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¿Por qué era una apuesta imposible?

Porque en los diez meses que habían transcurrido desde que se había sentado por primera vez frente a Samara en la sala de consultas entre abogado y cliente, las cosas habían ido tan mal como Jaywalker había sospechado, de mal en peor hasta llegar a lo nefasto.

La progresión había comenzado casi inmediatamente. Desde la sala de visitas, Jaywalker había bajado al piso séptimo para hacerle una visita a Tom Burke.

– Eh, Jay. ¿Cómo te va?

– Supongo que bien. Acabo de pasar las tres últimas horas con Samara Tannenbaum -dijo él.

Era cierto. Después de que Samara negara su culpabilidad y de que él le asegurara que la creía, habían hablado durante otra hora y media más. Jaywalker se había sentido impresionado por su disposición a perder el autobús de la una de vuelta a Rikers, pero estaba preocupado por su evidente necesidad de alargar la reunión tanto como fuera posible.

– Por lo que tengo entendido -dijo Burke-, la gente ha pagado un buen dinero por pasar media hora con ella. Pero hay algo que es cierto: es una chica a la que dan ganas de mirar.

– Cierto -convino Jaywalker.

– Es una pena que sea una asesina fría y calculadora.

Jaywalker no dijo nada. Él había ido allí a escuchar y, con suerte, a enterarse de una o dos cosas, no a posicionarse en cuanto a la inocencia de su cliente. Sobre todo, cuando él mismo tenía dificultades para creer que era inocente.

– ¿Has leído lo que te di el viernes? -le preguntó Burke.

– Sí. Y agradezco tu generosidad.

– Eh -dijo Burke-, no tengo nada que esconder en este caso. Es pan comido.

– ¿Por qué?

– ¿Que por qué? Tengo testigos que la sitúan allí, discutiendo con la víctima a la hora de la muerte. Tengo sus declaraciones exculpatorias falsas, diciendo primero que no estaba allí, y después que no se pelearon. Tengo el arma homicida, que estaba escondida en su casa. Y tengo diez dólares que me apuesto contigo a que la mancha roja del cuchillo tiene el mismo ADN que la sangre de Barry.

– No -dijo Jaywalker-, lo que quería preguntar es por qué lo hizo.

Burke se encogió de hombros exageradamente. Jaywalker decidió que le irían bien una o dos lecciones del arte de Samara.

– Vamos -dijo Burke-, ¿por qué ocurren el setenta por ciento de los asesinatos? Dos personas que se conocen empiezan una discusión por una bobada sin importancia. Comienzan a soltar insultos, a jurar en arameo. Quizá hayan bebido, o quizá hayan fumado algo. Una cosa lleva a la otra. Si por casualidad hay una pistola cerca, o un cuchillo…

Burke extendió los brazos, con las palmas de las manos hacia arriba y los codos ligeramente flexionados, como si quisiera decir que en aquella situación el asesinato era inevitable, formaba parte de la condición humana.

– ¿Eso es todo?

– ¿Qué estás buscando? -inquirió Burke-. ¿Un móvil?

– No -respondió Jaywalker.

Al fiscal nunca se le exigía que diera con la motivación; lo máximo que se les pedía era que demostraran que había intención. En la facultad de derecho enseñaban la diferencia; uno disparaba, apuñalaba o golpeaba con intención de matar. Si el móvil que había detrás de esa intención era, por ejemplo, la codicia, y no el sadismo o la venganza, no importaba.

Pero Jaywalker sabía que la diferencia sí importaba. Porque, si un crimen no tenía sentido para él, quizá tampoco tuviera sentido para el jurado.

– Mira -le dijo Burke, como si le hubiera leído el pensamiento-. Dame dos semanas y tendré el móvil. ¿Quieres ir doble o nada con esos diez dólares?

– Claro -dijo Jaywalker-. De acuerdo.

Habían pasado menos de dos semanas desde que Jaywalker había comparecido ante el comité disciplinario. Así pues, si necesitaba otra razón para incluir el nombre de Samara en la lista, la tenía: había veinte dólares que dependían del resultado.

