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Espero que algún día me perdones, y puede que entonces me cuentes la historia.

Amelia

Acaricié con un dedo la tersa superficie de ese peligroso objeto que tenía en mi poder y me estremecí.

Peligro, peligro y un poco más de peligro.

Me quedé sentada en el escritorio unos cuantos minutos más, perdida en mis pensamientos. Cuanto más sabía de la naturaleza de las hadas, menos confiaba en ellas. Punto. Incluidos Claude y Dermot (y especialmente Niall, mi bisabuelo; al parecer siempre estaba cerca de recordar algo de él, algo realmente truculento). Sacudí la cabeza con impaciencia. No era momento de preocuparse de eso.

Si bien había pospuesto el momento de afrontar hechos molestos durante demasiado tiempo, había llegado el momento de hacerlo. A pesar de su amistad con mi abuelo natural, el señor Cataliades había tenido más que ver conmigo de lo que jamás hubiera imaginado, y sólo me lo revelaba ahora por razones que no era capaz de sondear. Cuando vi al abogado demonio por primera vez, no le pestañeó ningún ojo en muestra de reconocimiento.

De alguna manera, todo estaba relacionado y no hacía sino añadir recelo hacia mi parentesco con las hadas. Creía que Claude, Dermot, Fintan y Niall me querían con todo su ser (poco, en el caso de Claude, porque se quería a sí mismo por encima de todas las cosas). Pero no sentía que fuese un amor integral. Si bien ese pensamiento me hizo recordar un anuncio de pan de molde, arrugué el gesto, era la única palabra que se me ocurrió.

A modo de corolario a mi comprensión sobre la naturaleza feérica, ya no dudaba de la palabra de la abuela. Es más, creía que Fintan había amado a mi abuela Adele más de lo que ella jamás creyó; de hecho, más allá de los vínculos de la imaginación humana. Había estado con ella muchas más veces de las que se había imaginado, en ocasiones adoptando la apariencia de su marido para estar en su presencia. Se había hecho fotos familiares con ella; había sido testigo de su quehacer diario; probablemente había practicado sexo con ella (¡agh!) adoptando la apariencia de Mitchell. ¿Dónde había estado mi auténtico abuelo mientras ocurría todo eso? ¿Seguiría presente en cuerpo, pero inconsciente? Esperaba que no, pero nunca lo sabría. Tampoco estaba segura de querer saberlo.

La devoción de Fintan había hecho que le regalase un cluviel dor a mi abuela. Quizá le hubiese podido salvar la vida, pero no creía que se le hubiese pasado nunca por la cabeza usarlo. Quizá sus creencias no le habían permitido creer sinceramente en los poderes de un objeto mágico.

La abuela había escondido su carta de confesión y el propio cluviel dor en un compartimento secreto años atrás para mantenerlos alejados de los ojos curiosos de los dos nietos que estaba criando. Estoy segura de que, después de esconder los objetos que le hacían sentir tan culpable, casi se había olvidado de ellos. Me imaginé que su alivio al deshacerse de tal carga sería tan grande que el recuerdo dejaría de atormentarla. Quizá sonase estrambótico en contraste con las dificultades de ser una viuda al cuidado de dos nietos.

Quizá, conjeturé, alguna que otra vez hubiese pensado que debía contármelo todo, pero claro, seguro que también esperaba contar con más tiempo. Nos pasa a todos.

Bajé la mirada para contemplar el suave objeto que tenía en las manos. Traté de imaginar las cosas que podría hacer con él. Se suponía que otorgaba un deseo, un deseo para alguien a quien amabas. Como amaba a Eric, lo lógico hubiese sido desear la muerte de Victor, lo cual sin duda beneficiaría a mi amado. Me parecía horrible usar un símbolo de amor para matar a alguien, beneficiase o no a Eric. Se me ocurrió una idea que me hizo abrir mucho los ojos. ¡Podría librar a Hunter de su telepatía! ¡Podría crecer como un niño normal! Podría contrarrestar la involuntaria carga en forma de don que Hadley había legado a su hijo abandonado.

