– Estás limpiando -dijo-. ¿Hay alguna celebración?
– Sí -respondí, poniéndome ante él-. Lamento haber olvidado decírtelo. Vamos a agasajar a Tara Thornton, Tara du Rone, con una fiesta por sus bebés mañana. Claude dice que espera gemelos. Oh, ella ya lo ha confirmado.
– ¿Puedo participar? -preguntó.
– Por mí, perfecto -contesté, sorprendida. La mayoría de los chicos humanos preferirían que les pintasen las uñas de los pies antes de participar en una fiesta como ésa-. Serás el único hombre, pero supongo que eso no será un inconveniente, ¿me equivoco?
– Me parece un plan estupendo -dijo sonriente.
– Tendrás que ocultar tus orejas y escuchar un millón de comentarios sobre lo que te pareces a Jason -le advertí-. Tendremos que explicar algunas cosas.
– Diles simplemente que soy tu tío abuelo -señaló.
Por un momento me imaginé haciendo eso. Tuve que descartar la idea, no sin pesar.
– Pareces demasiado joven para ser mi tío abuelo, y además aquí todo el mundo conoce mi árbol genealógico. La parte humana, quiero decir -añadí apresuradamente-. Ya se me ocurrirá algo.
Mientras yo pasaba la aspiradora, Dermot miró la gran caja de fotografías y la más pequeña con material pintado que aún no había tenido tiempo de repasar. Las fotografías parecían fascinarlo.
– Nosotros no utilizamos esta tecnología -dijo.
Me senté a su lado tras guardar la aspiradora. Había intentado ordenar las fotos en orden cronológico, pero había demostrado ser una tarea más compleja de lo esperado, y estaba convencida de que tendría que repetirla.
Las fotografías del principio de la caja eran muy antiguas. Personas sentadas en apretados grupos, las espaldas tan rígidas como las caras. Algunas estaban etiquetadas en la parte posterior con rebuscada caligrafía. La mayoría de los hombres lucían barbas o bigotes, así como sombreros y corbatas. Las mujeres estaban confinadas en largas mangas y faldas, y sus posturas eran asombrosas.
Poco a poco, la familia Stackhouse fue avanzando con los tiempos, las fotos eran menos posadas, más espontáneas. Las indumentarias fueron variando junto con las actitudes. El color fue dando vida a los rostros y los escenarios. Dermot parecía genuinamente interesado, así que le expliqué los fondos de las fotos más recientes. Una era de un hombre anciano sosteniendo un bebé envuelto en una manta rosa.
– Ésa soy yo con uno de mis bisabuelos; murió cuando yo era pequeña -expliqué-. Éstos son él y su mujer cuando tenían unos cincuenta. Y ésta es mi abuela, Adele, con su marido.
– No -dijo Dermot-. Es mi hermano Fintan.
– No, es mi abuelo Mitchell. Míralo bien.
– Es tu abuelo, sí. Tu auténtico abuelo. Fintan.
– ¿Cómo estás tan seguro?
– Se hizo pasar por el marido de Adele, pero sé que es mi hermano. Es mi gemelo, a fin de cuentas, aunque no éramos idénticos. Mírale los pies. Son más pequeños que los del hombre que se casó con Adele. Fintan siempre se descuidó con ese detalle.
Extendí sobre la mesa todas las fotos de los abuelos Stackhouse. Fintan figuraba en al menos un tercio de ellas. Por la carta, sospechaba que Fintan la había visitado más veces de las que ella se había percatado, pero esto ya era demasiado escalofriante. En cada foto de Fintan suplantando a Mitchell, sonreía abiertamente.
– Ella no sabía nada de esto, seguro -dije. Dermot no las tenía todas consigo. Tuve que admitir que mi abuela tendría sus sospechas. Estaba todo ahí, en su carta.
– Estaba gastando una de sus bromas -dijo Dermot afectuosamente-. Fintan era todo un bromista.
– Pero -titubeé sin saber muy bien cómo verbalizar lo que quería decir-. ¿Comprendía que estaba mal? – pregunté-. ¿Te das cuenta de que la estaba engañando desde varios puntos de vista?
– Ella accedió a que fueran amantes -lo defendió Dermot-. La quería mucho. ¿Qué diferencia hay?
