Me examiné las piernas y vi que podría haber sido mucho peor. Las chispas habían prendido en el delantal, no en los pantalones, y Sam se había dado mucha prisa con el extintor. Agradecí que comprobara su buen estado cada año; agradecí que siempre fuese a la estación de bomberos para rellenarlos; agradecí las alarmas de incendios. Tuve un destello de lo que podría haber pasado.
«Respira profundamente -me dije mientras me secaba las piernas con cuidado-. «Respira profundamente. Piensa en lo bien que te sientes ahora que estás limpia». Era maravilloso poder desembarazarse del olor, enjabonarse el pelo y devolverle un olor normal.
No podía dejar de preocuparme por lo que había visto cuando miré por la ventana del Merlotte’s: una figura baja corriendo hacia el edificio, sosteniendo algo en una mano. No sabría decir si se trataba de un hombre o una mujer, pero estaba segura de una cosa: el individuo era sobrenatural, y sospechaba que era cambiante. La sospecha ganó enteros cuando sumé su velocidad y agilidad y la precisión del lanzamiento; había arrojado el cóctel más fuerte de lo que habría podido hacerlo cualquier humano, hasta el punto de romper el cristal de la ventana.
No podía estar segura al cien por cien. Pero a los vampiros no les gusta jugar con fuego. Hay algo en su condición que los convierte en seres especialmente inflamables. Habría que ser un vampiro extraordinariamente confiado o inconsciente para usar un cóctel molotov como arma.
Sólo por esa razón, apostaría mi dinero a la opción del cambiante o el licántropo. Por supuesto, existían otras criaturas sobrenaturales, como los elfos, las hadas y los trasgos, y todos ellos eran más veloces que los humanos. Para mi pesar, todo había ocurrido demasiado rápido como para poder captar la proyección mental del atacante. Habría sido una prueba decisiva, ya que los vampiros son un gran vacío para mí, un agujero en el éter. Tampoco puedo leer a las hadas, si bien sus señales son diferentes. Puedo leer a algunos cambiantes con cierta precisión, a otros no, pero noto la actividad de sus cerebros.
No suelo considerarme una persona indecisa. Pero mientras me secaba y me cepillaba el pelo mojado (notando lo extraño que resultaba terminar el recorrido tan pronto), me preocupó la idea de compartir mis sospechas con Eric. Cuando un vampiro te ama, aunque sólo sienta que eres de su propiedad, su noción de la protección puede ser un poco drástica. Eric adoraba meterse en refriegas; a menudo tenía que luchar para equilibrar el trasfondo político de una maniobra con la tentación de saltar con una espada desenfundada. Si bien no creía que fuese a cargar contra la comunidad de los cambiantes, dado el humor que tenía, creí que sería más inteligente guardarme mis ideas hasta contar con alguna prueba en una dirección u otra.
Me puse el pantalón del pijama y una camiseta de las Lady Falcons. Observé mi cama con anhelo antes de salir para reunirme de nuevo con el extraño grupo de mi cocina. Eric y Pam bebían sendas botellas de sangre sintética que guardaba en la nevera, mientras que Immanuel sorbía tímidamente una Coca-Cola. Me sentí afligida por no haberles ofrecido nada de beber, pero Pam me interceptó la mirada con expresión ecuánime. Ya se había encargado ella. Hice un gesto de agradecimiento con la cabeza a Immanuel y le dije:
– Ya estoy lista. -Despegó su cuerpo huesudo de la silla y me hizo un gesto hacia la banqueta.
Esta vez, mi nuevo peluquero desplegó un fino capote de plástico para los hombros que me ató al cuello. Empezó a cepillarme el pelo analizándolo concienzudamente. Traté de sonreír a Eric para demostrarle que no estaba tan mal, pero mi corazón estaba en otra parte. Pam miró con ceño fruncido su móvil. El mensaje entrante no le había gustado.
Al parecer, Immanuel había pasado el tiempo cuidando el pelo de Pam. Su pálida melena rubia, lisa y fina, estaba pulcramente apartada de su cara por una cinta azul. No podía parecerse más a Alicia. No llevaba un vestido azul de cuerpo completo ni un mandil blanco, pero sí el azul pálido: vestido de tubo, puede que de los sesenta, y charoles con tacón de siete centímetros. Y perlas.
