Repasamos el orden de los acontecimientos una y otra vez, intentando prever cualquier contingencia. Alrededor de las tres y media de la mañana, todos estuvimos de acuerdo. Estaba tan cansada, que cerca estuve de quedarme dormida de pie, y Audrina y Colton ya no eran capaces de disimular sus bostezos. Pam, que se había pasado la noche saliendo para llamar a Immanuel, precedió a Eric hasta la puerta. Estaba ansiosa por llegar al hospital. Bill y Bubba se habían ido a casa del primero, donde el segundo pasaría el día. Me quedé a solas con Eric.
Nos miramos mutuamente, perdidos. Intenté ponerme en su lugar, sentirme como debía de sentirse él, pero fui incapaz. Era incapaz de imaginar, digamos, que mi abuela decidiera con quién iba a casarme justo antes de morir, deseosa de que cumpliese postreramente con sus deseos. No podía imaginarme siguiendo unas directrices más allá de la tumba, abandonando mi casa y marchándome con personas que no conocía, acostarme con un extraño sólo porque otra persona así lo había dispuesto.
«¿Aunque -dijo una vocecilla en mi interior- el extraño fuese atractivo y adinerado y políticamente astuto?».
«No -me negué-. Ni siquiera entonces».
– ¿Puedes ponerte en mi lugar? -preguntó Eric, sintonizando con mis pensamientos. Nos conocíamos muy bien, aun sin el vínculo. Me cogió la mano y la atesoró entre las suyas.
– No, la verdad es que no -dije con toda la serenidad que pude aunar-. Lo he intentado, pero no estoy acostumbrada a ese tipo de manipulación a larga distancia. Incluso muerto, Apio Livio te controla, y me es sencillamente imposible verme en esa situación.
– Americanos -soltó Eric, y no sabía si lo hizo con admiración o exasperación.
– No es sólo cosa de los americanos, Eric.
– Me siento muy viejo.
– Eres muy… anticuado. -Trasnochado.
– No puedo saltarme un documento firmado -afirmó, casi enfadado-. Selló el acuerdo en mi nombre y yo sólo puedo seguir su mandato. Él me creó.
¿Qué podía decir ante tamaña convicción?
– Celebro que haya muerto -le dije, despreocupándome de que la amargura se reflejara en mi rostro. Eric parecía triste, o al menos apesadumbrado, pero no había más que decir. No habló de pasar lo que quedaba de noche conmigo, lo cual fue bastante inteligente por su parte.
Cuando se fue, comprobé todas las puertas y las ventanas de la casa. Había sido tal el trasiego de personas a lo largo del día que no me pareció mala idea. No me sorprendió demasiado encontrarme a Bill en el jardín cuando comprobé la ventana de la cocina.
Si bien no me llamó por señas, decidí salir.
– ¿Qué te ha hecho Eric? -me preguntó.
Resumí la situación en pocas frases.
– Es todo un dilema -expresó Bill, no del todo insatisfecho.
– ¿Tú sentirías lo mismo que Eric?
En un escalofriante déjà vu, Bill tomó mi mano como lo había hecho Eric un momento antes.
– No es sólo que Apio cerrara un trato, por lo que seguramente haya documentos legales firmados, sino que todos tenemos que tener en consideración los deseos de nuestro creador, por mucho que odie la idea. No te imaginas lo fuerte que es el vínculo. Los años que pasa un vampiro con su creador son los más importantes de su existencia. Por detestable que encontrase a Lorena, he de admitir que supo enseñarme cómo ser un vampiro eficaz. Si echo la mirada atrás a su vida (Judith y yo lo hemos hablado, por supuesto), Lorena traicionó a su propio creador y luego lo lamentó durante incontables años. Creemos que la culpabilidad la volvió loca.
Bueno, me alegraba de que Judith y Bill hubiesen tenido tiempo de recordar los viejos tiempos con mamá Lorena, asesina, prostituta y torturadora. Lo cierto es que no podía culparla por la parte de prostituta, ya que en los viejos tiempos a una mujer sola no le quedaban muchos más medios para ganarse la vida, por muy vampira que fuese. Pero por lo demás, independientemente de sus circunstancias, de lo dura que hubiese sido su vida después de su primera muerte, Lorena había sido una zorra malvada. Retiré mi mano.
