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Y llegó el turno del señor Cataliades de parar en seco y mirarme con incomodidad, sopesando las palabras.

– Llevarse a mi abuelo a dar una vuelta de vez en cuando -dije -. Dermot reconoció a Fintan en algunas de las fotos familiares.

– Me temo que eso fue muy pícaro por su parte.

– Sí -asentí pesadamente-. Muy pícaro.

– Albergaba grandes esperanzas cuando nació su padre, y yo acudí al día siguiente para inspeccionarlo, pero era bastante normal, si bien atractivo y magnético, como todos los descendientes de las hadas. Linda, la segunda, también lo era. Y lamento lo del cáncer; eso no debió pasar. Lo achaco al entorno. Debió gozar de una salud plena toda su vida. Habría sido el caso de su padre si no hubiese estallado la terrible guerra feérica. Quizá, si Fintan hubiese sobrevivido, Linda hubiese conservado su salud. -Se encogió de hombros-. Adele trató de dar con Fintan para preguntarle si podía hacerse algo con Linda, pero para entonces ya había muerto.

– Me pregunto por qué no usaría el cluviel dor para curar el cáncer de la tía Linda.

– Lo desconozco -dijo con evidente pena-. Conociendo a Adele, imagino que pensaría que no sería algo cristiano. Es posible que en ese momento ni siquiera recordase que lo tenía, o que lo considerase un símbolo de amor, sin más. Después de todo, cuando la enfermedad de su hija se hizo patente, habían pasado muchos años desde que se lo entregué de parte de Fintan.

Me forcé a pensar cómo llevar la conversación hasta las respuestas que necesitaba.

– ¿Qué demonios le hizo pensar que la telepatía sería un regalo tan maravilloso? -barrunté.

Por primera vez, el señor Cataliades pareció disgustarse.

– Supuse que saber lo que todo el mundo pensaba y planeaba otorgaría a los herederos de Fintan una ventaja sobre sus congéneres humanos durante toda su vida -afirmó -. Y dado que soy un demonio casi puro y era algo que disponía, me pareció un regalo espléndido. ¡Sería maravilloso hasta para un hada! Si su bisabuelo hubiese sabido que los matones de Breandan pretendían matarlo, podría haber suprimido la rebelión antes de que prendiera. Su padre podría haberse salvado a sí mismo y a su madre de ahogarse si hubiese sabido que le tendían una trampa.

– Pero eso no pasó.

– Las hadas puras no son telépatas, si bien a veces pueden enviar mensajes y oír su respuesta; y su padre no tenía la chispa esencial.

Me parecía que la conversación empezaba a discurrir en círculos.

– Entonces, todo se resume en lo siguiente: como ustedes dos eran tan buenos amigos, Fintan le pidió que entregara a los descendientes que tuviera con Adele un regalo, un don, ejercer como su…, nuestro… benefactor.

El señor Cataliades sonrió.

– Correcto.

– Usted estaba dispuesto a hacerlo, y pensó que la telepatía sería un regalo estupendo.

– Correcto, una vez más. Aunque, al parecer, me equivoqué.

– Y tanto. Y otorgó este regalo de alguna forma demoníaca misteriosa.

– No tan misteriosa -dijo indignado -. Fintan y Adele bebieron una pizca de mi sangre.

Vale, no era capaz de imaginar a mi abuela haciendo eso. Pero claro, tampoco la imaginaba yaciendo con un hada. Vistos los hechos, estaba claro que conocí muy bien a mi abuela en algunos aspectos, y muy poco en otros.

– La puse un vino y les dije que era de una cosecha especial -confesó el señor Cataliades-. Y en cierto modo lo era.

– Vale, mintió. Tampoco es que me sorprenda demasiado -dije. Aunque la abuela era muy inteligente y seguramente albergó sus sospechas. Agité las manos en el aire. Ya tendría tiempo de pensar en eso más tarde-. Bueno. Entonces, tras ingerir la sangre, los descendientes que tuvieran serían telépatas, siempre que desarrollaran la chispa esencial.

– Correcto. -Sonrió tan ampliamente que me sentí como si hubiese sacado un sobresaliente en un examen.

– Y mi abuela nunca utilizó el cluviel dor.

