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– ¿Pero sólo de palabra?

– Sí, sólo de palabra. A mucho volumen, pero sólo de palabra.

– ¿Y después?

– Y después me marché.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo.

– ¿Qué hora era?

– Ni idea. ¿Las ocho? ¿Las ocho y media?

– ¿Adónde fuiste?

– A casa.

– ¿Directamente a casa?

– Sí.

– ¿Cómo?

– En taxi.

Jaywalker tomó nota de que debía solicitar los registros de la Asociación de Taxis y Limusinas para ver si podía dar con el taxista. Si lo encontraban y él recordaba el servicio, quizá también se acordara de si Samara estaba nerviosa o actuaba con normalidad.

– ¿Te vio alguien? -le preguntó él-. Aparte del portero y el taxista.

– No, que yo sepa.

– ¿Qué hiciste cuando llegaste a casa?

– ¿De verdad quieres saberlo?

Jaywalker asintió. Supuso que habría puesto una lavadora o se habría duchado. Cuando se apuñalaba a alguien en el corazón, era probable que hubiera manchas de sangre abundantes.

– En realidad, necesito saberlo -dijo.

– Muy bien -dijo Samara, sin apartar los ojos de él-. Me masturbé.

Bien, no era exactamente lo que había esperado escuchar. Sin embargo, la literatura legal estaba llena de explicaciones de los asesinos en serie sobre cómo sus crímenes los excitaban sexualmente y los impulsaban a masturbarse, o en la escena del crimen o en su casa, poco después. Cierto que todos ellos eran hombres, según recordaba Jaywalker. Pero, eh, estaban en el siglo veintiuno, y después de ser defensor de la igualdad de las mujeres durante toda la vida, ¿cómo iba a renegar en aquel momento?

– ¿Tienes alguna idea -le preguntó a Samara- de quién ha matado a tu marido?

– No.

– ¿Se te ocurre alguien que pudiera quererlo fuera de la circulación?

– Uno no gana millones de dólares sin hacerse enemigos por el camino. Sin embargo, sí sé una cosa.

– ¿Qué?

– Yo no lo hice. Tienes que creerme.

– Te creo -mintió Jaywalker.

9.

Nicky Piernas

Aquello había sucedido diez meses antes, aquella primera entrevista en la que Samara había reiterado su inocencia y Jaywalker le había asegurado que la creía. Dos semanas después, él había comparecido ante los jueces del comité disciplinario, donde le habían comunicado la suspensión de tres años y él había pedido que le permitieran terminar sus casos pendientes. Él había respondido a su indicación de que resolviera cinco con una lista de diecisiete, que ellos habían reducido a diez.

En junio, después de haber resuelto nueve, Jaywalker se encontraba en una posición extraña: era un abogado criminalista a quien sólo le quedaba un criminal por defender.

¿Por qué había incluido a Samara Tannenbaum en aquella lista de casos que debía resolver, cuando el suyo le había llegado sólo dos semanas antes de que lo suspendieran y tenía otros muchos en los que había invertido mucho más tiempo, esfuerzo y emoción?

En primer lugar, el de Samara era un caso de asesinato. Jaywalker había oído decir una vez a un colega que un caso de asesinato no era más que un caso de agresión en el que el principal testigo no iba a aparecer en el juicio para testificar contra tu cliente. O el abogado estaba bromeando, o era un idiota completo. El asesinato era como ningún otro delito. Los juicios eran más largos y más complicados, con muchos más testigos, documentación, vistas, cintas grabadas y demostraciones. Había delitos que acarreaban condenas igual de severas: el incendio provocado, por ejemplo, o el secuestro, o vender unos cuantos kilos de heroína o cocaína. El asesinato era algo aparte. Los jueces lo sabían, los miembros del jurado lo sabían y Jaywalker lo sabía. Se había terminado con una vida, se había roto el más sagrado de los mandamientos y las pasiones que se removían después eran casi de proporciones bíblicas. Aunque no fuera por otra razón que la de ser un caso de asesinato, el de Samara se merecía estar en su lista.

No obstante, había otras razones.

Al retener aquel caso, Jaywalker sabía que podría mantener al lobo lejos de su puerta durante más tiempo. El hecho de que Samara insistiera en que era inocente, por muy absurdo que fuera, conllevaría meses de investigación y de preparación, seguidos de un juicio y después, si era condenada, de una sentencia. Si él lo alargaba, quizá pudiera incluso llegar al final de su carrera. Jaywalker estaba cansado. Había pasado veinte años defendiendo criminales, y aquel tiempo le parecía una eternidad. En aquel trabajo siempre había que estar luchando: contra los fiscales, los policías y los testigos. Contra los jueces. Contra los oficiales del tribunal y los oficiales de las instalaciones penitenciarias. Contra los propios clientes, y la familia y amigos de los clientes. Y si uno también tenía familiares y amigos, de los cuales Jaywalker tenía pocos, pero preciosos para él, también terminaba por luchar contra ellos, más tarde o más temprano.

En el pasado, se habría reído al oír la palabra «agotamiento». Como cuando su hija lo había llamado desde la universidad, a los dos meses de haber empezado el primer curso, para decirle que estaba agotada de todo el estrés y que necesitaba un billete a casa para Acción de Gracias. Él le había enviado el cheque, por supuesto, pero se había echado a reír al oír su queja. Sin embargo, veinte años después de lucha constante, Jaywalker sabía que sí existía algo llamado agotamiento.

Si jugaba bien sus cartas, quizá pudiera alargar aquel asunto durante un año o más, quizá incluso dos o tres, antes de comenzar su suspensión. Eso sería suficiente. No solicitaría la readmisión, no tendría que hacer promesas de buen comportamiento ante la Comisión de Moralidad y Aptitud. Conseguiría un trabajo, escribiría un libro, conduciría un taxi, viviría de los servicios sociales, conseguiría vales de alimentos, robaría un banco. Lo que fuera. Así que, en cuanto a retrasar lo inevitable tanto como fuera posible, el caso de Samara, junto a su negativa a admitir su culpabilidad, era lo ideal.

No obstante, si Jaywalker quería de verdad ser honesto consigo mismo, sabía que había más. Estaba la misma Samara.

Desde el primer momento en que la había visto, seis años antes, se había sentido absorbido por sus ojos oscuros y por el mohín de sus labios. Aunque había intentado representar al defensor maduro y sólido de aquella niña imprudente e impulsiva, desde el principio había sido ella quien lo había poseído. Lo había poseído en el sentido de que, por mucho que lo intentara, nunca podía quitarle los ojos de encima cuando estaba en su presencia. Había soñado con ella por las noches y había fantaseado con ella de día. Fantasías sexuales, claro. Pero además, fantasías que le alteraban la vida. En uno de sus sueños más oscuros, había sido la muerte inexplicable del marido de Samara lo que la había arrojado directamente a los brazos de Jaywalker. Aquella situación había sido tan real y detallada años antes, que cuando había sabido que Samara estaba detenida por el asesinato de Barry no había podido evitar preguntarse si él mismo no era cómplice de aquel crimen.

Así pues, había muchas razones por las que se había quedado con el caso de Samara, aunque sólo fuera por setenta y cinco dólares la hora. Y en aquel momento en que junio dejaba paso a julio, era todo lo que le quedaba, lo único que se interponía entre su oficio y que lo mandaran a los cuarteles de invierno. También era la última oportunidad de ganar una apuesta imposible, de matar al dragón y ganarse a la princesa de ojos negros de sus sueños.