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– Tienes que estar bromeando. -De repente, me puse seria. Por la expresión de Sam, él tampoco estaba bromeando en absoluto -. Escucha, Sam, Dermot jamás me ha mirado siquiera como una mujer y Claude es gay. Somos estrictamente familiares. -Habíamos dormido muchas veces en la misma cama, pero eso sólo nos había aportado el alivio de la presencia, aunque debía admitir que la primera vez me sentí algo extraña. Estaba segura de que sólo se debía a mi parte humana. Por culpa de las palabras de Sam, ahora no paraba de darle vueltas a lo que creía un hecho consumado, preguntándome si no estaría equivocándome de perspectiva. A fin de cuentas, Claude disfrutaba paseando desnudo, y sabía por su propia boca que había tenido relaciones sexuales con una mujer anteriormente (honestamente, estaba convencida de que habría otro hombre en la ecuación).

– Y yo insisto en que las cosas raras no son tan raras en las familias de las hadas -replicó Sam, echándome una mirada.

– No quiero parecer grosera, pero ¿cómo puedes saber eso? -Si Sam había pasado mucho tiempo con hadas, se lo había guardado muy en secreto.

– He leído mucho al respecto después de conocer a tu bisabuelo.

– ¿Leer? ¿Dónde? -Me encantaría aprender más cosas sobre mi parte feérica. Tras decidir vivir alejados de los de su propia especie (me preguntaba lo voluntaria que había sido esa decisión), Claude y Dermot no decían nunca nada sobre las creencias y costumbres de su especie. Aparte de lanzar algún comentario despectivo de vez en cuando acerca de trolls y duendes, no soltaban prenda de las hadas…, al menos delante de mí.

– Eh, es que los cambiantes tenemos una biblioteca. Tenemos registros de nuestra historia y de las observaciones que hemos realizado de otros seres sobrenaturales. Mantenerlos nos ha permitido sobrevivir. Siempre había un lugar al que ir en cada continente para estudiar y leer sobre otras especies. Ahora todo es electrónico. He jurado no enseñársela a nadie. Si pudiera, te dejaría leerlo todo.

– Entonces ¿no puedo leer los registros, pero está bien que me cuentes que existen? -No intentaba hacerme la graciosa, sino que sentía verdadera curiosidad.

– Dentro de ciertos límites -se sonrojó Sam.

No quería presionarlo. Era consciente de que Sam ya había rebasado esos límites por mí.

Durante el resto del trayecto, cada cual se encerró en sus propias preocupaciones. Mientras Eric pasaba por su particular muerte diurna, yo me sentía sola, y solía disfrutar de esa sensación. No es que estar vinculada a Eric hiciera que me sintiese poseída, ni nada por el estilo. Era más bien que, durante las horas nocturnas, podía sentir su vida discurrir paralela a la mía; sabía cuándo estaba trabajando, discutiendo, satisfecho o absorto en una tarea. Se parecía más a una cosquilla en la conciencia que un conocimiento firme.

– Bueno, sobre el que tiró la bomba ayer… -soltó Sam abruptamente.

– Sí -dije-. Creo que puede ser un cambiante de algún tipo, ¿vale?

Asintió sin mirarme.

– No creo que sea un atentado impulsado por el odio -añadí, intentando que las palabras me saliesen con naturalidad.

– No es un crimen humano de odio -apuntó Sam-, pero está claro que algo de animadversión tiene que haber.

– ¿Económico?

– No se me ocurre ninguna razón económica -dijo-. Estoy asegurado, pero no soy el único beneficiario si el bar se incendia. Está claro que no podría trabajar durante un tiempo, y estoy convencido de que los demás bares de la zona aprovecharían el momento, pero no creo que sea motivación suficiente. No demasiado -matizó-. El Merlotte’s siempre ha sido una bar familiar, no un sitio para hacer cualquier cosa. No es como el Redneck Roadhouse de Vic -añadió con una pizca de amargura.

Tenía razón.

– A lo mejor es que no le caes bien a alguien, Sam -propuse, aunque las palabras me salieron más duras que lo que había pretendido-. Quiero decir -añadí rápidamente- que a lo mejor alguien te quiere hacer daño a través de tu negocio. No como cambiante, sino como persona.