– No, es un artefacto de un solo uso. Un regalo que le hizo Fintan a Adele verdaderamente singular.

– ¿Puedo usarlo para perder la telepatía?

– No, querida, sería como desear perder el bazo o los riñones. Pero la idea es interesante.

Eso quería decir que no podía ayudar a Hunter con él. Tampoco a mí misma. Maldición.

– ¿Puedo matar a alguien con él?

– Sí, por supuesto, si esa persona amenaza a un ser amado. Directamente. No podría usarlo para matar a su tasador fiscal… a menos que estuviese amenazando a su hermano con un hacha, por decir algo.

– ¿Fue una coincidencia que Hadley acabase enamorando a la reina?

– No del todo, ya que es en parte hada, y como sabe, esa parte es muy atractiva para los vampiros. Era sólo cuestión de tiempo que un vampiro entrase en el bar y se fijase en usted.

– Lo envió la reina.

– No me diga. – Cataliades no parecía ni mucho menos sorprendido-. La reina nunca me preguntó por el regalo, y yo jamás le dije que era su benefactor. Nunca prestó demasiada atención al mundo feérico a menos que quisiera beber sangre de hada. Nunca se preocupó de quiénes eran mis amigos o cómo pasaba mi tiempo.

– ¿Quién le persigue ahora?

– Una pregunta pertinente, querida, pero a la que no puedo dar respuesta. De hecho, hace media hora que siento que se acercan, por lo que he de partir. He notado unas protecciones excelentes en la casa y debo darle la enhorabuena. ¿Quién las ha establecido?

– Bellenos. Un elfo. Está en el club Hooligans, de Monroe.

– Bellenos. -El señor Cataliades se quedó pensativo-. Es mi quinto primo por parte de madre, creo. Por cierto, bajo ninguna circunstancia deje que la fauna que se junta en el Hooligans sepa que posee el cluviel dor, porque la matarían por él.

– ¿Y qué cree que debería hacer con él? -pregunté con curiosidad. Se había levantado y estaba estirando la chaqueta de su traje azul de verano. Si bien fuera hacía calor y estaba entrado en carnes, no sudaba cuando lo dejé entrar-. ¿Y dónde está Diantha? -Su sobrina era tan diferente al señor Cataliades como cabía imaginar, y me caía bastante bien.

– Se encuentra lejos y está a salvo -dijo lacónicamente-. Y en cuanto al cluviel dor, no puedo aconsejarla. Al parecer, ya he hecho suficiente por usted. -Sin más palabras, salió por la puerta trasera. Vislumbré su pesado cuerpo atravesando a increíble velocidad el jardín hasta perderlo de vista.

Bueno, acababa de vivir un episodio fascinante…

Y ahora estaba fuera de peligro.

Qué conversación más esclarecedora, en cierto sentido. Ahora conocía mejor mi trasfondo. Sabía que mi telepatía era una especie de regalo de fiesta del bebé pre-embarazo que Desmond Cataliades había hecho a su amigo Fintan el hada y a mi abuela. Era una revelación francamente abrumadora.

Tras darle vueltas, o al menos sopesarlo hasta donde pude, pensé en la referencia de Cataliades a la «fauna» del Hooligans. Tenía una pobre opinión de los exiliados que allí se habían reunido. Me preguntaba, más que nunca, qué hacían los feéricos en Monroe, qué se traían entre manos, qué planes tenían. No podía ser nada bueno. Y pensé en Sandra Pelt, aún libre, en alguna parte, y determinada a verme morir.

Cuando mi mente se agotó del todo, dejé que las manos tomasen el relevo. Guardé las sobras de comida en bolsas herméticas. Lavé el centro de mesa y un par de cuencos de cristal tallado. Miré por la ventana mientras los enjuagaba, y así fue cómo vi unas manchas grises atravesando mi jardín a toda velocidad. No supe identificar lo que veía, y a punto estuve de llamar a control de plagas. Pero entonces caí en que esas criaturas seguramente iban en pos del abogado semi-demonio, y a la velocidad que iban, ya debían de estar lejos. Además, no sería sensato intentar atrapar en una jaula en la parte trasera de una ranchera a nada capaz de moverse a tanta velocidad. Ojalá que el señor Cataliades llevase las zapatillas de correr. No me había fijado.