Después de que Samara fuera acusada, pero sin haber comparecido todavía en el Tribunal Supremo, el caso cayó en una especie de limbo legal. En términos de procedimiento legal no iba a ocurrir nada por el momento. No podía realizar peticiones por escrito, no podía solicitar ninguna vista, no podía hacer ninguna declaración. Antes de que alguna de aquellas cosas pudiera ocurrir, el caso tendría que viajar desde el cuarto piso de 100 Centre Street al undécimo. En tiempo real, aquel traslado podía durar dos minutos, tres si los ascensores estaban estropeados, cosa que ocurría frecuentemente. Sin embargo, en tiempo del tribunal, tardaba tres semanas.

– Lo siento, abogado -decían siempre los jueces de una instancia más baja-, si le doy una fecha más próxima, el expediente no llegará arriba a tiempo.

– Démelo a mí -había rogado muchas veces Jaywalker, a lo largo de aquellos años-. Los dejaré allí antes de que usted pueda quitarse la toga.

Sin embargo, sólo había conseguido miradas adustas y periodos más largos de espera.

Por otra parte, el hecho de que el caso de Samara estuviera atascado en el tráfico durante las tres semanas siguientes no significaba que Jaywalker tuviera que quedarse sentado cruzado de brazos. Más bien lo contrario.

Quizá el trabajo más descuidado de un abogado criminalista fuera la investigación. Para demasiados abogados defensores, la investigación consistía en leer los informes que le había entregado la fiscalía y, en el extraño caso de que su defendido gritara lo suficientemente fuerte y las veces necesarias que tenía una coartada, preocuparse de comprobar si era cierta.

En el caso de Samara, Jaywalker había leído, releído y memorizado cada palabra del material que le había proporcionado Tom Burke. Había pasado tres horas sondeando las profundidades de la memoria de su clienta, más tiempo del que la mayoría de los abogados pasaban hablando con sus clientes en la duración total de un caso; en lo referente a la coartada, Jaywalker la había descartado en los primeros cinco minutos de conversación. Samara, después de mentir inicialmente a los detectives, después había admitido libremente que estaba en el apartamento de Barry muy cerca de la hora del asesinato, que desde allí había ido directamente a su casa y que había pasado el resto de la noche sola.

No obstante, una de las primeras cosas que hizo Jaywalker fue solicitar los registros de las llamadas de teléfono del móvil y del teléfono de casa de Samara. Tal vez hubiera llamado a Barry justo después de llegar a casa y se le hubiera olvidado. Si él había respondido la llamada, eso estaría reflejado en los registros y demostraría que él estaba vivo en ese momento, o al menos, que había alguien vivo en su apartamento. De cualquier modo, podría significar que Samara era inocente.

Inocente.

Extraña palabra, pensó Jaywalker. Para él tenía casi algo de mística. En el derecho penal, aquella palabra casi había desaparecido. Uno se declaraba culpable o no culpable, y el jurado tenía instrucciones de decidir si la culpabilidad había sido probada o no. La única vez en que se pronunciaban las palabras inocente o inocencia en un juicio era cuando el juez le recordaba al jurado que, a los ojos de la ley, existía la presunción de inocencia para el acusado. Después de eso, todo era culpable o no culpable.

Lo cual no tenía demasiada importancia, sobre todo en el caso de Samara, porque pese a que insistía en que ella no lo había hecho, Jaywalker sabía que sólo era cuestión de tiempo y de confianza que ella le confesara lo contrario. Los casos de asesinato se dividían en dos categorías, según había llegado a entender Jaywalker: la categoría de «quién lo hizo» y la de «por qué ocurrió». Si las pruebas que demostraban que tu cliente era el asesino eran poco sólidas, convertías el juicio en un «quién lo hizo», utilizando la defensa denominada «lo hizo otro tipo». Por otra parte, si las pruebas contra tu cliente eran abrumadoras, había que echar mano de cosas como la defensa propia, la locura transitoria o una extrema alteración emocional. En otras palabras, uno aceptaba que su cliente había cometido los actos que habían provocado la muerte de la víctima, y se concentraba en las circunstancias, sobre todo en el estado mental del acusado en el momento del incidente.