– No recuerdo tener problemas tan personales con nadie -respondió, genuinamente desconcertado.

– Eh, ¿sabes si Jannalynn tiene algún ex vengativo?

Sam quedó pasmado ante la idea.

– No sé de nadie que me haya cogido manía por salir con ella -dijo-. Y Jannalynn es más que capaz de decir lo que piensa. No es de las que se dejan presionar para salir con alguien.

Me costó reprimir la carcajada.

– Sólo intento pensar en todas las posibilidades.

– Está bien -contestó, y se encogió de hombros -. Lo importante es que no recuerdo haber enfadado a nadie hasta ese punto.

Yo tampoco podía recordar ningún incidente reseñable, y hacía años que conocía a Sam.

No tardamos en llegar a la tienda de antigüedades, que estaba situada en una antigua tienda de pinturas en una de las calles del casco viejo de Shreveport.

Los amplios escaparates frontales estaban impolutos y las piezas que exhibían eran preciosas. La más grande era un aparador de los que le gustaban a mi abuela. Era pesado, estaba ornamentado y me llegaba hasta el pecho.

En el otro escaparate había una colección de jardineras, o jarrones, no estaba muy segura de cómo llamarlos. El del centro, situado para demostrar que era el mejor del conjunto, era verde marino y azul, y tenía unos querubines dibujados. Pensé que era horrible, pero no dejaba de tener su estilo.

Sam y yo contemplamos el conjunto durante un instante en pensativo silencio antes de entrar. Una campana (una campana de verdad, no una imitación electrónica) sonó al abrir la puerta. Una mujer, sentada en una banqueta, a la derecha, detrás del mostrador, levantó la cabeza. Se empujó las gafas sobre la nariz.

– Un placer volver a verte, señor Merlotte -dijo, sonriendo con la intensidad justa. «Me acuerdo de ti, me alegra que hayas vuelto, pero no me interesas como hombre». Lo tenía claro.

– Gracias, señora Hesterman -contestó Sam-. Te presento a mi amiga, Sookie Stackhouse.

– Bienvenida a Splendide -saludó la señora Hesterman-. Llámame Brenda, por favor. ¿En qué puedo serviros?

– Tenemos dos recados -dijo Sam-. Yo he venido por las piezas que me comentaste…

– Y yo acabo de despejar mi desván y tengo varias cosas a las que me gustaría que echases un vistazo -añadí-. Tengo que deshacerme de algunos de los objetos que me he encontrado. No quiero volver a acumularlos. -Sonreí para demostrar mi buena predisposición.

– ¿Así que hace mucho que tienes una casa familiar? -preguntó, animándome a que le diera una pista sobre qué tipo de posesiones había acumulado mi familia.

– Hemos vivido en la misma casa durante unos ciento setenta años -le dije, y sonrió -. Pero es una vieja granja, no una mansión. Aun así, puede que haya cosas que puedan interesarte.

– Me encantaría echar un vistazo -respondió, aunque eso de que le «encantaría» era un poco exagerado-. Podemos fijar una cita en cuanto ayude a Sam a escoger algo para Jannalynn. Con lo moderna que es, ¿quién se habría imaginado que le interesaban las antigüedades? ¡Es tan mona!

Me costó un mundo evitar que se me cayera la mandíbula al suelo. ¿Estábamos hablando de la misma Jannalynn Hopper?

Sam me pinchó con el dedo en las costillas cuando Brenda se volvió para coger un manojo de llaves. Puso una expresión reveladora, yo relajé la mía y le dediqué una batería de parpadeos. Apartó la mirada, pero no antes de que pudiera verle una sonrisa reacia.

– Sam, he reunido algunas cosas que pueden gustar a Jannalynn -dijo Brenda conduciéndonos hacia un expositor, con las tintineantes llaves en su mano. El expositor estaba lleno de pequeños objetos, objetos bonitos. Era incapaz de identificar la mayoría. Me incliné sobre el cristal que los protegía para verlos mejor.

– ¿Qué son? -consulté señalando unos objetos afilados de aspecto letal y puntas ornamentadas. Me preguntaba si se podía matar a un vampiro con uno de ésos.