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Llamaron a la puerta trasera. Imaginé que sería una invitada rezagada que pretendía unirse a la fiesta discretamente.

Al que encontré fue al señor Cataliades. Vestía un traje, como siempre, pero por primera vez parecía incómodo con él. No parecía tan relleno como de costumbre, pero la amable sonrisa era la de siempre. Su visita me dejó perpleja, y no estaba muy segura de querer hablar con él, pero si era el tipo capaz de dar respuesta a las grandes preguntas de mi vida, la verdad es que no me quedaba más elección.

– Adelante -lo invité, retrocediendo mientras mantenía la puerta abierta.

– Señorita Stackhouse -dijo formalmente -. Le agradezco que me deje pasar.

Echó una ojeada a Dermot, que estaba limpiando platos con mucho cuidado, orgulloso de que le hubiese confiado la vieja porcelana de la abuela.

– Joven -saludó.

Dermot se volvió y se quedó petrificado.

– Demonio -dijo antes de volverse a la pila, pero noté que sus pensamientos se aceleraban furiosamente.

– ¿Disfrutando de un evento social? -me preguntó el señor Cataliades -. Se nota que hay muchas mujeres en la casa.

Ni me había dado cuenta de la cacofonía de voces femeninas que venía flotando por el pasillo, pero daba la impresión de que hubiera sesenta mujeres en el salón en vez de veinticinco.

– Sí -asentí-. Las hay. Estamos celebrando la fiesta del bebé de una amiga.

– ¿Cree que podría sentarme en su cocina hasta que acabe? -sugirió-. ¿Podría tomar un bocado?

Recordando mis modales, exclamé:

– Por supuesto, ¡coma tanto como guste!

Preparé rápidamente un sándwich de jamón, saqué unas patatas de bolsa y unos encurtidos y dispuse un plato aparte con las demás cosas que componían el menú de la fiesta. Incluso le puse una copa de ponche.

Los oscuros ojos del señor Cataliades centellearon a la vista de los alimentos que tenía ante sí. Quizá no fuesen tan sofisticados como estaba acostumbrado (aunque, por lo que sabía, comía ratones crudos), pero se puso a comer con ganas. Dermot parecía estar bien, si no completamente relajado, compartiendo estancia con el abogado, así que los dejé para que hicieran migas y regresé al salón. La anfitriona no podía ausentarse mucho tiempo. Sería descortés.

Tara ya había abierto todos los regalos. Su ayudante de la tienda, McKenna, había tomado nota de todos ellos y de sus respectivas donantes y había pegado una tarjeta en cada uno de ellos. Todas se pusieron a hablar de sus cosas -oh, alegría- y formulaban a Tara preguntas sobre ginecología y obstetricia, el hospital donde daría a luz, los nombres que pondría a los bebés, si conocía el sexo de los gemelos, cuando debía romper aguas, y así sucesivamente.

Poco a poco, las invitadas fueron marchándose, y cuando se fueron todas, tuve que declinar las ofertas de Tara, su suegra y Michele, la novia de Jason, para ayudarme a lavar los platos.

– Ni hablar -les dije-. Dejadlos donde están, que es mi trabajo. -Era como escuchar las palabras de mi abuela saliéndome de la boca. Casi me hizo reír. Si no hubiese habido un demonio y un hada en mi cocina, quizá hubiera transigido. Cargamos todos los regalos en los coches de Tara y su suegra, y Michele me dijo que ella y Jason iban a celebrar una parrillada de pescado el fin de semana siguiente y querían que les acompañase. Dije que lo vería, que la idea me parecía maravillosa.

Sentí un gran alivio cuando se fueron todas las humanas.

Me habría derrumbado en una silla a leer media hora o hubiese visto un episodio de Jeopardy! antes de ponerme a limpiar, pero había dos hombres esperándome en la cocina. En vez de ello, volví cargada con más platos y vasos sucios.

Para mi sorpresa, Dermot se había ido. No había oído su coche alejarse por el camino, pero supuse que aprovechó cuando se iba todo el mundo. El señor Cataliades estaba sentado en la misma silla, bebiendo una taza de café. Había dejado su plato en la pila. No lo había lavado, pero al menos lo había dejado allí.

– Bueno -dije-. Se han ido. No se habrá comido a Dermot, ¿verdad?

