero comprendía el protocolo hasta el punto de mantener las formas.