– Hay mucha diferencia -remarqué-. Si ella pensaba que estaba con un hombre cuando en realidad estaba con otro, eso es un engaño con mayúsculas.
– Pero inofensivo, ¿verdad? A fin de cuentas, incluso tú estás de acuerdo con que amaba a los dos hombres voluntariamente. Entonces -insistió-, ¿qué diferencia hay?
Lo contemplé llena de dudas. Independientemente de cómo se sintiera mi abuela acerca de su marido o su amante, seguía convencida de que había un conflicto moral en todo aquello. Me pregunté de qué lado se pondría mi bisabuelo Niall. Pero tenía la dolorosa sensación de que ya lo sabía.
– Será mejor que vuelva al trabajo -me urgí con una leve sonrisa-. Tengo que terminar de fregar la cocina. ¿Seguirás con el desván?
Dermot asintió entusiasmado.
– Me encantan las herramientas -dijo.
– Por favor, cierra la puerta del desván, porque he limpiado el polvo aquí abajo y no quiero tener que volver a hacerlo mañana.
– Claro, Sookie.
Y subió las escaleras silbando. Era una melodía que no había escuchado nunca.
Volví a juntar las fotografías, dejando aparte las que Dermot había identificado como las de su hermano. Pensé en hacer una pequeña hoguera con ellas. Arriba, en el desván, la lijadora se puso en marcha. Miré al techo, como si pudiese ver a Dermot a través de las tablas de madera. Entonces me sacudí y volví al trabajo, pero de un humor inquieto y abstraído.
Cuando estaba subida a la escalerilla, colgando el cartel de bienvenida a los bebés, recordé que tenía que planchar el mantel de mi bisabuela. Odio planchar, pero tenía que hacerlo, y mejor hoy que mañana. Tras guardar la escalerilla, abrí la tabla de planchar (en la anterior cocina había una empotrada) y me puse manos a la obra. El mantel ya no era exactamente blanco. Había adquirido un tono marfil con los años. No tardé en dejarlo suave y bonito. Tocarlo me recordaba a las ocasiones importantes del pasado. Hoy mismo había visto fotos antiguas en las que salía ese mismo mantel; había estado en la mesa de la cocina o en el viejo aparador en Acción de Gracias, Navidades, fiestas prenupciales y aniversarios. Adoraba a mi familia y atesoraba esos recuerdos. Sólo lamentaba que quedásemos tan pocos que pudiéramos recordarlos.
Y era consciente de otra verdad, otro hecho innegable. Me había dado cuenta de que no me gustaba nada el sentido feérico de la diversión que había convertido algunos de esos recuerdos en mentiras.
A las tres de la tarde, la casa estaba prácticamente lista para la fiesta. El aparador estaba vestido con el mantel, los platos de papel y las servilletas desplegados, así como los cubiertos de plástico. Limpié el juego de plata para poner los frutos secos y los palitos de queso, que yo misma había hecho y congelado un par de semanas atrás. Comprobé la lista. Listo.
Si no sobrevivía a la noche, mucho me temía que la fiesta de los bebés se iría al garete. Asumí que mis amigas estarían demasiado traumatizadas como para seguir adelante. Sólo por si las moscas, dejé cuidadosamente anotada la ubicación de todas las cosas que ya no estuvieran colocadas. Incluso saqué mis regalos para los bebés. Dos cestas de mimbre iguales que podían servir para viajar. Estaban decoradas con grandes lazos de guinga y repletas de cosas útiles. Había ido acumulando todos los regalos a lo largo del tiempo. Botes de alimentación enriquecida, un termómetro para bebés, unos cuantos juguetes, unas cuantas mantas, algunos álbumes de fotos, biberones, un paquete de paños de tela para limpiar vómitos. Se me hacía extraño que quizá no estaría para verlos crecer.
También se me hizo extraño que los gastos por la fiesta no hubiesen sido tan excesivos, gracias a los ahorros acumulados en mi cuenta.
De repente tuve una idea asombrosa. Ya iban dos en dos días. Tan pronto como se dibujaron en mi mente, estuve en el coche de camino a la ciudad. Se me hizo raro entrar en el Merlotte’s en mi día libre. Sam se sorprendió, pero se alegró de verme. Estaba en su despacho con una pila de facturas delante. Puse otro papel sobre el escritorio. Él lo miró.