– Buenas noches -me despedí-. Debería irme a dormir.
– ¿Estás enfadada conmigo?
– No exactamente -contesté-. Simplemente estoy cansada y triste.
– Te quiero -dijo Bill a la desesperada, como si desease que esas palabras mágicas tuvieran el poder de curarme. Pero sabía que no podía ser.
– Eso es lo que siempre decís todos -me lamenté-, pero no parece que haga mejorar mi situación. -No sabía si llevaba razón o simplemente me estaba auto-compadeciendo, pero era demasiado tarde (aunque no podía considerarse aún temprano) como para gozar de la claridad de mente suficiente para resolver la duda. Pocos minutos después, me derrumbé en mi cama, en una casa vacía, y la soledad me supo a bálsamo.
Desperté el viernes al mediodía con dos pensamientos apremiantes. El primero: ¿había renovado Dermot mis protecciones mágicas? Y el segundo: «¡Oh, Dios mío, la fiesta de los bebés es mañana!».
Tras tomarme un café y vestirme, llamé al Hooligans. Lo cogió Bellenos.
– Hola -dije-. ¿Puedo hablar con Dermot? ¿Está mejor?
– Está bien – respondió Bellenos-. Pero va de camino a tu casa.
– ¡Oh, bien! Escucha, quizá sepas esto. ¿Sabes si renovó las protecciones de mi casa, o estoy indefensa?
– Dios no permita que vivas con un hada sin protecciones -dijo Bellenos, intentando sonar serio.
– ¡Son dobleces!
– Vale, vale -rectificó, y pude visualizar su afilada sonrisa-. Yo mismo he establecido las protecciones alrededor de tu casa, y te aseguro que aguantarán.
– Gracias, Bellenos -dije, pero no acababa de satisfacerme que alguien en quien no confiaba demasiado, como Bellenos, se hubiese ocupado de mi protección.
– Un placer. A pesar de tus dudas, no quiero que te pase nada malo.
– Es bueno saberlo -repuse, manteniendo a raya las expresiones de mi voz.
Bellenos rió.
– Si te sientes demasiado sola en el bosque, siempre puedes llamarme -dijo.
– Hmmm -medité-. Gracias. -¿Me estaba tirando los trastos un elfo? Eso no tenía sentido. Lo más probable es que quisiera comerme, y no en el sentido más lúdico.
Mejor no saberlo. Me preguntaba cómo iba a volver Dermot, pero no como para llamar a Bellenos otra vez.
Segura de su regreso, repasé mi lista de preparativos para la fiesta. Había pedido a Maxine Fortenberry que se encargase del ponche; el suyo era famoso. Yo recogería la tarta de la pastelería. Libraba ese día y el siguiente, lo que significaba una gran pérdida de propinas, pero me venía muy bien. Así quedaba mi lista de tareas pendientes: hoy, completar todos los preparativos para la fiesta de los bebés.
Esa noche, matar a Víctor. Mañana, recibir a los invitados para la fiesta.
Mientras tanto, como le pasaría a cualquier anfitriona incipiente, me dedicaría a limpiar. El salón aún estaba desordenado después de haber albergado todos los trastos del desván, y empecé de arriba abajo: quitar el polvo de las fotos, luego de los muebles y finalmente de los zócalos. A continuación, aspiradora. Me armé con una botella de espray de limpiador polivalente y ataqué las superficies de la cocina. Iba a pasar la mopa por el suelo cuando detecté a Dermot en el patio trasero. Había venido conduciendo el destartalado Chevy compacto.
– ¿De dónde has sacado ese coche? -lo interpelé desde el porche.
– Lo he comprado -anunció, orgulloso.
Ojalá no hubiese utilizado ningún encantamiento feérico ni nada parecido. Temía preguntarle.
– Deja que te vea la cabeza -lo insté cuando entró en casa. Observé la parte posterior de su cráneo, donde había estado la brecha. Una fina línea blanca. Eso era todo lo que quedaba.