Me parecía una idea fabulosa. Me deleité con ella durante treinta segundos. Luego, por supuesto, surgió la duda. ¿Estaba bien cambiar la vida de otra persona tan drásticamente sencillamente porque podía? Por otra parte, ¿estaba bien que Hunter tuviese que sufrir con una infancia tan difícil?

Podría cambiarme a mí misma.

Era una idea tan impactante que casi perdí el sentido. No podía pensar en ello en ese momento. Tenía que prepararme para la Operación Victor.

Media hora después, ya estaba lista.

Conduje hacia el Fangtasia intentando mantener la mente vacía y el espíritu vigoroso. Vaciar la mente fue quizá demasiado fácil. Había averiguado tantas cosas en los últimos días que prácticamente ya no sabía ni quién era.

Y eso me puso de mal humor, así lo del espíritu vigoroso tampoco me costó demasiado. Canté por el camino cada canción que sonaba por la radio. Menos mal que estaba sola; tengo una voz horrible. Pam tampoco sabe cantar. Pensé mucho en ella mientras conducía, preguntándome si Miriam estaría viva o muerta, apenándome por mi mejor amiga vampira. Pam era tan fuerte, tan dura y tan despiadada que nunca me había parado a pensar en sus emociones más delicadas hasta esos últimos días. Quizá por eso Eric la escogió como vampira convertida; había sentido que eran espíritus afines.

No dudaba del amor de Eric hacia mí, igual que sabía que Pam quería a su enfermiza Miriam. Pero no sabía si me quería lo suficiente como para desafiar todas las disposiciones de su creador, lo suficiente como para renunciar al salto de poder, posición e ingresos que le granjearía convirtiéndose en el consorte de la reina de Oklahoma. ¿Disfrutaría con el doble juego? Mientras recorría las calles de Shreveport, me pregunté si los vampiros de Oklahoma usaban botas de vaquero y conocían todas las canciones del musical. Me pregunté por qué le estaba dando vueltas a cosas tan absurdas cuando lo que debería hacer era prepararme para una noche muy amarga, una a la que quizá no sobreviviera.

A juzgar por el aparcamiento, el Fangtasia estaba hasta la bandera. Me dirigía hacia la entrada de los empleados y llamé a la puerta con la clave especial. Fue Maxwell quien la abrió, derrochando sofisticación con su maravilloso traje veraniego color café. Los vampiros negros sufren un cambio interesante pocas décadas después de su transformación. Si en vida eran muy morenos, acababan con un tono marrón claro, como el chocolate con leche. Los de tez más clara adoptaban un beige más cremoso. Maxwell Lee no llevaba tanto tiempo como para haber llegado a ese punto. Aun así, era uno de los hombres más negros que había conocido, del color del ébano, y su bigote era tan preciso como si le lo hubiese trazado con una regla. Nunca nos habíamos caído especialmente bien, pero esa noche su sonrisa parecía casi la de un maníaco, tal era su felicidad.

– Señorita Stackhouse, nos alegra mucho que haya venido esta noche -dijo para que nos oyera todo el mundo-. Eric se alegrará mucho de ver que tiene un aspecto tan…, tan sabroso.

Acepto un cumplido en la medida en que me sea posible, pero «sabroso» tampoco estaba tan mal en referencia a mi aspecto. Llevaba un vestido sin tirantes azul cielo con un cinturón ancho blanco y sandalias a juego con éste (ya sé que supuestamente el calzado blanco hace que los pies parezcan más grandes, pero los míos no lo son, así que no me importa). Había optado por dejarme el pelo suelto. Me sentía condenadamente bien. Adelanté un pie para que Maxwell pudiera admirar la pedicura que yo misma me había hecho. Rosa picante.