– ¿Qué pasa, Pam? -pregunté, simplemente porque el silencio en la cocina se hacía cada vez más opresivo-. ¿Alguien te manda mensajes desagradables?
– No pasa nada -rezongó. Intenté no sobresaltarme-. No pasa absolutamente nada. Victor sigue siendo nuestro líder. Nuestra posición no mejora. Nuestras solicitudes caen en el olvido. ¿Dónde está Felipe? Lo necesitamos.
Eric la atravesó con la mirada. Vaya, problemas en el paraíso. Nunca los había visto pelearse en serio.
Pam era la única «vampira convertida» de Eric que conocía. Ahora iba por libre, después de compartir con él sus primeros años como vampira. No le había ido mal, pero me confesó que se alegró de volver con Eric cuando la llamó para que le ayudase en la Zona Cinco, cuando la anterior reina lo designó como sheriff.
La tensa atmósfera empezaba a afectar a Immanuel, que se mostraba errático en su concentración, que consistía en cortarme el pelo.
– Calmaos, chicos -les dije sin rodeos.
– ¿Y qué pasa con toda esa mierda amontonada en tu camino privado? -preguntó Pam, dejando escapar su original acento británico-. Por no decir nada de tu salón y el porche. ¿Vas a montar un mercadillo de baratijas? -Saltaba a la vista lo orgullosa que estaba de haber empleado la terminología correcta.
– Casi he terminado -murmuró Immanuel, sus tijeras atacando el pelo con frenesí en respuesta a la creciente tensión.
– Pam, todo eso ha salido de mi desván -expliqué, feliz de poder hablar de algo tan mundano y tranquilizador (o al menos eso esperaba) -. Claude y Dermot me están ayudando a limpiar. Iré a ver a una vendedora de antigüedades con Sam por la mañana… Bueno, pensábamos ir. Ahora no sé si Sam podrá.
– ¡Lo ves! -le dijo Pam a Eric -. Vive con otros hombres. Se va de compras con otros hombres. ¿Qué clase de marido eres?
Eric se lanzó sobre la mesa, aferrando el cuello de Pam entre las manos.
Un segundo después, los dos rodaban por el suelo en un serio intento de hacerse daño. No estaba segura de que Pam pudiera hacer movimientos que pudiesen inquietar a Eric, dado que era su vampira convertida, pero lo cierto era que se defendía vigorosamente; ahí se dibuja una fina línea.
No pude zafarme de la banqueta lo bastante rápido como para evitar daños colaterales. Era inevitable que acabasen chocando contra la banqueta, y por supuesto eso hicieron. También caí al suelo, golpeándome el hombro con la encimera de paso. Immanuel tuvo el acierto de dar un salto hacia atrás sin soltar las tijeras, una bendición para todos. Uno de los vampiros podría haberlas cogido para usarlas como arma, o, peor aún, podrían haber acabado clavadas en alguna parte de mi cuerpo.
La mano de Immanuel me agarró del brazo con sorprendente fuerza y tiró de mí. Nos arrastramos como pudimos fuera de la cocina, hacia el salón. Permanecimos en medio de la estancia atestada, jadeando, observando atentamente el pasillo por si la pelea nos seguía.
Se oían golpes y choques, así como un persistente zumbido que identifiqué con gruñidos.
– Buena la han cogido los pitbull -señaló Immanuel. Afrontaba la situación con gran calma. Me alegraba de contar con compañía humana.
– No sé qué les pasa -dije-. Jamás los había visto actuar así.
– Pam está frustrada -confesó Immanuel con una familiaridad sorprendente-. Ella quiere crear a su propio vampiro neonato, pero existe alguna razón vampírica que se lo impide.
No pude disimular mi sorpresa.
– ¿Cómo sabes todo eso? Siento sonar un poco grosera, pero conozco a Pam y a Eric desde hace bastante tiempo y nunca les oí hablar del tema.
– Pam está saliendo con mi hermana. -Immanuel no parecía ofendido por mi franqueza, a Dios gracias -. Mi hermana Miriam. Mi madre es religiosa -explicó -. Y un poco loca. El caso es que mi hermana está enferma y va empeorando, y Pam quiere convertirla antes de que se ponga peor. Nunca dejará de ser un saco de huesos y pellejo si Pam no se da prisa.