Me sonrió abiertamente.

– No, mi querida señorita Stackhouse, no lo he hecho. Aunque estoy seguro de que sería un sabroso bocado. El sándwich de jamón estaba delicioso.

– Me alegro de que lo haya disfrutado – respondí automáticamente-. Escuche, señor Cataliades, encobré una carta de mi abuela. No sé si he comprendido bien cuál es nuestra relación, o quizá se me escapa el significado de que usted sea nuestro benefactor.

Su sonrisa se intensificó.

– Si bien tengo cierta prisa, haré todo lo que esté en mi mano para desterrar sus dudas.

– Vale. -Me preguntaba por qué tendría prisa, si aún lo perseguían, pero no pensaba dejarme distraer-. Deje que le repita lo que sé y dígame si no me equivoco.

Asintió con su cabeza redonda.

– Usted y Fintan, mi abuelo de sangre y hermano de Dermot, eran buenos amigos.

– Sí, el gemelo de Dermot.

– Pero no parece tan aficionado a Dermot.

Se encogió de hombros.

– No lo soy.

Casi me salí por la tangente en ese instante, pero me obligué a seguir mi hilo mental.

– Entonces, Fintan seguía vivo cuando Jason y yo nacimos.

Desmond Cataliades asintió con entusiasmo.

– Así es.

– Mi abuela me reveló en su carta que usted visitó a mi padre y a su hermana, que eran hijos naturales de Fintan.

– Cierto.

– ¿Les o nos dio un regalo entonces?

– Lo intenté, pero no podían ustedes aceptarlo. No todos gozaban de la chispa esencial.

Era un término que Niall también había usado.

– ¿Qué es la chispa esencial?

– ¡Qué pregunta más inteligente! -dijo el señor Cataliades, mirándome como si fuese una mona que acabase de abrir una escotilla para llevarse un plátano-. El regalo que entregué a mi querido amigo Fintan consistía en que cualquiera de sus descendientes humanos podría leer la mente de sus congéneres, como es mi caso.

– Así que, cuando resultó que mi padre y mi tía Linda no tenían esa chispa, regresó cuando Jason y yo nacimos.

Asintió.

– Verles no era del todo necesario. A fin de cuentas, el don había sido dado. Pero al visitarlos, primero a Jason y después a usted, podía asegurarme. Me emocioné sobremanera cuando la sostuve a usted, aunque creo que su pobre abuela estaba asustada.

– Entonces, sólo yo y… -Hice un sonido ahogado para retener el nombre de Hunter. El señor Cataliades había redactado el testamento de Hadley y ella no lo había mencionado. Cabía la posibilidad de que el abogado no supiera que había tenido un hijo-. Sólo yo lo he desarrollado hasta ahora. Y aún no me ha explicado lo que es la chispa.

Me lanzó una mirada de cejas arqueadas, como si diera a entender que no se me puede escamotear nada.

– La chispa esencial no es algo fácil de trazar desde el punto de vista de su ADN -me explicó -. Es una puerta al otro mundo. Algunos humanos simplemente no pueden creer que existan criaturas en otro mundo más allá del suyo, criaturas con sentimientos, derechos, creencias que merecen vivir sus propias vidas. Los humanos que nacen con la chispa esencial lo hacen para experimentar y realizar cosas maravillosas, cosas asombrosas.

La noche anterior había hecho algo bastante asombroso, pero seguramente no tenía nada de maravilloso, a menos que odies a los vampiros.

– La abuela tenía la chispa esencial -dije de repente-. Así que Fintan pensó que la encontraría en uno de nosotros.

– Sí, si bien él nunca quiso que le diese mi regalo. -El señor Cataliades observó melancólicamente hacia la nevera. Me levanté para prepararle otro sándwich. Esta vez le añadí unas rodajas de tomate y se lo puse en un plato pequeño. Con lo ancho que era, consiguió comérselo limpiamente. Eso sí que era sobrenatural.

Cuando apuró la mitad, hizo una pausa para decir:

– Fintan amaba a los humanos, en especial a las mujeres, y más aún a las mujeres que tuvieran la chispa esencial. No son fáciles de encontrar. Adoraba a Adele hasta tal punto que instaló el portal en el bosque para poder visitarla más fácilmente, y me temo que fue lo bastante travieso como para…